.

Las princesas son boludas”, dice la nena en el video de Youtube, que tuvo casi cuatro millones de visitas. Y no me atrevo a discutirle, no tengo conocimiento de causa: apenas si alguna vez las vi en una juguetería. Sé que están Blancanieves, Cenicienta, Pocahontas y algunas más, de las que no sé el nombre y, mucho menos, la historia. Así que si esa nena dice que son boludas, y lo dice con tal vehemencia, no tengo menos que considerar su opinión.

Dice la nena: “Se quedan esperando que venga el príncipe. Está ‘rescatame, rescatame’, y no hacen algo para escaparse (de la torre)”. Y dice también: “En vez de ir, intentar, y si no sale, intentar, intentar otra vez, esperan al príncipe porque saben que las van a rescatar. Siempre el príncipe hace todo él, que la ‘pibita’ haga su parte”.

Lo que le molesta a la nena es la falta de heroísmo y la incapacidad. Le molesta lo que, al fin y al cabo, es regla y no la excepción. Somos mayoría los incapaces, los faltos de heroísmo. Nos encantaría decir “rescatame, rescatame”, pero ni a eso nos animamos.

Eso sí, se trata de princesas, con todo lo que el concepto de realeza implica para el progre de hoy. ¿Qué pasaría si su historia se replicara, digamos, con una mucama, una obrera textil o una taxista, que reclama que su pareja la rescate? ¿Diría que son boludas? Sí, ya sé: por algo Disney eligió que sean princesas y no taxistas. Además, para eso está Polka.

Disney es un blanco fácil. Es como criticar a McDonalds. A pesar de Toy Story y Cars (Pixar) o de Frankenweenie (Tim Burton), Disney siempre será el mundo de Mickey Mouse y el Pato Donald: el mundo del que hablaron Dorfman y Mattelard. Ahí, más que revelar la relación entre una ideología dominante y la complicidad activa de este tipo de personajes, lo que se hacía era mostrar una forma de entender la cultura. “Mientras Donald sea poder y representación colectiva, el imperialismo y la burguesía podrán dormir tranquilos”. El libro tiene más de cuarenta años: alguna vez fue revolucionario, hoy es parte de una lógica mainstream.

Hace algunos meses, en el cumpleaños de la hija de unos amigos, surgió el tema “Sapo Pepe”. Sí, ya sé: la paternidad trae consigo temas de conversación en verdad apasionantes. Alguien contaba que Adriana, la que popularizó al personaje, no es en verdad su creadora. Es más, que está en juicio con su creador, un tipo del que, por supuesto, nadie en ese cumpleaños sabía el nombre. Sapo Pepe: una marca, no un personaje.

SAPO PEPE_VECTOR

A todo esto, una de las nenas en ese cumpleaños quería que le comprasen el muñeco. La madre, exiliada de Puán, estaba ante un dilema tremendo. Ah, sí, tremendo… Es el muñeco que quieren todos los chicos; es el muñeco que, justamente por eso, la madre no quería. Es la producción en serie. Es la pérdida de singularidad. Mientras Pepe sea identidad y representación colectiva, la imaginación podrá dormir tranquila.

Habría que matar entonces a Pepe, pero me metería en dos grandes problemas (no los legales, eso se arregla). El primero, por supuesto, es que a mi hija le gusta. Tan simple como eso: le gusta. Debería pasar horas y horas para explicarle lo que en verdad representa ese batracio, decirle que lo hago por su propio bien, apoyarle una mano en el hombro y repetir, suave pero con seguridad: dame ese peluche.

El segundo problema me afecta en lo personal. Debo admitirlo: yo también le tengo aprecio. La suya fue la primera canción infantil que me aprendí entera. Sí, la primera en toda mi vida. Y fue hace unos seis años, cuando tenía 28 y gracias a mi primer sobrino. De antes, nada, ni un registro. Ya hablaremos sobre el tema.

Pitufos

Como el de Dorfman y Mattelard hay otros tantos libros. Uno bastante reciente es El pequeño libro azul: análisis crítico y político de la sociedad de Los Pitufos, y su autor es el francés Antoine Buéno. Salió poco después de la última película de Los Pitufos, que aunque no la vi la imagino bastante parecida a lo que yo veía a principios de los 80: un personaje cuya personalidad le viene adosada en su nombre no tiene mucho margen para evolucionar. Pitufo Tontín será tontín haga lo que haga. Pitufo Gruñón quizás tenga otras cosas por las que bufar, pero su esencia será la misma. Y así.

Este tal Antoine Bueno decía que aquella aldea era “un arquetipo de la utopía totalitaria, impregnada de estalinismo y nazismo”. Dice lo esperable: que son racistas, que son machistas y que además, la única mujer es rubia, como en los ideales arios. Dice también que Gargamel (el enemigo) se caracteriza por sus rasgos físicos semitas y que su ladero es un gato llamado Azrael. Todo bastante previsible. Lo que mi memoria no tuvo en cuenta es un capítulo donde uno de los pitufos enferma y se vuelve negro. Contagia a otros. Y estos, al volverse negros, también se vuelven estúpidos (repiten una y otra vez la palabra Gnap y saltan sin razón; sólo eso hacen). Se convierten en una amenaza: tratan de morder a otros pitufos para contagiarlos. La amenaza negra.

Captura de pantalla 2014-05-02 a la(s) 14.36.21

Con un poco de creatividad y perseverancia, la lógica de Buéno puede aplicarse al 99% de los programas infantiles. Eso sí, se sugiere averiguar con anticipación los planes de remakes por parte de Hollywood para así captar la atención de algún grupo editorial. Después, basta con usar el molde Dorfman-Mattelard y sacar críticas en serie sobre lo que se convierta en moda infantil. Si son las Princesas, bueno, a ellas.

Reviso en mi memoria en busca de Los pitufos. Los encuentro en 1985, un sábado por la mañana: yo tenía cinco años. Veo las pitufresas, veo unas pócimas de Gargamel y veo, desde mi pervertida cabeza adulta, a Pitufina. Pero no puedo detenerme en nada de todo eso. Hay música. Suena fuerte y tapa todo el resto. Y para mí, es fácil de identificar.

Searching in the darkness, running from the day / Hiding from tomorrow, nothing left to say / Victims of the moment, future deep in doubt / Living in a whisper until we start to shout / We’re creatures of the night”. Kiss, Creatures of the night.

No sé qué días pasaban Carozo y Narizota. Creo que nunca vi a Willy Baterola. Apenas si me acuerdo algunos personajes de Titanes en el ring. Y para mí, María Elena Walsh por ese entonces no existía, nació hace apenas algunos años. Pero lo que estoy seguro es que los sábados, después de Los Pitufos, estaba el Show de Johnny Allon.

Pitufino

Por supuesto, no era yo el que decidía verlo: era mi hermano, que en ese momento tenía nueve. Yo elegí que me gustara lo que a él le gustaba; él eligió lo que le gustaba no sé a quién. Así que estaba dicho: los sábados a la mañana, cuando mis papás se iban al negocio, había que ver a Los pitufos (sí, a esos nazis-stalinistas) y tolerar tres bloques de música insoportable sólo para que, al fin en el cuarto, Johnny diera inicio al bloque de rock y heavy. Siempre era el cuarto bloque. De ese detalle no me olvido.

Así que mis personajes infantiles eran, sobre todo, cuatro. Y cada uno tenía una máscara que definía su personalidad. A mí me gustaba el demonio (Gene Simmons, bajista), porque escupía fuego y tenía una lengua larguísima, casi un tercer brazo.

No creo que ningún compañerito mío del jardín lo conociera. En los 80, pocas cosas calificaban más como representación colectiva e ideología dominante que Kiss y ese tipo de rock. Y sin embargo, podía ser consumido desde otro lugar. O mejor dicho: desde otra conciencia, la de un chico. Supongo que, en ese sentido, fui más contracultural a los cinco años que ahora.

De entre toda la música que Johnny Allon pasaba en aquel cuarto bloque (Iron Maiden, Judas Priest, Van Halen, Twisted Sisters, ZZ Top) siempre consideré a Kiss como la banda de sonido de mi infancia. A Kiss por sobre todo el resto. Supongo que algo habrán tenido que ver sus disfraces.

Lo descubrí a los cinco años, pero Kiss volvió a aparecer varias veces más. A los ocho o nueve, el hermano de mi amigo Alejandro resultó ser un fanático de la banda. Toda su habitación estaba empapelada con posters y yo podía reconocer uno a uno los personajes: Gene Simmons, Paul Stanley, Ace Frehley y Peter Criss.

Gene_Simmons_-_Azkena_Rock_Festival_2010_6

A esa edad ya no se consume lo mismo que a los cinco. Por eso fue una salvación que un día el hermano de Ale nos contara toda una serie de mitos y hazañas alrededor de ellos. Por supuesto: la de los pollitos y esos zapatos que pesaban toneladas. A esa edad, cualquier chico se vuelve loco por los monstruos y así yo encontré el mío. Kiss fue entonces mi banda de sonido por algunos años más.

Con la llegada del grunge, me llegó la adolescencia. Sincronía perfecta. El grunge fue la respuesta a una industria discográfica artificial: rock cargado de pelo y glamour. Aunque me pesara, en aquel momento Kiss caía en esa definición. Entonces, mi banda de sonido pasó a la clandestinidad. Podía escucharlo, sí, pero jamás usaría una remera de ellos, lo que es mucho decir. Kiss ya no era contracultura, era el pasado. La identidad (de la remera para afuera) ahora pasaba por otro lado. Cuando Kiss llegó a Argentina en 1994, yo estaba peleado con ellos. A los catorce años no era tiempo de pensar en mi infancia.

Volvieron en 1997. Fue la gira en la que volvieron a pintarse las caras, a vestirse como los personajes que yo había conocido. Acepté ir y fue un viaje a mi infancia: disfrute pleno. En 1999 otra vez vinieron. Esta vez presentaron el disco Psycho Circus, en un recital que tuvo más show que música: malísimo. Fue lo mejor que me pudo pasar: odié lo que esa noche Kiss representó; odié que usaran a los personajes para eso. Entendí la diferencia entre personaje y persona, obra y autor.

Casi quince años después, Kiss ya no es la banda de mis cinco años, pero disfruto de escucharlos (tienen demasiados buenos temas). Aunque no sea así, es natural pensar que la experiencia es transferible. Si a mí me gustó (o si a la distancia creo que me gustó) a mi hija también le va a gustar. Por eso, cuando le digo de escuchar música pongo todo lo que Johnny Allon incluiría hoy en ese cuarto bloque. Hasta ahora, a sus dos años y medio, lo que más le gustó fue AC/DC y The Clash. Y sí, el Sapo Pepe también.

Como dije: no sé si las princesas son boludas o no; no me interesa quiénes son los padres de la nena, qué defienden ni qué buscaron con poner a su hija como trofeo en YouTube. Con buenos argumentos o no, esa nena hizo algo que muchos de nosotros tardamos demasiados años en lograr: cuestionar al personaje. Pero ojalá pueda hacerlo sin necesidad de que la filmen.///PACO