Cuando estalló el mortero de denuncias sobre abusos sexuales en el showbusiness hollywoodense ―bautizado por el mercado bajo el empático hashtag Me Too―, del otro lado del océano Atlántico las mujeres francesas consideraron necesario esgrimir una respuesta a la histeria colectiva desatada en los suelos de Donald Trump. Fue entonces que Catherine Millet, Catherine Deneuve, Ingrid Carven y decenas de mujeres del espectáculo, el periodismo, los medios y la cultura publicaron en Le Monde una solicitada que defendía el “derecho de los hombres a importunar”. Por supuesto que no era lo único ni lo más importante del comunicado, pero fue el hightlight periodístico disectado para tirar nafta a la fogata.
¿Qué acciones conforman un abuso?
Además de reconocer los reclamos y las denuncias de las colegas y actrices mejores pagas del mundo, las francesas osaron dar dimensión y perspectiva a las subjetividades construidas detrás del drama genérico del “abuso”. Imposible por la tiranía de la corrección política y un mercado sediento de triadas ‘escándalo, víctima y victimario’, el texto intentaba dar luz sobre el giro puritano de su feminismo gestante y, sobre todo, invitaban a practicar el olvidado ejercicio de la distinción, el de la consideración de la diferencia. ¿Qué acciones conforman un abuso? ¿Qué acciones no? ¿Es posible regular las experiencias y ubicarlas en categorías universales? ¿Quién establece esa codificación? ¿Bajo qué parámetros y circunstancias? ¿Significa el mismo evento para una que para otra? ¿Viven y vivencian todas las mujeres lo mismo y por igual?
Estas y otras preguntas fueron las que suscitaron las francesas y trazaron ciertos límites a los tentáculos del Time’s Up. Se animaron a decirle al mundo que no todas las mujeres son víctimas ―incluso cuando el contexto las invita―, lo que compone un asunto descabellado a pesar de la épica empoderante que se apropia de los relatos feministas. El manifiesto francés fue el viento de cola que amenazó con tirar abajo la muralla indiscutible de la sororidad: atreverse a mirar a una mujer a la cara y decirle que aquella vivencia que denuncia puede ser un acto reprochable sin constituir un abuso fue ir demasiado lejos.
Un bigote nazi para Deneuve
Aunque intrascendente para las protagonistas primermundistas del entuerto, la reacción local ante semejante puesta en valor de los lemas feministas de último momento no se hizo esperar: el sector hegemónico del activismo de nuestro país se lució en su confusión poniéndole un bigote nazi a Deneuve en la tapa del suplemento femenino de Página 12. Gracias a la décima edición del Filba, Millet, escritora, crítica de arte, firmante y redactora de aquel documento, estuvo en Argentina y hubo ocasión de escuchar sus ideas, sin el filtro de la prensa que entrevera las nociones de feminismo popular con los dramas de la elite hollywoodense. No sabemos si Millet vio alguna vez la tapa que cuestionó la libertad de expresión de las mujeres que más hicieron por el feminismo en los últimos 50 años, pero tuvo la paciencia de conceder dos entrevistas en las que este medio, sin atreverse a esgrimir tête à tête los argumentos en los que «mascoolismo» y «decir lo que pienso» habían sido equiparados, efectuó preguntas entre inocuas e insidiosas.
Con ocasión del discurso de apertura del festival ―donde su presidente Pablo Braun no dudó un segundo en exponer orgulloso que “no hay hombres en el Filba trabajando hoy, son todas mujeres”―, Catherine Millet dijo: “En enero pasado, algunas amigas y yo escribimos una solicitada con el título “Las mujeres liberan otra palabra”, para criticar los excesos del movimiento #MeToo. (…) Aunque el movimiento #MeToo tenía como lema “la palabra de las mujeres por fin liberada”, algunas, paradójicamente, quisieron prohibirnos la palabra a nosotras, es decir, censurarnos…”. Sin necesidad de protocolos o sarasa, la francesa plantada en un territorio presuntamente hostil para ella, le puso la tapa a cualquier intento de cesura y recordó que es imposible beneficiar realmente a las mujeres si no se acepta el disenso en las opiniones.
Las mujeres no comparten todas los mismos deseos
Leyendo en francés un texto en el que no faltó el glosario de rigor con Beauvoir, Duras, Nin, Colette, Leduc y otras artistas latinoamericanas, Millet también enfatizó dos puntos soslayados por estas latitudes y centrales para construir a partir de la propia identidad: la sororidad es una idea impracticable y el patriarcado golpea con mayor violencia a ciertos sectores. “Las mujeres del mundo occidental no comparten todas los mismos deseos ni la misma condición, lo que también es válido en el interior de un país. Afirmo, por ejemplo, que no es exacto pretender que Francia, por hablar del país que conozco mejor, es en su conjunto una sociedad patriarcal. La situación de las mujeres es diferente según el medio al que pertenecen: urbano, rural, laico, religioso, musulmán, etc.… Sin embargo, en tanto una mujer haya elegido su condición tan libremente como sea posible, debe ser respetada”.
“Está la que encuentra un equilibrio en su rol de madre y esposa, la que lo encuentra en el nomadismo sexual y el placer de la seducción, la que lo encuentra en la militancia política o feminista. Así, no tengo ninguna razón para sentirme “hermana” de una actriz de cine que a esta altura, a instancias de Asia Argento, toma conciencia de que ha sido víctima de abuso sexual por parte del productor de cine Harvey Weinstein, ni de una periodista que acusa públicamente a un colega de haberle pellizcado el culo en el pasillo. Yo también, durante mi carrera, he estado frente a hombres de poder y a hombres groseros. Mi reacción no fue la misma que la de ellas. Tengo derecho a decirlo. Además, a las imprudentes que siguieron al productor de cine a su habitación de hotel, les reprocho que no hayan tenido en cuenta la suerte de vivir en un país en el que tienen garantizadas muchas otras libertades fundamentales, de las que está privada la mayor parte del resto de la humanidad”.
¿Es lo mismo el abuso sexual que el abuso de poder?
Es una francesa sobre escolarizada y privilegiada ―si se quiere, burguesa― la que vino a recordarle a las interlocutoras de un país colonizado por el FMI que “una internacional feminista” es una idea incierta, que las diferencias económicas, sociales y culturales son los factores que dimensionan el modo en el que vivimos “lo personal” y la manera en la que se estructura “lo político”. Esto siembra la particularidad del contexto donde la mujer “se hace”, donde forja su “feminidad” y donde reconoce ventajas y peligros, donde se gesta “no una fatalidad sino una responsabilidad”. Por eso es menos infantil que negligente la totalización de los sujetos y conceptos en debate: ¿Es lo mismo el abuso sexual que el abuso de poder? ¿Es lo mismo un piropo que una trompada? ¿Es lo mismo el manoseo de un miembro de las fuerzas de seguridad a una detenida que el de un perverso en un vagón de tren repleto a alguien que regresa de su trabajo? ¿Es lo mismo la mutilación genital femenina o la esterilización sin consentimiento a campesinas a la foto de una pija en la pantalla del teléfono que nadie pidió ver? Es decir, ¿qué son y qué formas toman las violencias? Las respuestas son bastante claras y no desacreditan ningún sufrir. Tan sólo aspiran a ser parte del fuelle que nos resguarda de la “fraternidad mentirosa”, el rasgo vital del neofeminismo al que Millet examina.
En ese sentido, el rechazo a la sororidad no es promovido, tal como se ha dicho erróneamente en estos días atravesados por el 33º Encuentro Nacional de Mujeres, como un elemento de boicot antifeminista. Se lo cuestiona, primero, porque es un concepto que remite directamente a lo religioso, pero más fundamentalmente porque inspira de modo ilusorio y perjudicial la noción de mujer como absoluto. “Al individuo que no acepta renegar de su singularidad, la sociedad lo repudia. Pero si elegimos no reconocer en cada sujeto la trascendencia que lo une concretamente a sus semejantes, terminaremos por alienarlos a todos […], sacrificaremos la libertad de cada uno en pro de los logros colectivos”. Por eso es que Catherine Millet retoma el clásico “la mujer no existe” de Jacques Lacan ―hoy repudiado por engordar las filas del ejército de machirulos del psicoanálisis― para trabajar sobre la misma tesis pero desde el interrogante y hacia adentro de los propios núcleos feministas. Libra la palabra, engendra un desafío y pregunta si acaso existe el feminismo/////PACO