“Esa dinamita es el amor del mundo, el único amor del mundo.
Que hace llorar los hielos, que da miedo a las piedras”.
“En el recinto del primer piso, presidido por un enorme crucifijo, atenuadas luces violetas creaban una especial atmósfera de recogimiento. Afuera, en los barrios de la ciudad, proliferaban los altares populares, los faroles enlutados, los colegiales con crespones negros”. La descripción corresponde a la primera biografía, canónica y testimonial, de Otelo Borroni y Roberto Vacca, La vida de Eva Perón. Ahora estamos en la Confederación General del Trabajo, la CGT, salón central de actos, el último recinto, el 11 de agosto de 1952, donde se depositó el féretro de Eva Perón a la vista pública para un velorio breve y final. Horas después fue trasladado al segundo piso, elegido por el anatomista Pedro Ara para instalar sus salas de trabajo y terminar el embalsamamiento que llevaría un año. El salón central “Felipe Vallese” está vacío ese mediodía de enero en que lo recorremos. Las luces filtradas lo atraviesan de modo lateral y rebotan debilitadas en los murales superiores de Daniel Santoro, que completaron en 2017 el fresco principal de Miguel Petrone, detrás de la tarima, testigo de las disertaciones de Juan Domingo Perón y Eva Perón ante los líderes sindicales.
La noche del 26 de agosto de 1952, un mes después de la muerte, el inmenso pueblo deudo recorrió a pie en silencio consternado, en oración e iluminado, el camino que llevaba hasta Independencia y Azopardo donde, se sabía, Eva yacía. “La oscuridad de la noche comenzó a desgarrarse a lo lejos por el fulgor de las luminarias. Poco a poco, muy lentamente, iba acercándose aquel mar de fuego”, consigna Ara. Detrás de los pesados cortinados del segundo piso, vigila la marcha con preocupación. Eva es inflamable. Ara había aceptado a regañadientes terminar el procedimiento en la CGT. Le había costado armar su gabinete de trabajo. El segundo piso era el único aprovechable. El ala destinada a la tarea tenía orientación este-noroeste, por lo tanto daba permanente el sol, “enemigo de museos y laboratorios”. Tuvo que neutralizar las ventanas, tuvo que reducir los accesos desde el ascensor y la escalera, dominados por una guardia permanente de custodios y bomberos. Tuvo que cerrar la puerta central de doble hoja y habilitar una lateral, a su izquierda. El celo y la obsesión le impidieron despegarse, durante tres años, del cadáver maldito de la Nación.
El mundo se les revela a quienes lo recorren a pie. “De Los Toldos al Mundo”, dice el cartel emplazado en la entrada del pueblo donde, más allá de las turbulencias burocráticas, nació Eva María Ibarguren en 1919. ¿Qué se sabe sobre esa mujer? Lo único que sabemos es que el pueblo la llamaba cariñosamente Evita. Lo que resta saber, en cambio, se esconde en el sonido. ¿Y qué es el sonido? Es lo que se produce cuando un cuerpo vibra y transmite esas vibraciones al medio circundante, lo cual ocurre en forma de ondas sonoras que se desplazan expansivamente a una velocidad aérea de 330 metros por segundo. A partir de ahí reverberan en distintos tipos de superficies, logrando efectos de eco o de distorsión imprevisibles. Nos acercamos así a un problema físico que es, también, un problema interdimensional, arqueológico y político. El problema de cómo es posible saber a través del sonido. La pregunta técnica es: ¿cuánto tardan en desaparecer las ondas acústicas de una voz que colmó un lugar? ¿En qué instante ya no existen más las amplitudes, las longitudes de onda, la potencia y la energía del sonido? Pero la pregunta que importa es otra: ¿en cuánto tiempo se desmaterializa en su totalidad el eco de una voz que sonó como la de Eva Perón? Importa menos la respuesta científica que la fantasía de que su voz, todavía, vibra en los espacios que colmó. La frase dramática habitual, entonces, nos reubica en un plano distinto: “No se puede estar a la vez tan viva y tan muerta”. Y bien, ¿es posible saber lo que todavía no sabemos en esos fósiles acústicos latentes entre la vida y la muerte?
No fue Ara hombre de contar sus propios secretos ni los del cuerpo. El caso Eva Perón narra, y no es poco, las vicisitudes de su obra magna, los peligros a los que se vieron expuestos ambos, los tejemanejes políticos. Nada muy preciso acerca de su método, que causaba maravilla y espanto: el embalsamamiento mediante parafina. Nada, o poco, acerca de los materiales ni los procedimientos (ígneos los primeros, que exigían muchísimo cuidado los segundos). Nada acerca de las intervenciones quirúrgicas de Eva Perón, o de algún testimonio anatómico de sus secretos. Nada, dieciséis años después, de los daños infligidos en su vía crucis hasta Milán. Ara solo certifica, siempre, “que es ella”, que está bien, y que sus daños son “de no difícil ni complicada reparación”. En el ala del segundo piso de la CGT, hoy un museo desconocido, todavía subsisten algunos elementos originales del gabinete, aun si nadie sabe exactamente cuáles, en un espacio que es sustancialmente el mismo, en un edificio que es sustancialmente mismo y que es, en esencia, el museo de la clase obrera argentina. Los pasos por las escaleras producen ecos en el edificio vacío. Si se cruza la puerta de madera de doble hoja que Ara hizo cerrar se entra a una muy amplia habitación central. Ara dice: “Nunca faltaron coronas y flores ante la puerta”. A la izquierda se encuentra el salón que usaba de escritorio y biblioteca y al que se llegaba por una puerta lateral desde el hall del ascensor, la entrada oficial. Ese gran salón, más uno opuesto al escritorio, fueron los reales laboratorios. Adyacente había un baño, hoy desmantelado.
En esos tres ambientes, algunos sugirieron una relación morbosa del anatomista con el cuerpo embalsamado, evento sumamente improbable por las condiciones de custodia, aunque no del todo cuando se atiende a ciertos cuidados que él mismo revela prodigarle (noviembre de 1955: “Entre mis cavilaciones irrumpe el darme cuenta de que durante tres años, por evitar malos entendidos, nunca hablé en mi casa de lo que estaba haciendo en la CGT”). El antiguo baño está detrás de una puerta cerrada, que pedimos que nos abran. Está azulejada de verde. Adentro, un inmenso afiche enmarcado de Eva Perón, cuadros, imágenes, algún mueble viejo, tablas, un maniquí similar al que, en un subsuelo de Junín, en la escribanía de Ordiales, luce unos supuestos y falsos trajes. Contra la pared del fondo, varias canillas cegadas. Fue antiguamente el lugar donde estuvo, por el acceso al agua, alguno de los piletones en los que Eva flotaba en líquidos especialmente preparados (a las 15:30 del mismo día –11/8/52–, el cuerpo se sumergió en un baño con una solución de acetato y nitrato con un volumen de 150 l. Debido a la flotación del cuerpo, se succionó aire de los pulmones. El 13/8/52 se sumergió el cuerpo en un baño de solución para que la nariz y otras partes no presionasen contra el vidrio. El 15 de agosto se cambió el líquido, se colocó la gasa en las manos y el rostro descoloridos, detallan los médicos Carpio, Barello y Traverso). Durante los primeros días de su llegada al gabinete, el cadáver se hundió en una bañadera de carbohidratos. Se vertió alcohol, se colocó una fina capa de algodón en el fondo, sobre ellos cristales de fenol y más algodón. Luego alcohol puro, luego el cuerpo. Una segunda deshidratación utilizó benceno de trementina rectificada a treinta y dos grados. Los tejidos superficiales se hicieron más traslúcidos. Esta fase duró quince días, y luego hubo un baño de benceno puro (el agua residual y la esencia de trementina se eliminaron con benceno, lo que requirió de 2 a 5 cambios de solución. En el último intercambio se agregaron cristales de fenol con un volumen de 1 a 3%).
Hacia fines de junio de 1953 el tratamiento del cuerpo estaba terminado. “Y mientras tanto, ¿qué hacer?”, se pregunta Ara. El Monumento al Trabajador, que Eva había soñado como cripta propia, ya era una debacle que se desvanecía en el aire: pozos y cimientos inconclusos, faltantes monetarios, subjecuciones. Sin la acción de la Fundación, con sus parientes intimidados, con Juan Duarte asesinado, con una economía interior y exterior presionando sobre los argentinos y el ánimo presidencial, lo que había sido iba quedando aislado del mundo en el segundo piso de la CGT. Eva es inflamable, pero el fuego de la veneración de los desesperados se evapora en el culto a la memoria. La magna obra de Ara –el pueblo todavía no lo sabe– le está siendo sustraída para siempre. “¿Y si usted, doctor, siguiera conservándola en su laboratorio del segundo piso?”, sugiere Perón. Ara le arma entonces una capilla ardiente en el laboratorio. Coloca tabiques, delimitando un espacio de veinte metros cuadrados. “Un cortinado negro habría de tapizar las paredes, del techo al suelo. Luces indirectas mantendrían el lugar en una suave penumbra”. Contra el negro, una imagen de la Virgen de Luján traída por la madre y las hermanas, y las cintas de las coronas que había ido recibiendo. Sobre el fondo negro, el cuerpo parece levitar, provocando lágrimas y silencio en todos los testigos, aun los enemigos. Se le confecciona una túnica sencilla, con la que Ara exhibe a Eva Perón con los pies desnudos y el rosario vaticano entre sus dedos hasta el 24 de noviembre de 1955.
El laboratorio recibe el sol de la tarde, moderado por espesas cortinas y vidrios esmerilados. Los amplios ambientes de pisos de madera contienen hoy unos pocos muebles de madera maciza, primariamente exhibidores con objetos de la época y algunas recreaciones: una réplica del prisma de cristal triangular que le hizo hacer Ara para proteger el cuerpo en algunas ausencias, un gran escritorio cuya procedencia se ignora y, en el ambiente del laboratorio adyacente al baño clausurado, una vitrina con instrumental de la época y una camilla de acero donada por los productores de una serie televisiva reciente. Hay una Virgen de Luján. Pocos libros. Y algunos retratos de Eva Perón, como el que está en los billetes casi extintos de cien pesos y que fue un prototipo del año 1952 nunca realizado, escondido por un empleado de la Casa de la Moneda detrás de un mueble y encontrado por azar en una refuncionalización durante la presidencia de Cristina Fernández. Uno de los serenos de la CGT cuenta, de sus largos años de recorridas nocturnas por el edificio, haber escuchado voces en el hall del segundo piso y haber visto a unos militares conversando en el vestíbulo antes de entrar al ascensor (—¿Qué querían hacer? —Fondearla en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por el inodoro, diluirla en ácido, le dice Carlos Eugenio Moori Koenig a Rodolfo Walsh). El sereno refiere también un extraño juego de luces provenientes de afuera sin causas aparentes. El segundo piso de la CGT es hoy un espacio de ecos y espectros.
A toda esa ciudad de apariciones espectrales, una ciudad construida con ondas acústicas que perviven de manera secreta a través del tiempo, se le pueden asignar más puntos de interés para recorrer a pie. Los obvios son la Casa Rosada y la Plaza de Mayo, donde la voz de Eva Perón y su reverberación sobre el mármol, el granito y la piedra de los edificios circundantes tal vez escondan indicios. Habría que nombrar también a la antigua Secretaría de Trabajo y Previsión, donde hoy funciona la Legislatura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y, antes, funcionó la Fundación Eva Perón (de la que queda como curiosidad para los turistas un despacho y un vestidor). Otro punto sería el extinguido Palacio Unzué, donde murió hace setenta y dos años entre las paredes de un elegante primer piso que, seis años después, fue arrasado junto al resto del espacio para que, recién treinta y cuatro años más tarde, se inaugurase la abominable Biblioteca Nacional. Pero hay otro punto sensible en la ciudad espectral. Uno que, por su reserva e interés, esconde postales sonoras profundas y ecos significativos: el Hogar de la Empleada General San Martín.
Herrumbrado por el tiempo, el odio, la desidia y la burocracia, en el edificio donde hoy funciona la parca sede central de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica (ANMAT), en el número 869 de la Avenida de Mayo, en el pasado no solo funcionó uno de los “signos y orgullos de los nuevos tiempos argentinos”, como se promocionó al Hogar de la Empleada en su inauguración, el 30 de diciembre de 1949, sino que el lugar representó una de las dos obras “más importantes de la Fundación Eva Perón” para ese año, como su propia creadora remarcó durante la apertura. ¿En cuánto tiempo se desmaterializan todas las frecuencias de una voz que sonó como la de Eva Perón en ese lugar?
Estos espacios espectrales marcan el recorrido tortuoso, el tránsito permanente circular, el arrastrarse de habitación en habitación por la enfermedad, el subir y el bajar de su cadáver hasta su fijación provisoria bajo varios metros de concreto en la Recoleta. Eva Perón es el trajín en círculo, desde el florecer en Junín al descanso en un cementerio en la calle Junín, en Buenos Aires, desde el piletón del gabinete de Ara a la capilla ardiente. Eva Perón “levita”, según los testimonios espantados de quienes vieron la obra del embalsamador, pero también flota en los baños que le daba Ara, así como también es sumergida con una plancha de hierro en esas operaciones para terminar hundida hoy bajo una coraza de plomo y hormigón porque, como se sabe, no es bueno que los cadáveres reaparezcan (“a las 8.30 de la noche hemos dado por terminado el trabajo, poniendo una tapa de hierro pesada del ataúd viejo para que sujete las almohadillas que impiden la flotación del cadáver”, indica el diario de Pedro Ara del 11 de agosto de 1952). El cuerpo de Eva Perón sube y permanentemente es bajado, salvo cuando encuentra una tercera posición: de pie. Quien restauró el cuerpo en 1974, Domingo Tellechea, dice: “Tenía los pies deteriorados y eso habla de que el cuerpo estuvo de pie. El cadáver estuvo de pie en parte del recorrido que hizo, del que también hablo en mi libro aún no editado”. Estuvo de pie en el Servicio de Información del Ejército, en un armario disfrazado de equipamiento radiofónico. Pero eso sería semanas después del secuestro, y para ese momento Ara recién recuperaba sus materiales cuando la brutalidad de la Libertadora lo dejó acceder al laboratorio, en total ignorancia del destino final del cuerpo (Llueve día por medio —dice el coronel—. Día por medio llueve en un jardín donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano. Dónde, pienso, dónde, se pregunta Walsh). Parte le fue robado, el resto lo levantó por el piso (“yacía a montones por el suelo de lo que fue laboratorio o capilla”). La puerta de doble hoja fue rota a patadas y astillada, y la bandera de guerra que estaba junto a la momia, robada para siempre.
La batalla entre el pasado y el futuro había quedado suspendida. No solo la vida de Eva Perón quedó en suspenso por la muerte: también su muerte quedó suspendida y atrapada dentro de un cuerpo mudo y fijo cuya última ceniza de vida había sido el azote de su voz. La fuerza de ese azote era la respuesta a una pregunta que posiblemente se hubiera formulado en los momentos iniciales de la vida adulta: qué sentido tiene vivir, para qué. Pero en lugar de prorrogarla, sus últimos años fueron el combate permanente para que las actividades que realizaba en cada hora de sus días tuvieran directa relación con el sentido de esa pregunta (y con la plasmación de una respuesta). El diálogo con el pueblo del 22 de agosto de 1951 es su clímax paroxístico; el resto, un declive de ecos encerrado en efigie. Eva Perón de pie todavía habla y su voz todavía resuena, en ecos, en la ciudad espectral: “Todos estos años de mi vida he dedicado las noches y los días a atender a los humildes de la patria sin importarme ni los días ni las noches ni los sacrificios y mientras ellos, los entreguistas, los mediocres y los cobardes, de noche tramaban la intriga y la infamia del día siguiente, yo una humilde mujer —pausa: el pueblo con Perón, el pueblo con Perón—, no pensaba en nada ni en nadie sino en los dolores que tenía que mitigar y consolar”.
Dos años antes, tal como lo analiza Omar Acha, la inauguración del Hogar de la Empleada fue la materialización más orgullosa del “resentimiento social” de Eva Perón. Siempre y cuando se consideren las palabras de la propia Eva Perón acerca de que “se equivocan” quienes creen que “se llega al resentimiento únicamente por el camino del odio”, dado que ella lo hizo “por el camino del amor”, como explica en La razón de mi vida. Ese camino resentido del amor, en este caso, significó un enfrentamiento directo con la iglesia católica argentina a través de la Federación de Asociaciones Católicas de Empleadas, creada en 1922, y su Casa de la Empleada, inaugurada en 1930. Al igual que el Hogar de la Empleada, lo que esta institución católica ofrecía era atención, capacitación y habitaciones de alquiler accesibles para las jóvenes trabajadoras que llegaban a la ciudad, además de un servicio barato de almuerzos.
Regenteado por lo que el lenguaje plebeyo de la época hubiera descrito como una camarilla de apellidos oligárquicos, la Casa de la Empleada estaba bajo el control del “sinuoso” (este eufemismo sobre sus coqueteos con el integrismo pertenece a quienes estudian su vida) Monseñor Miguel de Andrea, un declarado antiperonista. En todo caso, como explica Acha en el lenguaje académico contemporáneo, “la Casa y el Hogar de la Empleada constituyeron dos respuestas diferentes a la aparición en la gran urbe de la mujer trabajadora y, especialmente, de la joven mujer trabajadora de orígenes provincianos”. Esta última categoría describe con una asepsia justa uno de los primeros y más amargos senderos de la existencia de Eva Perón. No es el asunto de esta exploración de la ciudad espectral, pero no está de más considerar que tanto la Casa como el Hogar de la Empleada fueron “dispositivos” para imaginar, moldear y proteger la identidad, la sexualidad, las aspiraciones, los deseos y las ideas del importante número de mujeres que daban sus primeros pasos, a veces peligrosos o proclives a las peores caras del desengaño, en el avinagrado universo del mercado laboral porteño. Volvamos a los ecos imperecederos de interés.
Entre 1950 y 1953, cuando las turbulencias económicas argentinas iniciaron su ocaso, el “catolicismo social encarnado” de la Casa de la Empleada fue, de hecho, eclipsado por “el goce real e imaginario del consumo” que ofrecía el Hogar de la Empleada de la Fundación Eva Perón, cuya sede se estableció en lo que, hasta 1945, cuando fue expropiado por el Estado, era un moderno edificio de la multinacional nacionalsocialista alemana Siemens. A pesar de sus lujosos once pisos reformados con un solarium, consultorios médicos, salas de estar, un microcine, dos restaurantes de excelente nivel y habitaciones de alquiler para quinientas mujeres, otro dato relevante es que el Hogar de la Empleada no tenía como requisito para el hospedaje la afiliación al Partido Peronista Femenino. De manera tácita, sin embargo, la propaganda de la época invocaba “una reciprocidad política a la justicia social recibida”. Respecto del modelo de mujer impulsado por el Hogar de la Empleada, sus normas de convivencia son suficientemente ilustrativas: no se podía ingresar al edificio después de las diez de la noche y la entrada de hombres a las habitaciones estaba prohibida. Entre otras, estas reglas intentaban ligar el ingreso de las mujeres a las fuerzas productivas como obreras libres, orgullosas y sindicalizadas con lo que Democracia, por ejemplo, llamaba “las funciones esenciales, delicadas y honrosas que les están reservadas en el seno de la sociedad”. Para quien recorra las hoy desangeladas oficinas de la ANMAT, estas son postales de un tiempo remoto e ignorado, aunque sobre el frontispicio de la entrada al edificio por la calle Rivadavia, si se presta atención, sobreviven los tenues vestigios de un letrero que dice “Hogar de la Empleada General San Martín”. Por la entrada de Avenida de Mayo, en cambio, ni el local donde se vendían vestidos existe ni el mármol gris, blanco y negro con motivos romboidales que recibe a los visitantes luego de atravesar la puerta giratoria de bronce sugiere nada.
Porque conocía la diferencia entre tener y no tener una red de socorros inmediatos en una ciudad intimidante y desconocida, Eva Perón se involucró hasta en los mínimos detalles del diseño, la decoración y el funcionamiento del Hogar de la Empleada. Ya fuera porque era otra manera de propalar “el amor que redime la limosna de la carga de injuria al pobre que la limosna lleva dentro de sí”, como intentaba explicar el barroco padre Hernán Benítez, su confesor, o porque como presidenta de la Fundación Eva Perón no tenía que rendir cuenta de sus actos a nadie “mientras estos tuvieran efectos positivos para Perón”, como aclara Marysa Navarro, el Hogar de la Empleada ofrecía estilos decorativos distintos para cada uno de los nueve pisos dedicados a las habitaciones. Equipados con mobiliario, ornamentos y ropa de cama de primer nivel sobre relucientes pisos de parqué, porcelanas de Sèvres, tapices y pinturas, el primero de estos pisos era de estilo provenzal, el segundo inglés, el tercero Luis XV y otro, pintado de blanco y asignado a las mujeres próximas a casarse, fue llamado “El piso de las novias”.
Incluso Mary Main, la mediocre novelista inglesa que antes de abandonar la Argentina publicó en 1952 una de las primeras y más virulentas biografías de Eva Perón, La mujer del látigo, dijo sobre uno de los salones del Hogar de la Empleada que “hubiera podido pasar por una sala de recepciones de la Casa Rosada”, ya que “lo iluminaban varias arañas con lágrimas de cristal”. Un poco más allá, “sobre el piano de cola de estilo eduardiano”, se lucía una mantilla bordada de una manera exquisita, “pieza de museo que le habían regalado a Evita durante su viaje a España”. Hoy por hoy, lo que fue un elegante solarium blanco en el último piso del Hogar de la Empleada es, en parte, una terraza corroída por la humedad y el cablerío, y un remedo de oficina con paredes de durlock y ventanas de aluminio donde los empleados de la ANMAT se distraen de a ratos con sus pantallas. De las exquisitas decoraciones tampoco queda nada, a excepción de las huellas dispersas del parqué original en algunos pisos (donde no se imponen las alfombras oficinescas genéricas) y de los azulejos de ciertos baños, quién sabe cuántas veces recompartimentados o reedificados sin otro criterio que el mayor ahorro. Disimulados bajo capas de pintura barata, destacan, a veces, los elaborados marcos de madera de las puertas con molduras que antes fueron dormitorios y consultorios médicos. No mucho más.
Hace setenta y cinco años la atención a los detalles era tal que, entre sus visitas a las dependencias de la Fundación, durante las que verificaba que el personal y el trabajo marcharan en orden, no era extraño que en el Hogar de la Empleada la propia Eva Perón se subiera a una silla para enderezar una cortina torcida. Según Alicia Dujovne Ortiz, en esta compulsión, quizás, latiera la necesidad inconsciente de corregir todo lejano atisbo de “humillación femenina”. Ahora bien, para acercarnos a las ondas acústicas en cuestión, hay que subrayar que la devoción que Eva Perón tenía por el Hogar de la Empleada representaba, en cierta medida, un cuidado de sí misma. Y la causa de esto era que, aunque el lugar era utilizado para recibir e impresionar a dignatarios, presidentes y visitantes ilustres extranjeros, el Hogar de la Empleada no tardó en transformarse, además, en un cónclave evitista.
Quien se disponga a un ejercicio meditado de arqueología espiritual en la ANMAT podrá percibir, si los destellos repentinos del espacio y su sonido acontecen, los rumores de un pasado en el que Eva Perón se preparaba para recorrer dos caminos paralelos muy distintos y trascendentales. El primero era el de su enfermedad, cuyos efectos marcaron la historia del Hogar de la Empleada desde el principio. Aunque el edificio fue inaugurado el 30 de diciembre de 1949, la habilitación final se hizo tres semanas después, probablemente por demoras vinculadas a su inevitable descubrimiento. En realidad, los indicios del cáncer ya existían en forma de hemorragias, dolores y fiebres recurrentes desde varios meses previos. Pero fue el 9 de enero de 1950, diez días después de la inauguración, cuando lo que se escondería primero como una apendicitis y más tarde como una anemia empezó a volverse público.
Aquel 9 de enero, tras un sorpresivo desmayo durante la inauguración de un local provisorio del Sindicato de Conductores de Taxis en el Puerto Nuevo de Buenos Aires, Oscar Ivanissevich insistió en iniciar los diagnósticos y los tratamientos, permanentemente postergados por la paciente. Lo que se comunicó al país, mientras tanto, fue que los treinta y ocho grados del verano porteño habían causado el malestar. “Fue necesaria la persuasión de su esposo para que tres días más tarde se internara en el Instituto del Diagnóstico”, apuntan Borroni y Vacca. Los motivos por los cuales Eva Perón prefirió desentenderse de su enfermedad siguen en debate. Pero lo que pervive como sonido espectral entre los salones, las escaleras y los pasillos del acallado Hogar de la Empleada hablan sin suspicacias sobre el otro camino, el político, a través del cual Eva Perón pretendía llegar a la vicepresidencia de la Nación en las elecciones de 1951.
El 15 de febrero de 1950, entre las mismas piedras de cuarzoarenita donde hoy funcionan una cocina y la guardería de la ANMAT (que por esas simetrías de la historia se llama “La Unión”, como la estancia en Los Toldos donde nació Eva María), Eva Perón invitó a los senadores peronistas a almorzar en el comedor del Hogar de la Empleada. La carrera vicepresidencial había arrancado. Y, aunque tendría un desenlace tan magnífico como fallido el 22 de agosto de 1951, el edificio fue uno de sus comandos de campaña. Ajena a las órdenes de reposo, “las jornadas de trabajo de Eva se prolongaban hasta altas horas de la madrugada y culminaban generalmente en el Hogar de la Empleada”, escriben Borroni y Vacca. Esto significa que después de las reuniones con sindicalistas, diputados, senadores, dirigentes o embajadores, al comedor principal del Hogar de la Empleada asistían, también, los intelectuales y los poetas que empezaron a reunirse en lo que pronto fue bautizado como La Peña de Eva Perón, “la más humilde y pobre de las instituciones creadas por la Fundación”, según sus integrantes. La excusa era dialogar sobre el peronismo con figurines culturales comprensiblemente escépticos o enunciar malos poemas de “exaltación” a Eva Perón escritos por quienes, más tarde, verían sus versos publicados en Mundo Peronista. Y ya que estamos: para los curiosos, la famosa frase “volveré y seré millones” nunca fue pronunciada por Eva Perón, sino que la escribió en 1962 José María Castiñeira de Dios, participante de estas reuniones, poeta y funcionario peronista y menemista, entre los versos del poema “Volveré y seré millones”.
Los historiadores coinciden en que, en realidad, las reuniones de La Peña de Eva Perón, celebradas los miércoles por la noche (o los viernes, según Marysa Navarro), fueron para ella lo más parecido a una vida social junto a hombres y mujeres de su edad con las dosis aceptables de ruido y bohemia parecidas a las de su etapa como la actriz Eva Duarte. “A veces, durante esas veladas, Evita olvidaba por un instante la obligación de incensar a Perón que ella misma se había impuesto y aparecía bajo una luz distinta. Bromeaba, se reía, tenía réplicas vivaces, como gozando revivir sus noches de existencia despreocupada”, escribe Dujovne Ortiz. Los biógrafos repiten la anécdota de cómo Eva Perón, al final de cada encuentro, y pocas horas antes de retomar su trabajo, recurría a su “sexualidad viriloide”, como dice Juan José Sebreli, y elegía a quienes debían acompañarla al Palacio Unzué, durante otro par de horas, para comer papas fritas con huevos fritos y tomar cerveza. “¡Shhh! El viejo está durmiendo”, era la advertencia. En ocasiones, a eso de las tres de la tarde, cuando concluía sus tareas estrictamente sociales, también era en el Hogar de la Empleada donde convencían a una cada vez más delicada Eva Perón de comer algo. En uno de esos almuerzos, Gisèle Freund la persuadió de hacer una célebre serie de fotos en la residencia presidencial. Todos los registros, las versiones y los relatos son imprecisos e incluso contradictorios, pero hay cierto consenso en que la última vez que Eva Perón visitó el Hogar de la Empleada fue el 8 de mayo de 1952, en ocasión de la celebración del matrimonio de Emma Nicolini, hija de Oscar Nicolini, amigo, funcionario y protector de la familia Duarte.
¿Habitan los ecos de las risas, los gritos, las bromas y los anhelos de Eva Perón en este edificio? ¿Están ahí todavía su timbre, su intensidad y su altura? El deslucido vitral de techo sobre una de las escaleras principales de la planta baja de la ANMAT, ajado y mugriento, no es alentador. Pero entre los rincones de lo que fue el Hogar de la Empleada, inevitablemente, relumbran sonidos perdidos, a pesar de que en 1955 comenzaron los robos, las subastas fraudulentas y la destrucción sistemática de todo lo que le dio su carácter social e histórico. Para escucharlos, para absorber su vibración, para que lo que puede saberse acontezca, hay que disponerse a percibirlos. Si uno les pregunta a los empleados de la ANMAT, hablan sobre lo que era llamado “el salón de la señora”, donde Eva Perón guardaba algunos de sus regalos o descansaba descalza, se menciona “el ascensor de Evita”, hoy inhabilitado, o una mítica “caja fuerte”. Como en todos los espacios que pertenecieron a la Fundación Eva Perón, tampoco tardan en aparecer las historias de fantasmas. Al que habita entre los espectros sonoros del Hogar de la Empleada se lo describe como “una chica vestida de blanco” y hace sus apariciones en el sótano, que hoy es un depósito con tentáculos subterráneos que se hunden hasta por debajo de la Avenida de Mayo, donde unas baldosas traslúcidas bajo los zapatos de los transeúntes interrumpen un poco la oscuridad. En ese espacio, escuchamos algo que nada tenía que ver con las tinieblas del tiempo////////PACO