“La risa de verdad implicaba un esfuerzo psíquico y hasta físico,
por lo tanto nos limitamos a decirlo, no a hacerlo. Era una convención”.
Cómo me reí, César Aira

 

Desde la expropiación del tiempo vital y el reemplazo por su medición mecánica, el proceso civilizatorio se avocó a formalizar el cuerpo. No es que fuera un plan consciente, o una misión de un Megamente para formatear a la humanidad, sino más bien las piezas se ensamblaron en este sentido que terminó naturalizándose y para el que hubo que inventar un cuerpo determinado, expropiarle hábitos, crearle los gestos correctos y catalogar aquellos más socialmente aptos. La risa es la última fibra de conquista en la historia de nuestro comportamiento donde lo espontáneo es una hilacha difícil de ocultar pero pronta a desaparecer. Ya lo decia Marcel Schwob: “Cuando la risa haya desaparecido, se encontrará una representación completa de ella en las obras de George Courteline”. Según afirman algunos teóricos, cuando se incendió la biblioteca de Alejandría se quemó el único ejemplar del libro que Aristóteles habría escrito sobre la risa. La risa, para él, sería el signo más propio del ser humano; aquella que lo hace sentir superior a ninguna otra especie animal incapaz de conocer esa sensación de felicidad que embarga al hombre cuando ríe. La risa también fue, durante años y años, el signo del mal, de la lujuria y de lo pecaminoso; ya desde la Edad Media, cuando el pollo se mordisqueaba desaforadamente y con la mano, era considerada un peligro, motivo por el cual su desbande se le permitía al pueblo una vez al año. La fecha de carnaval era sólo una, y luego se volvía a la rutina de las desigualdades y el deber.

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Cuando se incendió la biblioteca de Alejandría se quemó el único ejemplar del libro que Aristóteles habría escrito sobre la risa.

Hagamos una contracción histórica para dimensionar aquello que hoy hacemos naturalmente; aquello que no nos sorprende y que forma parte del habitus cotidiano. Alrededor del siglo XVI, empezó a usarse el tenedor por lo que hoy podría considerarse un snobismo. Snobismo que se engordó hasta la actualidad, como oposición al anticarvernicolismo, y que implementó una serie de normas al estilo europeo o estilo americano para usar una hilera de utensilios en una sola comida. De izquierda a derecha, o de arriba hacia abajo, la mediatización entre el cuerpo y el alimento; el cuerpo y el sexo; y el cuerpo y cualquier necesidad básica, se entiende y extiende aun cuando abarca zonas impensadas. “¡Alegría, mierda!”, dice  Dady Brieva mientras fuerza la risa (asociada a la felicidad aunque podría hacerse un apartado para debatirlo) como objeto central de la campaña política, y también como síntesis de una de las metas más ambiciosas de este gobierno: “Por ley seremos todos felices”, dice un presidente que en los cinco meses que lleva de gestión, ha sido blanco de posteos en los que nunca se puede afirmar si realmente dijo lo que dice, o es el resultado de la ensañada edición de algún creativo.

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“Por ley seremos todos felices”, dice un presidente que ha sido blanco de posteos en los que nunca se puede afirmar si realmente dijo lo que dice o si es el resultado de edición de algún creativo.

Podríamos pensar que sólo la naturalización de lo absurdo permite la solemnidad de un Estado que promociona un «taller de entusiasmo» para superar el melodrama; una especie de risoterapia para formar funcionarios en esta ardua tarea de contagiar positivismo. No hay dudas que los estudios de Massachussets interesan a este gobierno, y es por eso que se hacen eco de las publicidades más efectivas, todas ellas compitiendo por el merchandising de la alegría: Coca-Cola, «Fábrica de felicidad»; Beldent, «Contagiémonos de esta gente que ríe a carcajadas»; Falabella, «Sonríe. Disfrutá más con tu CMR»; Farmacity, «Dejá la risa al alcance de los niños», por solo nombrar algunas. En este sentido, podríamos preguntarnos: ¿por qué el discurso político es efectivo cuando se mimetiza con el discurso publicitario? ¿Es que sólo una mente del espectáculo puede tener éxito implementando reidores a sueldo? ¿Por qué no nos sorprende la existencia de estos relojeros de la gracia (que además hacen huelga por mejorar su estatuto laboral), y nos parece objeto de burla que nos inciten a la felicidad, como política estatal? La promoción de la risa-objeto se utiliza intercaladamente para vender maquillajes, gaseosas, chicles, y candidatos, programas de gobierno, o cámaras de fotos que se encargan de capturar el momento santificado. Y el mercado de consumo goza de la omnipotencia de aquel que domina la espontaneidad, y hace de la obligación de reír el momento excepcional en que un gobierno neoliberal podría contemplar la posibilidad de un Estado presente; un Estado que avance sobre la reglamentación del gesto y la profesionalización que excede a los reidores a sueldo, y que dispara papel picado para marcar el ritmo de la insatisfacción///////PACO