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El escritor y periodista Jaime Bayly dice que en sus años mozos era asiduo lector de la revista argentina El Gráfico, y que la revista casi le obligaba a elegir entre ser “bilardista” o “menottista”. Pero, se preguntaba Bayly, ¿por qué estaba obligado a decidirse entre uno y otro? ¿Por qué no podía ser que los dos me gustaran? “Ustedes, en Argentina, lo impelen a uno a decidir entre uno y otro bando, entre Borges o Arlt. ¿Por qué no me pueden gustar los dos?”. Al margen del tono irónico y juguetón del autor de La noche es virgen, también en política, como en toda democracia, debe haber pesos y contrapesos en las instituciones, y claro, eso también se debe dar en los partidos políticos.
En el Perú, hasta quizá los años 1930 y 1940, hubo un sentimiento latinoamericanista despertado por la aparición de La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y su líder fundador, Víctor Raúl Haya de la Torre. Después del viraje a la derecha de Haya de la Torre, que había fundado un partido con una clara tendencia izquierdista antimperialista, los partidos políticos quedaron casi con una tendencia única. Ya no había qué elegir, porque la izquierda se encontraba hondamente dividida entre socialistas, comunistas, marxistas leninistas, trotskistas, socialistas demócratas, y porque no contaban con un líder que calara en el pueblo, y peor aún, esa división no era bien vista por la población. La tendencia única, finalmente, quedó en que todos los líderes miraban o estaban bajo el influjo de la oligarquía. La idea antimperialista de Haya de la Torre quedó solo para el discurso. Muerto José Carlos Mariátegui, autor de un libro de ensayos ya clásico en Latinoamérica (que David Viñas ubica dentro de sus libros de cabecera), y con sus ideas interpretadas al antojo por los izquierdistas dispersos y difusos y cada vez más confundidos, el Perú se vio huérfano de una izquierda moderada y sólida. El APRA quedó entonces como el último bastión para los más desfavorecidos del pueblo. Pero eso terminó, y es más claro ahora, en 2020.
Hasta hace unas semanas, gobernaba el Perú Martín Vizcarra, que había sustituido al presidente renunciante, Pedro Pablo Kuczynski, un economista formado en Princeton. Kuczynski había entrado a la presidencia con un partido político independiente en 2016, aunque renunció en marzo de 2018 por una investigación donde se mostraban cuatro videos con un intento de compra de votos a cambio de que los parlamentarios no apoyaran otro pedido de destitución. El procedimiento había empezado unos meses antes, cuando salieron a la luz documentos sobre pagos por 782.000 dólares para la empresa consultora Westfield Capital de parte de la constructora Odebrecht. Westfield Capital era propiedad de Kuczynski, quien al momento de los pagos era Primer Ministro y Secretario de Economía del expresidente Alejandro Toledo (2001-2006).
Hasta ese momento, a pesar de su edad (ya casi octogenario), Kuczynski representaba la esperanza de una nueva clase política en oposición al fujimorismo corrupto encarnado en la hija del expresidente Alberto Fujimori, Keiko, que se candidateaba con no poco porcentaje del legado populista de su padre. El Fujimori original estaba en prisión por crímenes de lesa humanidad, pero Keiko representaba el arraigo del nombre, por lo que ni corta ni perezosa, fundó el 9 de marzo de 2010 su partido independiente, Fuerza Popular, para limpiar políticamente a Alberto de sus crímenes y conseguir el indulto presidencial. Por su lado, Martín Vizcarra era alguien desconocido, y al ser vicepresidente de Kuczynski, ante su renuncia asumió como nuevo presidente, siguiendo la ley constitucional del Estado peruano. Esto, sin embargo, no gustó a ciertos viejos políticos tradicionales. El nuevo Parlamento, después de las elecciones, se vio lleno de nuevas caras provenientes de partidos políticos “independientes”. Yusuke Murakami, de la Universidad de Kioto, en Japón, explica este fenómeno de los partidos políticos “independientes” como partidos de poca institucionalización. Murakami dice que la institucionalización fue el desafío de los partidos políticos hasta la década de 1980 en Perú, y que los actores políticos cambian según las condiciones estructurales y coyunturales del momento, así como cambia la formación y el carácter de cada actor político. Es más: según Murakami, el Perú nunca alcanzó una “institucionalización” de alto grado, es decir, nunca consiguió las reglas, las normas y los patrones de conducta respecto de la toma de decisiones para llegar a un acuerdo sobre las políticas concretas a tomar en el mediano y el largo plazo entre las fuerzas principales. De manera que los llamados partidos políticos “independientes” serían, más bien, agrupaciones amparadas por la ley de partidos políticos, pero con nula institucionalización. Hoy en día, de hecho, en el Perú hay veintidós partidos políticos.
Lo cierto es que Vizcarra decidió disolver el Parlamento bajo la ley constitucional y las elecciones se llevaron a cabo a comienzos de 2020. Depende del ojo de quien lo mire, por un lado, la población vio con buenos ojos la renovación, mientras que, por la misma razón, los viejos partidos políticos tradicionales estaban con la sangre en el ojo contra Vizcarra. Diez meses después, ese congreso nuevo, mal o bien, pero producto de la decisión de Vizcarra, lo destituyó con la figura legal de “incapacidad moral permanente”. Y el presidente de ese nuevo Parlamento, Manuel Merino, asumió como nuevo presidente de la república. Se produjo casi de inmediato una protesta de los jóvenes con las herramientas que ellos manejan bien: las redes sociales. Luego se produjeron, también, dos muertes tras la represión en las calles. Entonces Merino, el efímero nuevo presidente del Perú, renunció. A raíz de esto, el Congreso se reunió de nuevo y eligió un nuevo presidente del Parlamento para que asuma como nuevo presidente de la República, y resultó elegido Francisco Sagasti. Dos presidentes en una semana y tres presidentes en cuatro años. Lo cual habla mal de las instituciones políticas peruanas.
Este nuevo Parlamento, tal vez por su inexperiencia, cree que existe la figura del impeachment, como en los Estados Unidos. Veamos cómo interpretaron la Constitución para destituir a Vizcarra usando el Artículo 113 de la Constitución Política del Estado peruano, precisamente, el inciso 2, que dice: “Su permanente incapacidad moral o física, declarada por el Congreso”. ¿En el Perú se puede echar a un presidente por “inmoral”, en la acepción de cometer actos contra las buenas costumbres? No. Lo que en realidad hay es una laguna legal. Porque, ¿qué significa “incapacidad moral” en la Constitución peruana? Según los juristas, la palabra proviene del Derecho Canónico y del Derecho francés. Incapacité morale, en contraposición de la incapacidad física, sería la incapacidad intelectual. Es decir, un intelecto insuficiente para gobernar. ¿Ocurría esto con el expresidente Vizcarra? No. Solamente se puede vacar al presidente durante su período por el Artículo 117, que dice: “El Presidente de la República sólo puede ser acusado, durante su período, por traición a la patria; por impedir las elecciones presidenciales, parlamentarias, regionales o municipales; por disolver el Congreso, salvo en los casos previstos en el artículo 134 de la Constitución, y por impedir su reunión o funcionamiento, o los del Jurado Nacional de Elecciones y otros organismos del sistema electoral”.
¿Vizcarra cometió alguno de esos actos? No. Lo que lleva a concluir a los juristas que esto es un golpe de Estado por parte del Congreso de la república, es decir, un golpe de Estado realizado sin botas ni militares. Y muchos creen que esto es producto de una “vendetta” por parte de los viejos políticos borrados del Parlamento durante la presidencia de Vizcarra, viejos políticos que actúan desde las sombras para crear caos y lograr que todo, como siempre, esté más jodido. Pero… ¿cuándo se jodió el Perú?
El escribidor, el charlatán y el yakuza
Zavalita, en Conversación en La Catedral, quizá la más ambiciosa novela de Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, se hace la pregunta más importante: ¿en qué momento se había jodido el Perú? Zavalita, muy probablemente, se preguntaría ahora: ¿se jodió cuando nos quedamos sin partidos políticos? ¿Cuándo empezó esto? Muy probablemente en 1985, cuando nadie imaginaba que Alan García, el efebo del APRA (alto, hercúleo, bien parecido y gran orador, que andaba en traje en el Parlamento y en motocicleta de noche, ¡nuestro Clark Kent de los Andes!), con 35 años, sería elegido presidente bajo los suspiros de nuestras abuelas y madres, y también de nuestros padres y abuelos, que votaron por él porque era el macho alfa que inyectaría sangre joven a la política cuando dejaba la presidencia el arquitecto Fernando Belaunde Terry, quien entregó la presidencia de manera impecable.
Tampoco nadie imaginaba el abismo de la inflación, las colas, el hambre (muy parecido a los tiempos del “corralito” en Argentina) y el posterior escape de García por las acusaciones de corrupción en las compras de los aviones Mirage y las coimas del tren eléctrico que pensaba implementar en Lima y que nunca tuvo siquiera un cable. Asimismo, ¿podría entenderse el fenómeno de Alberto Kenya Fujimori (aquí aparecen letras japonesas y una voz en off, como en los ánimes, que dice: “¡Hijo de un japonés que se fue a trabajar en las tierras sudamericanas de Perú con anuencia del emperador!) y su victoria sobre Mario Vargas Llosa en las elecciones presidenciales de 1990 sin el apoyo de Alan García desde el APRA? Como diría David Foster Wallace: dense un almuerzo en Google acerca de ello. Alan García y su partido inventaron a Alberto Fujimori por la gran animadversión al exitoso escritor que regresaba de Europa (es cierto que con la nariz respingada, discutiendo de tú a tú con Günter Grass y con algunos líderes políticos en Europa) a tratar de componer lo que el gobierno aprista había jodido.
Ahora solo hay partidos políticos nuevos, de esos que aparecen y vuelven a desaparecer según la coyuntura. Y como escribe el politólogo peruano Alberto Vergara en su columna en The New York Times: “El sistema político peruano en los últimos años ha funcionado como una tómbola corrupta. El negocio es así: en tiempos de campaña los dueños de inscripciones electorales (hiperbólicamente llamadas “partidos”) reciben aportes y subastan los puestos en sus listas para el Congreso. A más dinero, más encumbrada tu candidatura”. Todo este contexto se vive en medio de expresidentes como Alberto Fujimori, Ollanta Humala y Alejandro Toledo encarcelados, mientras que Pedro Pablo Kuczynski permanece en arresto domiciliario. Mención aparte merece el caso Fujimori, condenado por delitos de lesa humanidad. Alan García, en cambio, se suicidó antes de ser detenido por la policía.
Por otro lado, Vizcarra, el presidente peruano vacado, no era de una gran formación política. De hecho, él también es producto de esa nueva camada de políticos que “invierten” y, de acuerdo con eso, suben las posibilidades de llegar lejos. Vizcarra apostó por el subastador martillero Kuczynski en las elecciones de 2016 y, por esas cosas del destino, se encontró con la presidencia de la República. Es de esos nuevos políticos que creen que las leyes y la constitución política del Estado son tramposas. Zavalita se preguntaría, ¿dónde están esos jodidos partidos políticos? Para responder, nada mejor que un poco de historia rápida.
Los tres tristes tigres
I
La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) fue fundada por Víctor Raúl Haya de la Torre en 1924 en México y posteriormente en Perú en 1930, con un sentido antimperialista y americanista. Haya de la Torre fue protagonista de un caso internacional que lleva su nombre sobre el derecho al asilo político, y aunque su partido fue fundado claramente como un partido de izquierda, por distintas circunstancias, incluso en los tiempos de Haya de la Torre, viraron a un sesgo de derecha. No en vano Alan García, el “delfín” de Haya de la Torre, en su segundo mandato presidencial, llamó “ciudadanos de segunda clase” a los indígenas de la selva. El APRA llegó dos veces a la presidencia de la República: en 1985 y en 2006, las dos ocasiones con Alan García. Durante el segundo periodo, debido a que el Perú ya estaba bien encaminado en lo económico, García debía nada más que dejar el avión de la economía en piloto automático. Pero el mandato resultó manchado por la matanza en la selva peruana de Bagua, donde la población se había levantado en protesta por las concesiones de terrenos a empresas norteamericanas. Fue en ese contexto que García dijo su malhadada frase.
Otra cosa nada menor fue que destruyó colegios nacionales de gran envergadura, llamados en Perú “grandes unidades”, que eran de arquitectura al estilo inglés, que García mandó a demoler para construir nuevos colegios, llamados “emblemáticos”, pero que arquitectónicamente parecen cárceles. “Conviene precisar lo que sucedió a fines del gobierno de García, cuando se dedicó a una serie de inauguraciones, entre las cuales destacó el Metro de Lima el 11 de julio, la remodelación del Estadio Nacional, varios grandes colegios renovados y también el Cristo del Pacífico”, escribe el profesor de la Universidad de Texas Francisco Durand en su libro Odebrecht, La empresa que capturaba gobiernos. García pretendió asilarse en la embajada de Uruguay, pero no se lo permitieron. Luego pasó al arresto domiciliario para evitar su huida del país y ser procesado, pero antes de que se conocieran las pruebas se suicidó. Quizá una de las frases más famosas de Alan García, desde su juventud, era “el que no la debe no la teme”. Y previo a su suicidio, temió mucho. «Soy el hombre más investigado del Perú en los últimos 30 años». Hay unos chats, que salieron a la luz después de su muerte, en la que la pareja de Alan García, Roxanne Chesman, le pide a Jorge Barata, representante de Odebrecht en Perú, que limpie el nombre de Alan García. Aún así, tras su muerte, Barata declaró que hizo pagos a Luis Nava Guibert (nexo de García) y, a su vez, Nava declaró que hizo las entregas de ese dinero a Alan García en “loncheras”. Si creía en su frase, “el que no la debe no la teme”, García debió someterse al proceso judicial como los otros presidentes, y no solo del Perú, sino como los demás presidentes de Latinoamérica involucrados en la misma historia. Compararlo con Lula y los Kirchner es demasiado por una sencilla razón: Lula y los Kirchner, por corrección política, no llamarían a los indígenas “ciudadanos de segunda clase”. Y aunque es cierto que la muerte mejora y hace más buenas a las personas, la desventaja que tenemos es que con el internet se puede acceder a todo tipo de material. Y lo que García dijo está ahí.
II
El Partido Popular Cristiano (PPC) fue fundado en 1966 y su líder es Luis Bedoya Reyes, “El Tucán”. El partido se fundó en contraposición a las ideas socialistas de los partidos de izquierda, lo cual lo ubica en la centroderecha. El PPC nunca llegó a la presidencia, aunque Luis Bedoya fue candidato en 1980 y 1985. Lourdes Flores Nano, la sucesora natural del “Tucán”, lo intentó en 1985, 2001 y 2006 sin éxito. Bedoya, por otro lado, llegó a ser alcalde de Lima. El PPC nunca terminó de convencer a la población peruana con su líder “el Tucán”, y mucho menos con Flores Nano que fue interceptada telefónicamente y dijo su famosa frase “pueden meterse la alcaldía al poto”. Ante esta destitución del expresidente Vizcarra el PPC al no contar con representación en el parlamento actual, no se conoce una postura oficial. Algunos “expepecistas”, como Rafael Rey y sus allegados, son bastante conservadores y llaman a mansalva, a cualquiera que no piense igual que él o ellos, son tildados de terroristas. Un sector de la prensa los llama la derecha bruta y “achorada” (gorilas).
III
Acción Popular (AP) fue fundado por el arquitecto Fernando Belaunde Terry en 1956. Es un partido democrático liberal que llegó a la presidencia en tres ocasiones: dos veces con Belaunde Terry, en 1963 y 1980, y durante un periodo breve entre 2000 y 2001 con Valentín Paniagua. Este último es importante, pues fue un presidente que tomó las riendas del país en un momento álgido, después de que Fujimori renunciara por fax desde el extranjero. Fujimori cayó cuando se difundió un video que mostraba el pago de sobornos a un congresista por parte del asesor del presidente, Vladimiro Montesinos, para que se uniera al partido político del presidente y engrosara el número de senadores “oficialistas” en el Congreso. Fue Paniagua quien llevó la transición de una manera ejemplar teniendo como Primer Ministro a Javier Pérez de Cuellar, exsecretario General de las Naciones Unidas. También inició los trámites para “La comisión de la verdad y reconciliación” sobre la violencia política en el Perú. Belaunde, en su primer gobierno, había sufrido un golpe de Estado perpetrado por el general Juan Velasco Alvarado luego de favorecer a una petrolera canadiense. Por lo demás, Belaunde siempre fue un demócrata, como Valentín Paniagua.
Hay una anécdota no exenta de leyenda sobre Belaunde Terry. En la ciudad de Cusco, capital del imperio de los Incas, mientras daba su discurso político, fue impactado en la boca por una piedra lanzada, con gran precisión, desde el público. Hubo un silencio, y mientras el líder atinaba a limpiarse la sangre que manaba de su herida dijo: “¿Qué es esta sangre comparada con la que derramó Túpac Amaru en esta misma Plaza? ¡Yo soy tu sangre, yo soy tu pecho, vamos adelante!”, y así se ganó al siempre difícil pueblo cuzqueño. Y claro que ganó la elección presidencial (¡oh, también hacía poesía!). Podríamos mencionar a Izquierda Unida, que fue una coalición de los partidos izquierdistas, pero nunca terminaron de cuajar ni siquiera como partido político. En sentido estricto, los tres partidos arriba mencionados son los que más o menos han funcionado, pero hoy pasan por una severa crisis. Zavalita diría: “¡También jodidos!”
Los años maravillosos
¿Eran mejores los anteriores políticos de viejo cuño que pertenecían a los partidos tradicionales? Se podría decir que sí. Basta hablar de Haya de la Torre: intelectual, culto, buen orador y de vocación democrática, y lo mismo se puede decir de Luis Bedoya, y claro, de Belaunde Terry, un caballero a carta cabal. Sus seguidores, senadores y diputados estaban al ritmo de estos grandes líderes. Bien formados, muchos de ellos daban cátedra en sus respectivos curules de congresista. Pero se envanecieron y se enseñorearon, y nunca se modernizaron, lo cual abrió el paso a esta nueva camada de partidos políticos “apostadores”. Los nuevos replicarían: ¿pero eso mismo que nosotros hacemos ahora no lo hacían los políticos antiguos? Esa pregunta cínica se contesta de esta manera: parcialmente. Porque los antiguos políticos eran apostadores, desde ya, pero tenían cuna doctrinaria y política partidaria. Sin contar que muchos eran profesores de Derecho en las más prestigiosas universidades de Lima. Entonces, ¿cómo se explica el origen de los nuevos apostadores políticos de ahora?
Ahí entra Alan García, ese superhéroe de antaño que hizo aullar a nuestras madres y abuelas cuando daba sus discursos y encandilaba también a nuestros abuelos y padres porque era el encapotado macho y poderoso. Su juventud e ímpetu (fue congresista a los 25 años y presidente del Perú a los 35) le hizo cometer los grandes errores que cometió. No era un intelectual ni lo necesitaba: era buen orador, aunque de economía no entendía nada. Eso resulta claro si hacemos el balance de sus gobiernos (según cifras del Banco Central de Reserva del Perú, la inflación durante su primer gobierno llegó al 2.178.482%. Para poner un ejemplo claro: el mismo pedazo de pan que costaba 20 centavos de un sol en 1985, costaba 1700 soles (“intis” en esos años) en 1990. Lo demás ni siquiera hay que imaginarlo). Con la llegada de Vargas Llosa en 1990, García visualizó que el APRA moriría a manos de un escritor respetado a nivel mundial y escribiría una historia distinta para el Perú, pues prometía convertir al país en “la Suiza de Sudamérica”. García decidió evitar esa afrenta e inventar a Alberto Fujimori, un exrector de la Universidad Agraria de Lima. Y cambió la historia. Vargas Llosa fue humillado por un hijo de padre japonés que llegó desde el país del Sol Naciente como empleado de agricultura para los estancieros, aunque ya se sabe que el que cría cuervos… En tal caso, pronto fue Fujimori quien persiguió a García cuando el samurái, ya convertido en yakuza, adquirió sus propios superpoderes y no necesitaba más a su creador. Alan voló por los techos del centro de Lima, balacera de por medio, y se fugó del país. Vivió mucho tiempo en Francia y en 2006 volvió al Perú para convertirse en presidente otra vez. Esa nueva generación de votantes ya no recordaba la hiperinflación, el hambre, las colas, los apagones, los bancos estatizados, y ni siquiera sabían de Haya de la Torre. Cercano al venezolano Hugo Chávez Frías, Ollanta Humala tampoco resultó el candidato más seductor, de manera que el pueblo también votó a Alan García tapándose las narices.
Pero Alan García no tuvo la culpa de su fracaso. La culpa la tuvo su partido político, que le permitió cometer tantos errores. Muerto su líder, Haya de la Torre, el superhéroe abusó de sus superpoderes y sin el anciano sabio careció de control. El descontrol y la aparición de Fujimori fueron el punto de partida para una nueva clase política: una camada de políticos sin casta. ¿Ahí se había jodido otra vez el Perú? En los años ochenta, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, estaba en una calle bohemia de Lima, trajeado cual CEO de una corporación privada transnacional, cuando vio a un excorreligionario que se atrevió a dejar su partido para convertirse en poeta. “¡Qué desgracia!”, pensó Haya de la Torre. Por su parte, el poeta, jodido y con el traje arrugado, estaba sentado con el codo apoyado en la mesa y el trago en la mano (y ya sabía que Haya de la Torre no era más líder de un partido de izquierda ni antiimperialista, sino que servía a las grandes corporaciones). Haya de la Torre, con voz de líder, le espetó con asco:
-¡Oiga, usted fue Aprista!
El poeta pensó un momento y le devolvió la flor:
-¡Usted también!/////PACO
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