Cuando se tomaron las primeras medidas de aislamiento social, en el campo de la salud mental y en los medios de comunicación emergió un interés marcado por la información y la formación de las llamadas “psicología de desastres” o “intervenciones en catástrofes”. Los nombres de algunos especialistas en la materia cobraron notoriedad por los acontecimientos previos en los que intervinieron: las inundaciones en Santa Fe y La Plata, el terremoto en Chile, el huracán Katrina en los Estados Unidos, el choque de trenes en Once, el incendio de Cromagnon, el atentado a la AMIA, la guerra de Malvinas. A partir de estos ejemplos, es posible armar una serie de catástrofes naturales, accidentes por negligencia humana, atentados y guerras como cuatro casos paradigmáticos de experiencias que suelen ser definidas, en el sentido común y en algunos ámbitos del mundo “psi”, como catástrofes, desastres o traumas. ¿Pero la emergencia del Covid-19 es análoga a una catástrofe natural o a un accidente por negligencia humana? ¿O es comparable con un atentado o una guerra?
Este último término, de hecho, es utilizado como metáfora con bastante frecuencia. Apareció en boca de una enfermera del Hospital Pirovano cuando hizo un reclamo por insumos básicos de protección en los hospitales porteños: “Nos están mandando a una guerra sin armas”. Apareció también en la referencia constante a los médicos y a otros miembros del personal de salud como “héroes” y a su ámbito de trabajo como la “trinchera” de una lucha contra un “enemigo invisible”, que avanza y va dejando muertos a su paso. No pretendo sopesar el valor y la pertinencia de los saberes y las prácticas “psi” vinculadas con las situaciones de “desastres”, y mucho menos me interesa criticar a los especialistas en esas áreas que han tenido mucho trabajo de campo con los afectados por esas experiencias. Tampoco me propongo censurar el uso de las metáforas naturales o bélicas para dar cuenta del avance de una pandemia. Pero sí me interesa pensar los efectos en la comunidad y, en particular, en los trabajadores de la salud. ¿Qué significa “la experiencia Covid-19” en torno a determinados significantes como “desastre”, “catástrofe” o “guerra”?
El mundo que habitamos y que solemos llamar “realidad” se construye a partir de un conjunto de representaciones (más o menos) compartidas, que se ordenan en torno a la prevalencia de determinados significantes. Esos significantes comandan y ordenan (en el doble sentido de establecer un orden, una dirección y de determinar, obligar) la trama desde donde abordamos la experiencia y, de esa forma, determinan los límites de lo vivible y lo significable. Al igual que en el teatro, lo que cada uno puede pensar y vivir, el lugar que ocupa, la posibilidad de hacer lazo y la forma en que éste se sostiene, aparecen delineados en un texto que construye el marco de la escena en la que se está incluido. Obviamente, esa trama no dicta cada una de nuestras acciones, pero sí acota el campo de las posibilidades al interior de la escena con la cual abordamos el mundo. Por otro lado, lo que queda excluido de ésta constituye el terreno de lo imposible, de lo impensable.
Ahora bien, si la experiencia que nos toca atravesar en el marco de la pandemia es abordada desde una trama sesgada en torno a la “catástrofe” o la “guerra”, es factible que rápidamente imaginemos y naturalicemos el desastre por venir. Al mismo tiempo, es probable que, sobre todo los profesionales de salud, quedemos identificados con la figura del “héroe”, que arriesga su vida al enfrentar a las fuerzas de la naturaleza o al enemigo, o con la figura de la “víctima”, que queda paralizada por el miedo y que nada puede hacer frente a una violencia exterior y ajena que se le impone. Pero existe una tercera opción prevalente de identificación, que es la figura del “desertor”. Es decir, el personaje que huye de las obligaciones, ya sea por temor o por privilegiar sus intereses particulares en desmedro de los colectivos. Estos son los lugares que se nos invita a ocupar como trabajadores de la salud cuando la trama con la que abordamos la situación del Covid-19 se ordena por el significante “guerra”, o también por la idea de “catástrofe” o de “desastre”.
Los medios de comunicación y las autoridades sanitarias nos convocan a ser “héroes”, transformando una situación de trabajo en una escena en donde arriesgamos la vida. Así, nuestros reclamos de cuidados mínimos, nuestros intentos de organización por equipos que rotan (para evitar la presencia simultánea de todos frente a un eventual contagio) y nuestras exigencias de elementos de protección corren el riesgo de ser leídos como intentos de evasión de nuestras responsabilidades. Cuando las autoridades controlan nuestra asistencia, cuando nos envían a lugares de posible contagio, cuando no construyen grupos de trabajo e impiden que nos organicemos siguiendo nuestros propios criterios, parecen tomarnos como potenciales “desertores”. Y cuando nos sentimos culpables por no cumplir con nuestras funciones habituales y aceptamos trabajar en cualquier condición, también parecemos oscilar entre el lugar del “héroe” o el del “desertor”.
Es por esto que resulta necesario pensar otras formar de abordar la “experiencia Covid-19”. Por ejemplo, ¿qué tal un abordaje que nos permita acercarnos a esta situación nueva y compleja desde una trama que signifique lo que estamos viviendo como un problema de salud o como una ocasión generadora de malestar? En los años en que estudié las transformaciones históricas de los saberes y las prácticas sobre el trauma, intenté plantear que no existe una única noción de “trauma” sino múltiples, que conducen a diferentes problemas, figuras y usos vinculados con cada una de ellas. Sin embargo, también procuré distinguir un rasgo que se mantendría constante en las diversas nociones de trauma que se desprenden de los textos del fundador del psicoanálisis. Para Freud, el “trauma” es una noción que no puede definirse en términos absolutos sino, únicamente, en términos relativos. Ningún “hecho” sería traumático en sí mismo (aun cuando algunas situaciones fueran potencialmente más traumatizantes que otras) ni ninguna persona (o colectivo humano) estaría especialmente predispuesta, “condenada”, a vivir como traumáticas ciertas experiencias porque todo trauma dependería siempre de una relación. En otras palabras, una experiencia se convertiría en un trauma sólo cuando se establezca una relación de incompatibilidad, o incluso, de imposibilidad entre un elemento de la situación y la trama desde la cual se la aborda.
En “Más allá del principio del placer”, Freud recurrió a una metáfora biológica para situar en el psiquismo unas “pantallas” que nos defenderían de estímulos que podrían resultar excesivos y destacó la diferencia entre la preparación frente a un peligro y la ausencia de ella (que conduciría a la parálisis y el terror). Entonces, llamó “traumáticas a las excitaciones externas que poseen fuerza suficiente para perforar la protección antiestímulo -y provocar- una perturbación enorme en la economía energética del organismo”. Si habitamos el mundo a partir de una trama de representaciones que nos permite abordar y tramitar la experiencia, el trauma coincidiría con el instante de discontinuidad de la articulación simbólica. El trauma produce un agujero en nuestra trama habitual, por donde emerge disruptivo un exceso que no termina de ser ligado a ese tejido.
Creo que muchas de estas referencias podrían utilizarse para pensar la experiencia que estamos atravesando. La declaración del aislamiento social preventivo y obligatorio frente a los primeros casos intentó achatar la curva de contagio para dar tiempo al sistema de salud y a la sociedad en su conjunto para prepararse mejor para la llegada de la pandemia. Pero el aislamiento, por sí mismo, no alcanza para enfrentar la situación si no se atienden a una serie de cuestiones vinculadas con él. En primer lugar, el valor del aislamiento depende también de la trama de significantes en la que queda incluido. En algunos sectores pareció quedar asociado con representaciones ordenadas en torno al “control” y la “vigilancia”, en cuyo marco se generaron dos tipos de situaciones, diferentes pero vinculadas. Por un lado, la denuncia y la persecución a quienes incumplían la cuarentena, que no sólo fue llevada adelante por las fuerzas de seguridad del Estado (lo cual es legítimo y necesario) sino por los medios de comunicación e, incluso, por miembros de la sociedad civil. Volvimos a presenciar entonces la figura del “buen vecino y ciudadano”, que no sería otro aquel que denuncia a sus pares, que señala a la pareja que va de la mano por la calle o le grita al chico que cartonea a pesar de la cuarentena, “vecino y ciudadano” que cuando se junta con otros se cree capaz de llegar al linchamiento del transgresor. En estos casos, el aislamiento apareció vinculado a nuevo brote de actitudes micro-fascistas, donde el lazo social no se rompe pero se sostiene en la conformación de una masa homogénea congregada en torno a la segregación del semejante portador de pequeñas diferencias. Por otro lado, el aislamiento asociado a la “vigilancia” también puede tomar la forma de un conjunto de consejos (“tips”) de actividades para atravesar la cuarentena. No cuestiono la aparición de sugerencias que, en muchos casos, le ofrecen a mucha gente nuevas posibilidades que hasta entonces les resultaban impensables. Lo que cuestiono son las iniciativas que toman la forma de pedagogía moral, de coaching de lo cotidiano, hasta constituir una trama donde las supuestas ofertas revelan su verdadero carácter de demandas o, incluso, de imperativos de productividad y de consumo. Si no estamos a la altura de esos ideales, si no cumplimos con sus exigencias, si no podemos seguir trabajando desde casa mientras cocinamos nuevos platos, jugamos con los chicos, hacemos gimnasia y compramos por internet, probablemente suframos ese afecto depresivo y opresivo de quien no está a la altura de las circunstancias.
El aislamiento social preventivo y obligatorio no alcanza para abordar la emergencia del Covid-19 cuando genera rupturas de los lazos (en el doble sentido de articulación simbólica y de vínculo social). Para que el aislamiento no devenga equivalente al desamparo, es preciso mantener algún tipo de contacto con otros (familiares, amigos, vecinos, etc.), aun cuando este contacto no se sostenga en la presencia simultánea en un mismo lugar. Pero, más allá de estos vínculos sostenidos por “medios virtuales”, también se precisa tener a mano algún otro (que, en este caso, convendría escribir Otro) capaz de alojar y sostener frente a la emergencia de lo eventual e imprevisto. Un Otro capaz de brindar los recursos (materiales y simbólicos) para abordar la experiencia, para historizarla y pensarla y para articular acciones que permitan tramitarla, en el mismo momento en que los recursos con los que contaba demuestran su insuficiencia. Como diría Winnicott, sólo se puede soportar estar solo o aislado si se tiene la experiencia de contar con otro (Otro). De lo contrario, únicamente queda lugar para el desamparo.
Me parece que estas ideas permiten introducir una función específica para los profesionales “psi” en el marco de la pandemia. Me refiero a la función de quien ayuda a la construcción de lazos y de tramas que permitan abordar y tramitar la “experiencia del Covid-19”. No se trata de exigirnos la tarea (imposible) de evitar el malestar; al contrario, podríamos pensar nuestra función como una oferta de alojamiento del malestar para evitar que llegue al desamparo, al trauma. Ahora bien, para que las intervenciones necesarias para lograrlo permitan construir una distinción entre una situación difícil pero abordable y una experiencia traumática, no basta solamente con reforzar los lazos de representaciones y de personas. Se precisa también que se transforme la trama desde donde se encaran las distintas aristas de esta situación compleja, de un modo tal que la emergencia de lo nuevo no termine siendo imposible de tramitar. Quizás podamos pensar un abordaje que no quede ordenado en torno a los significantes “guerra” o “desastre”, sino al significante “cuidado”. No el “¡CUIDADO!” que nos pone alerta en la misma proporción que puede alimentar el temor y la parálisis. Tampoco el “cuidadito” de la actitud vigilante y ortopédica sobre lo que hay que hacer y pensar. Sino el “cuidado” de quien se ofrece como sostén para que cada uno pueda habitar una escena, más o menos angustiante, pero vivible////PACO
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