Es un secreto a voces que, desde hace varios años y en todo el mundo, los movimientos de la izquierda post-globalización, las juventudes militantes, los defensores de la justicia social y los partidarios de un Estado protector tuvieron que incorporar el libre mercado a sus cálculos de justicia. También parece ser otra verdad que el avance de la historia, y sobre todo ciertos hechos políticos, como si se tratara de una transformación química, producen cambios en el tejido mental y social que no son reversibles por la mera instauración de medidas que podrían ser leídas como una transformación física del mundo social. La trasnacionalización del capital, su infiltración en las estructuras del Estado, la certeza de que esas formas del capital se insuflan desde adentro de esas mismas estructuras –y no llegan tentacularmente desde afuera–, el reconocimiento de que también dirigentes del campo nacional y popular sugirieron y participaron de modos de permeabilidad de las peores formas del capital financiero, todo eso produce una desorientación evidente en las juventudes militantes, que oscilan entre echarle la culpa a la tecnología (el capitalismo de plataformas), autoculpabilizarse (valerse de las mismas herramientas que esas formas del capitalismo instaura, incluso convirtiéndose en productos validados en redes) o clamar por la necesidad de un cambio, de una nueva dirigencia o de una voz que no aparece. En ese marco, Argentina está siendo particularmente prolífica en producir formas de nostalgia por el peronismo de casi cualquier hora, pero sobre todo de la primera.
Entre esas formas de tematización se pueden mencionar algunas que llevan como mínimo una década y media de existencia: la aparición de merchandising peronista, de lugares de esparcimiento que nominalmente refieren al peronismo (bares, restaurantes), la presencia del estilo gráfico peronista de los años cuarenta en diversas estéticas visuales (el diseño de afiches), la aparición de la figura de Juan Domingo Perón y Eva en efemérides múltiples, sumado todo esto a la idealización del mundo peronista como un modo político solidario pleno. No es el momento ahora de evaluar cómo y de qué manera la política económica del peronismo intentó acoplarse o paliar los movimientos mundiales del capital y las tensiones y simpatías geopolíticas que se fueron encadenando y rompiendo en esos mismos movimientos. Baste decir que lo hizo con mayor o menor fortuna dentro del período 1945-1955, y que este texto no busca emitir un juicio sobre si lo hizo bien o mal. En el ya clásico Los imaginarios sociales, Bronislaw Baczko observaba que el impacto de los imaginarios políticos radicaba en su capacidad de hacer operar lo ilusorio como factor ideológico real gracias a los medios disponibles para su difusión. Por ende, si los medios de comunicación contemporáneos (los viejos medios discursivos y los nuevos como el streaming) son transparentes a los modos de añoranza, son al mismo tiempo opacos respecto de las formas ideológicas que estructuran esos pases de sentido. Finalmente, el fenómeno que a veces burlonamente se menciona como “peronismo cool” parece ir algo más allá del oportunismo de la hora. ¿Se puede asimilar esta nostalgia a la añoranza de un modelo político concreto? ¿O debemos sospechar que se trata de la nostalgia por un modelo utópico-político más allá de su realización, y más lícito que otros modelo utópico-políticos que Argentina ofreció en el siglo XX?
Tal vez sea de alguna utilidad evaluar un proceso análogo que permitió en la década pasada a ciertas clases medias occidentales entregarse libremente a la nostalgia de la URSS y el modo en que este “pop-comunismo”, hecho a golpes del capital, se enlazó con la conciencia política de las democracias y con el real mundo post-comunista. Hacer estas analogías es complejo y requiere de cierto cuidado, pero sin dudas el Muro de Berlín sostenía las cosas a ambos lados de sus piedras. Si en apariencia retenía de un lado las mercancías y del otro a los cuerpos humanos para impedir su brindis feliz en el marco del capitalismo global, el resultado del reencuentro fue dramático. Hubo que cambiar las palabras de la historia. Después de la firma del acuerdo de Belavezha el 25 de diciembre de 1991, la URSS se desintegró definitivamente. Millones de personas tuvieron que aprender cómo sobrevivir, cómo enfrentar un futuro desconocido, cómo comer, cómo dormir, cómo relacionarse entre sí en el mercado del sexo y el amor, cómo hablar de modo libre. Y ese proceso, para muchos, resultó fatal. A eso se sumó la pérdida del trabajo asegurado por el colapso de las granjas colectivas, debido a la plena industrialización del agro, y el abandono de vastas tierras a la buena de Dios, o del capital.
Que la relación entre la utopía y lo político y la identificación entre socialismo y utopía no se saldó, como señala Fredric Jameson, lo demuestra un primer síntoma: los portavoces de la añoranza son muchas veces jóvenes que no vivieron en el campo socialista y que lo erigen como una cultura casi legendaria, incluso como una contracultura frente al capitalismo (dentro de la ex URSS), o una contracultura dentro del capitalismo (afuera). Pero como señala el investigador mexicano Rainer Matos Franco, autor de Limbos rojizos. La nostalgia por el socialismo en Rusia y en el mundo poscomunista, publicado en 2018, hay que diferenciar la nostalgia que se plasma en mercancías nostálgicas que se pueden poseer (souvenirs, incluso arte, música o el partido político consumido como idea) de aquella otra que orienta la conducta, modela el espacio y las festividades y consuma patrones mentales. Y hoy, cuando parece más sencillo imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, como observaba Jameson, se presenta una paradójica utopía afincada en el pasado de la URSS: se conoce la conducta política de Stalin, pero eso no impide que su figura y su rol en la Segunda Guerra Mundial (la “Gran Guerra Patria”, para los soviéticos) sea el hito mayor por el que discurre la añoranza. ¿Se trata del triunfo final, en tiempos de la conversión de toda ideología en significante visual, de la gigantesca memoria colectiva que Stalin puso en práctica convirtiéndose en árbitro supremo, en el más fiel compañero de Lenin, “constructor del socialismo, guía infalible”, como decía de Baczko? ¿Pudo superar Stalin, en la construcción de su opacidad y lejanía, el juicio de la historia? En todo caso, ¿en qué posición se encuentra Juan Domingo Perón para esto mismo?
Podemos evaluar qué sucede con el peronismo de Perón, con el peronismo de Eva, y con el peronismo de Eva y de Perón. Pero falta un peronismo: el de la imaginación. El síntoma se repite, pero no porque se repita el contexto ni lo añorado, sino porque la distancia histórica es similar y porque la caída de las utopías es semejante: los portavoces de la añoranza no vivieron el mundo peronista; los que sí lo vivieron, ya nada jóvenes, no se encastran en la añoranza; y los que vivieron como primera forma de peronismo aquel de los setenta no pueden encajar el de los noventa. Sólo quedaba recomenzar en los dos mil. Pero si Rainer Matos Francos se preguntaba si pudo Stalin superar el juicio de la historia, y parte de la respuesta estaba en la propia ex Unión Soviética, al respondernos cómo pudo sobrevivir el pueblo soviético a la política estalinista, también nos preguntaremos, si lo hizo (y sí lo hizo, mientras que junto con la industrialización y la colectivización impuso también la deportación, la coerción, la delación, el uso obligado de un pasaporte interno, la pena capital a niños a partir de doce años), cómo podía no resistir la implantación del capitalismo descarnado. Y de la misma manera nos podríamos preguntar cómo, si el peronismo resistió la Revolución soi disant Libertadora, luego el gobierno de Isabelita y los montoneros, cómo podría no resistir el lento eclipse de la figura de Cristina Fernández, el gobierno de Alberto Fernández y la implantación, iniciada en los noventa y continuada en el ciclo kirchnerista, del capital tentacular global, de los negocios deslocalizados, de los paraísos fiscales, de las operaciones inmobiliarias, de la gentrificación, y siguen los etcétera.
Se sabe que Putin hace un uso expreso del fenómeno nostálgico en Rusia capitalizando en su figura el anhelo de un “hombre fuerte”, mientras que en otras zonas del este se añora el socialismo pero no “lo ruso”; sabemos que, vagamente, hoy parece haber un clamor por una figura absurda de tutelaje paternalista del pueblo, que no sería distinta si se tratara de un Estado que materna a sus ciudadanos, como sugería la Revolución Francesa. Atrapada entre una nostalgia “desde arriba” y un sentimiento “desde abajo”, el doble proceso de ilusión y decepción respecto de las formas peronistas que se vieron articuladas en los últimos años configura un fondo para una utilización política de la nostalgia por parte de oportunistas de la primera hora, y usufructuada, por la negativa, por el propio Javier Milei. No es pertinente continuar los paralelos con la ex URSS, pero la hipótesis de Matos Franco es que la nostalgia es el fenómeno más evidente del post-comunismo y que en la ex URSS asistimos a dos procesos simultáneos: una “politización de la nostalgia”, que implica operaciones concretas en las cuales nuevos partidos de izquierda que se proclaman “herederos” de los antiguos Partidos Comunistas reclaman en todo o en parte aspectos del viejo orden, y una “nostalgización de la política” sin reivindicaciones concretas de la vuelta al socialismo, pero dentro del cual la añoranza delimita prácticas y modos de sentir, incluso de nombrar. Ucrania vuelve a llamar a la Segunda Guerra “Gran Guerra Patriótica”. La población de Bielorrusia vive psicológicamente en la URSS con un aparato de seguridad impuesto por Aleksandr Lukashenko y conducido por una homónima KGB en una economía de control de precios, escasez relativa y bajo desempleo, más un paroxismo de la simbología socialista.
El punto crítico, en todo caso, y del que se valió Milei en la Argentina, posiblemente sin saberlo, es el del anhelo del “hombre fuerte”. El caso de Rusia es más complejo: el partido Rusia Unida, del que emerge Putin, se vale de la nostalgia con un éxito que no alcanza ningún partido comunista ruso bajo la firme decisión de “aquilatar el pasado soviético desde el Kremlin”, en palabras de Matos Franco. Putin es su más visible promotor, con la restauración del himno soviético, la colocación de una placa en el Kremlin de homenaje a Stalin por la victoria de 1945, la acuñación de moneda con el perfil del líder, la colocación de un busto de Stalin en el Parque de la Victoria de Moscú. Hay elementos de violencia de distinto cuño que el lector de política internacional conoce bien. En el caso de Milei, el asunto se refracta en cierto sadismo. Y lo que tendemos a llamar “sadismo” no es necesariamente un vínculo enfermo con el otro sino, antes que nada, un modo, que podríamos calificar como perverso de entender la vida común, no la vida individual porque, como escribe en una carta Sade a su mujer, “mi desgracia no es mi modo de pensar, sino el modo de pensar de los demás”. Así, repugnante y carismático, Sade siempre coqueteó con aquello que Milei, repugnante y carismático también, finalmente ejecuta: llegar al poder. Mientras tanto Milei, al menos por ahora, coquetea con aquello que Sade sí ejecutó: llevar a la práctica sus fantasías primariamente sexuales y violentas. Algo que tanto Sade plantea como Milei ostenta es el anudamiento entre la voluntad de poder y lo sexual. ¿Importa, como se repitió incansablemente, que la ostentación discursiva de sexo que hace Milei solo parece corresponder con una mengua de sexo y sus extrañas ideas sobre la perpetuación, empezando por la de sus perros?
El fantasma de una vida unitaria, una vida fundante, una vida a partir de sí mismo, solo se puede explicar por un desclasamiento muy claro en Sade respecto de la clase nobiliaria (le cuesta horrores a sus parientes rescatarlo de la prisión por vínculos sociales hasta que no pueden hacerlo más, de forma que Sade se pasa veintisiete años de su vida preso) y en Milei respecto de su familia de origen, a la que repudia, y su clase social, la clase media, a la que destruye como Sade quería destruir a la nobleza. Pero Sade, además de un perverso, era un oportunista político, un monárquico-anárquico que reviste, en su tiempo y en su medio, al igual que Milei, un aspecto grotesco, condición fundamental para el poder. Sade descubre, ahora sí, en su ficción, lo que Milei encarna y Michel Foucault teoriza: que el grotesco y el ridículo maximizan, en vez de minimizar, los efectos de poder. Que hay una alianza entre el ridículo y el poder ante la cual Sade se preserva y Milei se lanza. Desde este punto de vista, el peronismo nostálgico queda en falsa escuadra, o como “repetidor” de buenas intenciones sociales. El progresismo silvestre, otro tanto.
Hay una sensación popular que añora una libertad de “caminar por las calles sin ser asaltado o asesinado” (libertad muy común en muchas dictaduras), aunque hubiera espionaje en el propio domicilio, como señala Svetlana Alexiévich para el caso de la ex URSS. “La gente”, una categoría que no se podría definir sin bastantes prevenciones, harta de la mengua inflacionaria de su poder de compra e ilusionada todavía con el capitalismo, se hartó todavía más de la inseguridad, un peligroso caldo de cultivo para los totalitarismos. Mientras tanto, la invisibilización de la realidad del peronismo que se consume en internas infructuosas o en sacar naipes de figuras excéntricas (en su literal sentido) no colabora en la regeneración de una vitalidad de la utopía peronista en la medida en que se coloca del lado de lo imaginario, y eso significa también del lado del consumo de la utopía o del pasado. Mientras la desigualdad sea el horizonte, los consumidores de vintage peronista pueden confundirse con quienes se declaran, y finalmente con quienes son, víctimas del sistema. La infantilización de la ciudadanía, su búsqueda de un padre o madre conductores tras el fracaso en el encuentro de “culpables”, es otro ingrediente a considerar. Tampoco nadie quiere ver cómo se conjuga esta añoranza por el peronismo con su reivindicación de personajes opacos, o cómo acompaña la defensa de lo mismo y lo contrario en movimientos que nacieron radicales y, forzosamente, por sus excesos, tuvieron que aminorar o contradecirse. Baste recordar el caso de la marginación de Rita Segato en el año 2019 cuando denunció la conducta de Evo Morales, agregando que, en Argentina, le resultaba muy difícil citar frases del mandatario como aquella que indicaba que, al jubilarse, lo haría “con mi charango, con mi coca y con mi quinceañera”.
En ese plano, la construcción de una identidad peronista que a la vez esté en disidencia o “rompa con el padre” es fundamental. Las juventudes no quieren sostener secretos cuya indagación es un crimen, creemos. Sin embargo, sería un error analizar el fenómeno nostálgico desde las pretensiones de coherencia ideológica. Quizás sea más útil evaluarlo como uno de los últimos residuos de certezas en un momento de caída de todos los vectores de índole moral. Porque lo que el paternalismo estatal intentaba proteger, como se recuerda en el libro de Alexiévich, era al hombre de los vicios humanos, desde el tabaquismo hasta la pornografía, de la codicia hasta el individualismo; de lo que se trataba era de un sistema de valores que priorizaba “lo positivo por fuera de todo cuestionamiento”. Son esos valores los que generan confusión cuando ya nadie quiere el poliamor “de una sola vía”: no se tolera más la doble vara. Por esa razón, si la pretensión de éxito de un imaginario es la reiteración de sus slogans más que la constatación de su pasado, esta reiteración quizás pueda funcionar, aunque solo de modo breve. En la matriz política moderna, la verdad o el movimiento se sustentaba finalmente en argumentos, y hoy, lo que resulta verdaderamente perturbador es que no parezca haber una verdad nuclear asociable al “sujeto político” ni algo que pueda ser más verdadero –socialmente hablando, no individualmente– que los signos investidos, las apariencias de los escudos, la retórica del gesto///////PACO