I
-¿Alguna vez tuviste miedo de perder el control?
-¿Cómo? No entiendo…
-De golpe, sin pensar, hacer algo que en realidad no harías por nada del mundo. Transformarte, actuar como un loco.
Hace unos meses decidí comprarme un par de rollers. MercadoLibre y fui a buscarlos a su hogar natal, el punto de partida de mi nueva faceta de deportista amateur. Me gustó la caja gigante en que me los dieron y su halo de misterio que me hacía sentir medio capa por mi proyecto cero kilómetro. Desde ese día, los usé sólo dos veces. La primera, sin salir de mi depto.
El problema es que no sé frenar.
No sé frenar. Cuando patino -en tiempo presente ilusorio- mi estrategia para detenerme es empezar a reducir la velocidad hasta que mis pies paran solos. Sería más lógico ir al Rosedal a pedirle una lección express a algún patinador de por ahí y, de paso, quién dice, cañazo. O llevar a la práctica las videoclases de Youtube que ya sé de memoria, aunque eso implique el riesgo de aterrizar en el suelo y pasar vergüenza delante de un par de desconocidos.
Frenar. Acto de detener la marcha de una máquina.
II
Trabajar sin parar y a cualquier hora; empezar a pensar en tareas pendientes ni bien bajo la pantalla de la compu y decido dormir; hacer tres salidas distintas la misma noche y llegar a las cuatro de la mañana a la casa de unos amigos que están tomando whisky desde las once. Ocio y trabajo se mezclan en el altivo mundo de los after, en una vorágine de después y después del después del después. Ilusión citadina del infinito punto multicolor, despilfarro de uno mismo, ansias de omipresencia, seductor after office y iceberg after hour. La sucesión de gente y música y eventos y ruido es un juego de palitos chinos que se desmoronan cuando se hace patente que no existe el after life.
Frenar. Acto de detener la marcha de una máquina.
Lo peor de todo es que con mi método de frenado subordino mi acción a la decisión de un mecanismo inerte que me transforma en una patinadora autómata: no soy yo sino los patines quienes deciden cuándo y cómo parar. Me dijeron que el aprendizaje se logra después de unos cuantos tropezones que sí son caídas pero que valen la pena y que satisfacción garantizada o le devolvemos su tropezón. Seguramente el conocimiento empírico pueda guiarme hacia la pavloviana fórmula del éxito: persevera y frenarás. Pero lo cierto es que concibo el andar desenfrenado como una característica inherente a mi persona y férreamente incorregible. Así que, fan de las paradojas, opto por, mejor, no andar.
-¿Pero como un loco desatado?
-Sí.
III
No es la primera vez que pienso que mi vida transcurre en un movimiento pendular entre el freno y el desenfreno. Sobreadaptada al mundo del sin parar, cada tanto me doy cuenta del ritmo que otra vez adquirí por inercia y, urgente, llevo a la práctica mi solución de bolsillo: me encierro en casa por unos días y no me llames ni para tomar mate.
Frenos. Aparatos de ortodoncia que detienen el descarrío de los dientes más fiesteros.
Me acuerdo de un episodio de Los Simpsons, “La última salida a Springfield”, en que un odontólogo dictamina la pena de frenos dentales para Lisa y ella asume apesadumbrada “Oh, no, seré impopular socialmente. Todavía más”. Para defender su diagnóstico, el médico expone unas muy didácticas imágenes que muestran el desarrollo bucal de la niña en caso de no seguir sus indicaciones: en el futuro, la cara de Lisa estaría deformada y atravesada por dientes bestiales. Ante dicha posibilidad, Bart se entusiasma: “¡Qué bien! ¡Va a ser un monstruo!”. Se mueve como un as de espadas el dilema al que se ven enfrentados los personajes: tanto el control como el descontrol excesivos implican, cuando no el rechazo ajeno, ciertas dificultades para desenvolverse en sociedad. No es casual que Homero, el personaje más irreflexivo de todos, permanezca inmutable y descanse en el ya resuelto aspecto económico: “No importa, me gané un plan dental.” Bien por él. Pero es claro que si todos nuestros problemas se enraizaran solamente en el dinero, prescindiríamos de los accidentes de tránsito, los infartos, los agarrarse a trompadas, las parejas atormentadamente cansadas, la gastritis, la anorexia, las contracturas, los caraduras, la bulimia y tantos otros etcéteras ocasionados por no “parar el carro” a tiempo.
IV
Eso sí, tenemos muy claro cómo disimular nuestras emociones. Quizás para compensar el frenesí fáctico, nos hicimos expertos en mantener la compostura y en retener los sentimientos, que tan desvalorizados están en este acrílico reino del revés.
-Sí. El otro día estaba en el cumpleaños de mi novia, lleno de personas caretas, y se me vino a la mente la idea de interrumpir la reunión revoleando una cerveza en medio del living. Sólo para ver qué hubiera pasado.
-¿Y qué hubiera pasado?
Miedo y Conformismo parecieran ser la única pareja con perspectivas futuras, medias naranjas que se casan y viven juntas para siempre. En cambio, nosotros, súbditos de la abstracción, hacemos de cuenta que somos libres, pero no sabemos decidir. Oscilando entre el descarrío y la parálisis, nos rodeamos de silencios, inhibiciones, delgadez, locuras, constipaciones, gorduras, impostaciones, amarguras que dificultan el tan difícil avanzar. Y, frenéticamente inmovilizado, mi andar se colma de fantasmas y brujas que, como los rollers, están ahí para recordarme que yo tampoco sé frenar ////PACO