“El hormigón acusa la violencia con la que fue fraguado como muro”
Michel Houellebecq
Quien habita el mundo sabe que la existencia humana puede percibirse como una experiencia misteriosa y compleja. Lo frágil se nos manifiesta a cada momento: en nuestros vínculos, en nuestra finitud, en nuestros miedos, en nuestra muerte misma. Dicho de otra de otra manera: el tránsito por la vida es, hasta lo que conocemos, una experiencia que en sí misma está atravesada por muchas contradicciones. Sin embargo, pareciera que hoy la forma de entender algunos de nuestros sentimientos y por consiguiente una parte de nuestro mundo, es bastante menos ambigua. Así, en el siglo XXI el significado que le damos a la felicidad parecería haber encontrado un sentido último, con todos los riegos que esto nos puede traer.
Habitar la tristeza, transitarla, caer, caernos, intentar salirnos por un momento de nuestro tiempo y articular otro tipo de visión que nos permita pensar las cosas de otra manera es, para el paradigma de estos tiempos, un síntoma de debilidad, de improductividad. Estar triste, entonces, no sirve para nada. A partir de estos límites esta nueva forma de entender la felicidad comienza a delimitarse con una consigna clara: sé feliz, y si no podés, es tu culpa.
Autores como Jordan B. Peterson (recientemente internado por depresión), sostienen y argumentan en favor de esta nueva concepción de la felicidad. A través de un libro como 12 reglas para vivir. Un antídoto al caos nos confirma que, al parecer, las reglas para sobrevivir al capitalismo ya están pensadas, y para nuestra sorpresa, sólo resta estar dispuestos a abandonar las “excusas” que hacen que nuestras vidas sean miserables para finalmente alcanzar el “éxito”. Lo más llamativo de este título, es esta especie de ataque directo contra el fracaso, esta negación de la derrota que pretende proyectar una imagen atlética del mundo, donde no hay lugar para los perdedores. Sin embargo, la contradicción de este tipo de enunciados surge porque son justamente los perdedores los que resultan más afectados por este paradigma signado por la búsqueda de “la felicidad” a toda costa y los ganadores resultan ser siempre los mismos. En Esperanza sin optimismo, Terry Eagleton los llama “los custodios de la alegría” y la trampa está en que, justamente, son los ganadores los que establecen las reglas del juego. Y, en general, quienes controlan el juego nunca buscan verdaderos competidores.
Este nuevo paradigma nos lleva a pensarnos bajo categorías que de cierta manera alzan ante nosotros un espejo que nos devuelve una imagen saturada de insatisfacción, se replica en nosotros la idea de que la solución está cerca y que mediante el esfuerzo, la perseverancia y la tenacidad, la vida de los que “eligen” fracasar puede tener otro destino.
Pero, ¿qué hay detrás de este llamado a la felicidad permanente? Si la felicidad es planteada como una sensación de bienestar que sólo puede alcanzarse mediante un crecimiento económico, la información que baja el economista francés Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI, nos permite, por lo menos, abrir los ojos y mirar con un poco más de paranoia a nuestro alrededor. Afirma que, muy lejos de lo que pretenden sostener estos relatos abocados en resaltar el aparente valor de una felicidad acrítica en relación al mundo, en este siglo la concentración de la riqueza se sigue acumulando en manos de unos pocos, que en general son, además, los hijos de los vencedores de los siglos pasados. Los estudios hechos por Piketty muestran que, por ejemplo, en los Estados Unidos el 1% más rico de la población posee el 35% de la riqueza total del país, y esta es una tendencia que continúa ascendiendo en todo el mundo desde finales de los años 70.
Podríamos entonces pensar que el carácter desparejo de estás lógicas hace que sea urgente el desarrollo de relatos que sostengan y, de alguna manera, justifiquen el escenario social actual, siendo la consecuencia directa de estos procesos una creciente desigualdad y, con ella, paradójicamente, el surgimiento de una extraña idea de “esperanza” que funciona casi como un escudo. Al fin y al cabo, si no se ocupan de inventar alguna luz aunque sea falsa, ¿los ganadores no podrían llegar a enfrentarse a una respuesta mucho más severa a las reglas de su juego? En tal caso, son los ganadores devenidos en optimistas, los principales interesados en moldear los conceptos y las palabras con las cuales nos vamos a contar cómo es el mundo en relación a la idea que nos vamos construyendo en relación a la felicidad; es decir, qué es ser felices o cómo se alcanza esa felicidad. Y entonces ahí, lógicamente, la idea de esperanza encaja y se convierte en un sentimiento que tiene en algún sentido el objetivo de contener ese caos tan temido por los optimistas, siempre centrados en sostener el orden, ese orden que los tiene como los principales vencedores. Por eso en estos tiempos lo que llamamos “felicidad” no es otra cosa que una cruel resignación ante un escenario material y espiritualmente apocalíptico. ¿Qué significa entonces mostrarnos “felices” a pesar de todo?
Los efectos de esta nueva felicidad emergen por todos lados: estafas piramidales, libros de autoayuda, cadenas motivacionales de WhatsApp, publicidades de prepagas y hasta profesores de yoga son algunos de los canales por los cuales siempre encuentra un lugar por donde filtrarse en nuestras conciencias. En estos últimos años, su avance se hizo más fuerte en las redes sociales a través de los llamados “influencers”. Existe toda una corriente que basa su contenido en darnos consejos para hacer que nuestras vidas sean más “luminosas” y cada mañana podamos expulsar de nuestras mentes los malos pensamientos, incitándonos a que agradezcamos al universo porque no nos echaron del trabajo o porque el aire todavía es gratis.
Sin embargo, estas narrativas, que recurren y repiten palabras tales como “armonía”, “abundancia”, “sueño” o “felicidad” han germinado gracias a un contexto que, a veces de una forma velada y otras no tanto, exacerban a la felicidad como sentido último de la vida. Este es el verdadero trasfondo de la cuestión, y para encontrarle un sentido no puede obviarse que distintos países han elegido a través de todo Occidente gobiernos conservadores que comenzaron a validar pensamientos más bien centrados en el individualismo, pregonando la antigua idea de que sólo el más fuerte es capaz de sobrevivir.
Hoy ya no nos sorprende tanto escuchar o leer palabras como “emprendedor” para referirse a empresarios o comerciantes que disocian su actividad económica del resto del tejido social. Es en esos movimientos, también, donde se producen las modificaciones que configuran nuestra realidad, porque si lo que deja de nombrarse desaparece, es claro que estas nuevas maneras de entender qué es la felicidad hacen desaparecer una gran parte de lo que nos es inherente, de lo que nos constituye como seres humanos: nuestra falla, nuestra falta y la imposibilidad. ¿Pero estas resignificaciones no son también armas que nos depositan en una especie de nirvana de la estupidez?: “¿Todavía no te animaste?”, nos preguntan. Pero, ¿qué pasaría si todos nos animáramos a la vez? ¿Habría lugar para tantos jefes? El filósofo coreano Byung-Chul Han reflexiona sobre esta realidad y nos advierte que “el engaño está en confundir una existencia sin negatividad con una existencia feliz”.
Y acá es donde se nos vuelve necesario por lo menos poner en cuestión qué hay detrás de la palabra felicidad. ¿Por qué debería ser el sentido último de la vida? ¿A quién le conviene que estemos persiguiendo esta nueva y vacía idea de felicidad que no es más que la voz de un mundo material más desigual y cada vez más restrictivo para quienes no son los “ganadores” del sistema?////PACO
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