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Silencio en la noche, ya todo está en calma.
El músculo duerme, la ambición descansa.
Carlos Gardel
Aunque el género homo lleva dos millones y medio de años de existencia, la especie humana está hace apenas unos 200.000 sobre la faz de la Tierra. Y de esos años, hace menos de 150 que conviven con la luz eléctrica. ¿No vale la pena entonces preguntarnos qué fuerza arrastra hasta hoy esa larguísima noche de estrellas grabada desde la memoria de nuestros cuerpos? ¿De cuántos predadores tuvimos que huir? ¿Cuántos monstruos nos acorralaron en esas cavernas pasadas dejando para siempre sus huellas? ¿De qué manera nos persiguen todavía hoy?
Iluminar la noche puede pensarse de distintas maneras. Es una larga empresa en la historia humana: no es lo mismo una fogata, un sebo animal, una lámpara de gas, un relámpago o la luz de Luna que una multiplicidad de luces LED iluminando el cielo de una ciudad o el parpadeo espacial de nuestros satélites artificiales brillando desde la bóveda celeste mientras incorporan nuestras vidas a un mundo que antes -y durante cientos de años- había sido amenazado por peligros reales y fantasías imaginarias. Los invito a una breve recorrida por esta historia para poder situarnos con mayor precisión.
Hace 350.000 años ya había hacedores de fuego en China, dado que en el paleolítico se usaron varillas con grasa de animal casi accidentalmente, lo cual permitió que se crearan más tarde las lámparas de grasa que duraron, en Europa, hasta el siglo XVII. Fue recién a partir de 1820 que hubo acceso a los fósforos de madera para encender velas y candiles, pero como la luz artificial era muy cara, solo los ricos la usaban para convertir la vida nocturna en un símbolo más de su status. Por supuesto, también hubo viajeros con antorchas, linternas de cuerno y una amplia tecnología que avanzó centímetro a centímetro contra la oscuridad durante miles de años. Y así fue como llegó primero la iluminación urbana a gas, en el siglo XIX, y luego la eléctrica, al comienzo bajo la forma de arcos instalados en altos portales de hierro en las principales capitales europeas. Joseph Swan y Thomas Edison fueron quienes, al inventar la lamparita de filamento, permitieron el abaratamiento y la expansión de la iluminación urbana. Iluminar la noche, a partir de entonces, también fue sustancial para que tanto fábricas como estaciones de servicio llevaran adelante sus actividades sin distinguir horarios, al igual que los adictos, las prostitutas, los ludópatas, los alcohólicos y los insomnes.
Exterior, noche, plano general
Al mismo tiempo que se desarrollaba la luz artificial, la ciencia comenzó a buscar una respuesta a los temores provenientes de un campo “exterior” y otro “interior” a los sujetos. Al fin y al cabo, la luz artificial intensificó las ansiedades generales al permitir que el capitalismo aumentara en proporciones jamás imaginadas los niveles de productividad. Pensemos en las películas de brokers de Wall Street, con sus computadoras encendidas a toda marcha en medio de la noche para planear sus próximos clics, y luego pensemos en los hombres y las mujeres que se saben sometidos a las consecuencias de esa productividad incesante. Así llegamos hasta hoy, donde es posible en una misma noche mirar Apocalypsis Now, Matrix, toda la saga de Vikingos o Breaking Bad en una habitación mientras, en otra, un adolescente juega toda la noche en su PlayStation 4 o una niña completa Death Note.
A la mañana siguiente, por supuesto, esta familia encarará el día en un estado de duermevela y alucinación que poco tiene que envidiarle a los psicotrópicos más estimulantes. Pero pensemos por un momento en el desconcierto y la angustia que en este mismo contexto surge (aun antes de la pandemia) cuando se corta internet. Cuesta creer que esa sensación de desamparo sea apenas un poco más nueva que la invención de la electricidad. Y a propósito de los cortes inesperados de luz, ¿qué terrores se activan cuando la noche absoluta avanza entre nosotros, tal como sucedió hace dos años cuando un apagón generalizado dejó a casi todo nuestro país en la oscuridad?
Podemos vincular la disposición a que nuestra actividad no tenga pausas al hecho de que los niños, las niñas y los adolescentes son criados en el siglo XXI en convivencia constante con las pantallas. Los tiempos de ocio y actividad, por lo tanto, se entremezclan en un continuo que incide en los ritmos vitales. Es esta alternancia entre una vida poblada de estímulos exteriores y otros interiores, es decir, los que provienen del propio pensamiento y se despliegan en el sueño, la que está trastocada.
Dormir, soñar, ésa es la cuestión
Ahora bien, ¿es posible que aquello que nos daba miedo miles de años atrás (un predador, una catástrofe climática, una hambruna o una enfermedad) sea percibido ahora como figuración de la muerte, como monstruo, fantasma, posesión o devoración? La evolución del cerebro humano ha superpuesto unas estructuras sobre otras sin anularlas o deshacerse de ellas por completo, por lo que podríamos decir que los restos de nuestro cerebro reptil conviven con el del homínido en un equilibrio más bien inestable, que produce respuestas y reacciones distintas según los estímulos del ambiente. La lectura y la elaboración discursiva de los hechos incide y tracciona en estos afectos, que se ordenan según mapas sensibles e intelectuales diversos.
Volviendo entonces al mundo de las luces y la noche, sabemos también que la expansión de las luces urbanas habilitó nuevas posibilidades de crímenes y nuevas necesidades de control. Sin duda, el temor a lo incierto, la soledad y lo desconocido parece aumentar cuando el sol se pone, y es en ese momento cuando el espacio que ocupan en nuestras mentes la imaginación, las pesadillas, los anhelos y las frustraciones crece y el magma diurno que nos permite vivir se apaga. En el medioevo se creía que cada noche moríamos y cada mañana volvíamos a nacer, por eso había que rogar para despertar al otro día. ¿Será por eso por lo que el insomnio no nos deja entregar el cuerpo, su vulnerabilidad y su quietud a las fauces ignotas del sueño? Pese a todo lo que las ciencias arrojan acerca de él, el sueño sigue siendo un pasaje al misterio. Sin necesidad de entrar a un laboratorio, se pueden ver en las redes sociales a los insomnes, rogando por unas horas de sueño mientras sus ojos quedan prendados de los monitores.
Por otra parte, sabemos que no dormir conduce inevitablemente a la locura (y por eso hay torturas que consisten en destruir la alternancia entre la noche y el día). No sólo hace falta que nuestras células, de algún modo, se regeneren y reinventen, sino que nuestro psiquismo, sin esas horas y procesos en los que tanto el intelecto como el mundo afectivo encuentra soluciones y formulaciones inhallables en la vigilia, no podría resistir la existencia. De hecho, el tiempo que pasamos en el mundo de los sueños, con el cuerpo quieto pero el cerebro activo, equivale casi a una vida entera. ¿Son 6 u 8 horas de sueño cada 12 o 16 de vigilia? Pareciera que la pregunta de Hamlet todavía nos increpara. ¿Dormimos, soñamos o estamos despiertos en un estado de delirio?
A lo largo de los siglos, el asunto de las visiones y los sueños fue estudiado por los chamanes como camino hacia la adivinación, por los artistas como camino hacia la inspiración y por los científicos como camino hacia la comprensión del cerebro humano. Y en el siglo XX, tanto las ciencias del sistema nervioso como el psicoanálisis volvieron estos mismos asuntos un tema de indagación privilegiado, por lo que el mundo onírico quedó de alguna manera desprovisto de la magia, el misterio y las fuerzas proféticas que solía tener. Y aún así, ¿no siguen los niños teniendo pesadillas paralizantes? ¿Y no seguimos viendo monstruos en la oscuridad?
Para salvarnos, recurrimos a la sapiencia que cada época fabrica y fabula. Aunque también se ha dicho que la razón engendra sus propios monstruos y estos se fugan hacia donde no podemos encontrarlos. A la larga, sin embargo, nuestros monstruos se las arreglan para volver a nosotros.
Ciencia y ficción
Stranger Things es una serie muy popular por distintas razones. En una época en la que una suerte de cinismo centennial descreído y casi petulante parece invadir todos los ámbitos sociales, puertas adentro la melancolía y la añoranza, así como los giros de comedia clásica, suman adhesiones. Pero además del casting y las referencias permanentes a la cultura de los 80, Stranger Things propone un mundo donde dos antiguas dimensiones en pugna son puestas a rodar nuevamente. Se trata, ni más ni menos, que de la lucha entre los peligros que provienen del exterior y los que provienen del interior.
Los personajes, con el auxilio de la ciencia en confluencia con el coraje y la intuición, intentan abatir a dos monstruos que vienen de otra dimensión. ¿Se trata de metáforas sobre los miedos de devoración animal, sobre el despertar sexual de los púberes y las fantasías ante lo femenino comunes a los varones cuando están próximos a madurar? Tal vez ese detalle no sea tan urgente como el hecho de que Stranger Things retoma toda una demonología y una serie de bestiarios medievales conocidos a lo largo de la historia humana con distintas representaciones. Se trate de seres con cuerpos fusionados y metamórficos, bocas con dientes enormes y filosos, tentáculos, patas gigantes, viscosidades, falta de esqueletos y piel o anatomías protohumanas, el hecho es que todos se asoman desde la oscuridad para irrumpir en el mundo de la luz.
Ensayemos por un momento la hipótesis de vincular los monstruos de Stranger Things con la propia historia de predadores que acecharon a la especie humana. ¿No podría tener algo en común el Dinofelis, aquel género prehistórico de los felinos que al cazar estrangulaba y cortaba las arterias de sus presas (entre las que se encontraban nuestros ancestros, los Australopithecus) con monstruos como el Demodogo, Demogorgon o el Desuellamentes de la serie? Estos monstruos acechan y entran gradualmente a las casas, a los cuerpos y a las vidas de los personajes, ocupándolos tanto física como psíquicamente. De eso se trata la lucha de estos nuevos argonautas adolescentes contra lo amorfo: una lucha que nos volverá a arrastrar en el universo angustiante de lo indeterminado, igual que les pasaba a nuestros ancestros cuando tenían que sobrevivir cada noche a una oscuridad inundada de terrores.
Es por esta razón que la luz nunca es un elemento inocente en Stranger Things. En la primera temporada, por ejemplo, Joyce se comunica con su hijo (que está en el otro mundo) montando una estructura de luces de colores que va creciendo y ocupando toda su casa. La electricidad y el magnetismo establecen así una suerte de código Morse con el que se conecta con el otro lado. En la tercera temporada, en cambio, hay muchas escenas que transcurren en un centro comercial donde hay luces de neón y carteles luminosos alrededor de un techo vidriado por el cual, finalmente, entra el monstruo y se produce la gran lucha final. Pero esa puesta en escena se recorta en la negrura de planos generales en la noche donde el destello de luz resalta por su pequeñez contra una fuerza que no se conoce ni domina.
Es interesante destacar que el abatimiento de los monstruos requiere de estrategias múltiples y combinadas en las que el trabajo entre niños, adolescentes y adultos resulta fundamental. El Demogorgon es el primero que se presenta, previsto en un juego que los niños realizan en el sótano de su casa. Viene de otro mundo y aparece a través de una apertura semejante a una “vulva universal” que jamás se cierra del todo. Antes de irse, se lleva a uno de los niños que luego será rescatado con un pedazo del monstruo dentro de su propio cuerpo. El Desuellamentes, en cambio, tiene la capacidad de asumir la forma de quien devora, lo cual lo vuelve muy peligroso porque realiza acciones de incógnito. Uno y otro, sin embargo, pueden ser vencidos gracias a la luz: será tanto la luz de las linternas, antorchas y lámparas como la de la comprensión y la razón acerca de cómo se comportan y conducen lo que permitirá detectar sus zonas débiles y dominarlos. La conexión mental, telepática, será también una de las claves para enfrentarlos, ya que puede tratarse de que estos monstruos sean la contracara, los dobles emergentes de quienes los enfrentan, como si fueran segmentos de un organismo latente, subterráneo e interconectado.
Regresemos ahora a nuestras propias vidas. Las luces en las autopistas, la tecnología LED, los monitores de plasma y todo ese mundo que enciende, embellece y edita la luminosidad de la ciudad y del cielo, y que es parte de nuestro paisaje, habilitó nuevos horrores. ¿O acaso tener que estar todo el día conectados y productivos, tan consumidos como consumidores, no se parece un poco a ser devorados por esos “monstruos” capaces de infiltrarse en nuestras mentes y nuestros cuerpos a través de la fibra óptica? Iluminar la noche puede significar esclarecer y desmitificar a través de la ciencia lo que antes era magia y pesadillas. Pero al ser corridos de la oscuridad, ¿hacia qué nuevos estratos se fugaron nuestros miedos? Como en Stranger Things, algo del monstruo todavía está en nosotros, vinculándonos, y quizás no pueda ser expulsado con tanta facilidad////PACO
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