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La Naturaleza es una Casa Encantada – pero el Arte – una Casa que intenta estar encantada

Emily Dickinson

Me he encontrado con eruditos estudiosos de la mitología que consideraban pertinente la división entre religiones “avanzadas” y otras previas a las que, por tanto, habría que llamar “retrasadas”, burdos vestigios –decían– de una época embrutecida de la humanidad. Yo difiero profundamente de ellos y considero que –no sólo en el orden religioso– el embrutecimiento aumenta, a modo de negación y de revelación, cada vez que la humanidad da un paso de “progreso”. Poco malo se podría decir –ya que hablamos de casas– de un hombre antiguo que, mientras sobrevive de milagro, aprende a guarecerse bajo una estructura de ramas inicial. Mucho, en cambio, de una sociedad que ha creado el rascacielo, el castillo, el bunker, el palacio de Versalles y la idea burguesa de “segunda residencia”, pero donde muchos siguen durmiendo al raso y el hombre común inmola su vida completa al pago de un vulgar techo. La diferencia es la que existe entre la supervivencia y la ofensa, y es en esa ofensa (en ese “progreso”) donde el hombre desvela su potencial maldad contra el hombre en todo su apoplético esplendor. Que nuestra educación espiritual no va pareja a nuestro progreso técnico es una idea tan vieja que volver a exponerla es –aunque procedente– una obviedad. Y que un hombre inventa una hoz para segar pero el siguiente la usa para hacer una escabechina, un cuadro no por antiguo menos cierto.

Con el mundo religioso y espiritual me sucede exactamente lo mismo: no veo avance alguno, aparte del virtuosismo constructivo, en las complejas religiones del libro, que son desde el inicio una intrincada empresa comercial a costa de la familia y donde la sensibilidad de origen queda sepultada por un ejército de símbolos interpuestos. Mi alma, si tal cosa existe, se siente confortada, en cambio, cuando percibe espíritus en todas partes, es decir, en lo que un técnico consideraría un puro animismo primitivo (1). El animismo es a la religión lo que la canción al arte: puedes hacer valiosas novelas de setecientas páginas que describan tu época, pero, igual que la época, las novelas pasarán de moda y desaparecerán. Mientras, el canto permanece en su perfecta simplicidad, en su inabarcable tecnología de síntesis. Del mismo modo, puedes construir la más compleja de las teogonías con la total seguridad de que de sus templos pronto no quedará piedra sobre piedra. En tanto, La Gente seguirá viendo un ánima (un “soplo” de vida) en cada cosa natural que la tenga, una fuente, un árbol venerable, un lugar donde las corrientes de la existencia convergen, silenciosas. La novela es, pues, un modo (extraordinario, si se quiere);  el canto una esencia. Igualmente, la religión elaborada monoteísta es un modo –férreamente socializado– de la pulsión religiosa, mientras el animismo es, en cambio, una esencia humana nuclear.

Bajo los ropajes apolillados de las religiones oficiales, el mundo sigue siendo animista, es decir, joven, niño. Y como la mitología es un todo en evolución, hace ya un tiempo que ese niño empezó a ver espíritus tutelares –al genius loci– asociados no ya a lo meramente natural, sino también a las cosas que él mismo creaba. Igual que en el caso de la Serpiente Emplumada, que marcó el lugar donde se debía erigir no ya una casa, sino una ciudad entera (Tenochtitlán), pero desde mucho antes, los hombres han construido sus estancias sobre el lugar donde creían percibir el signo de un espíritu potencialmente protector. En esa elección, plenamente animista, empiezan la magia y el problema de La Casa, y surge la primera pregunta: ¿Se construye la casa sobre el lugar donde ya existe un espíritu tutelar –un manantial, pongamos– o se invoca al genio tutelar una vez construida? ¿Pertenecen los Lares a la casa o la casa a los Lares? ¿O son ambos una misma cosa? Lo cierto es que, previa o invocada, no hay casa inicial sin Presencia. Toda la mitología de La Casa depende en origen de ese animismo del que hablamos, que podríamos llamar residual, pero del mismo modo podríamos llamar central. Y toda mitología de La Casa implica a una entidad que no somos nosotros y cuyos poderes nos exceden. 

Es decir, toda casa está encantada.

Esta idea –que ahora me parece obvia y probablemente lo es– vino a mi exactamente el 13 de abril de 2021 (está anotado en mi diario). Fue seguida de una intuición instantánea: la de que el largo caso (muy literario) de las casas fantasmales no es el de que estén encantadas, sino exactamente el contrario, el de que están desencantadas. 

Linajes fusionados

Breve digresión etimológica: en inglés hay Haunted Houses, es decir, casas “visitadas” o “frecuentadas” (A Haunt es también un lugar donde los animales acuden a beber, lo que establece una peculiar conexión con el agua, cuyo interés veremos luego). Su equivalente hispánico sería nuestra amenazante casa “embrujada”, mientras que el término “Enchanted” (aplicado al lugar que está bajo un sortilegio o bien que es especialmente encantador) es positivo, aunque igualmente mágico, y equivaldría a nuestro “encantada” (los castillos encantados, por ejemplo, de la breve felicidad de los cuentos de hadas). El término “encantada”, sin embargo, ha sido usado por el castellano indistintamente, a menudo también en el sentido ominoso. Cuando yo digo que como norma general las casas están encantadas, me refiero, obviamente, a su elemento positivo de adscripción a un genius loci protector. Y cuando digo que están “desencantadas” postulo que la casa que se llama “embrujada” o “Haunted” no es sino la casa bajo el estado “de desencanto” que acaece cuando los moradores han olvidado al espíritu protector, o cuando se lo ha contrariado, o cuando, por cualquier razón, se ha roto el pacto fundacional originario. En estas ocasiones, el espíritu puede llegar a manifestarse de modo agresivo o bien –y esto es más interesante– se ha retraido y no se manifiesta. Unhaunted House. Casa-no-visitada.

Por supuesto una clasificación exhaustiva sería mucho más compleja que esta simple intuición, pero si algún día la intento será, precisamente, desde esta intuición. Para ello habría que empezar, probablemente, por separar aquellas historias en las cuales el espíritu que se manifiesta está íntimamente relacionado con la casa (El fantasma de Canterville, por ejemplo) de aquellas en las que La Presencia proviene de un hecho –luctuoso o de otro tipo– sucedido en el lugar pero no relacionado esencialmente con él (Otra vuelta de tuerca, por seguir con los clásicos literarios), y, por fin, ambas de aquellas en que el espíritu es la casa misma. 

Para este último caso, que me resulta al cabo el más enigmático y el más cercano a mi intención animista, pienso de inmediato en El hundimiento de la casa Usher, pilar fundacional del subgénero, pero en cuanto empiezo a releer la historia me doy cuenta, sorprendido, de que me encuentro frente a una fina anomalía: un caso de doble espíritu en fusión que no se atiene exactamente a ninguno de los tres tipos anteriores.

 Podría decirse, en efecto, que la trama “activa” del célebre cuento de Edgar Poe no es mucho más que el boceto de otros textos suyos con fijación femenina y necrófila: una historia de catalepsia y entierro prematuro con el fantasma del incesto pegado a ella como un sudario viejo. Es, en cambio, en la sugerencia de la unión indivisible entre el linaje y la casa –es decir, entre “La casa” y La Casa– donde reside su núcleo reflexivo, inmóvil y trascendente.  

“(…) la familia entera”, dice el visitante narrador, “sólo se había perpetuado en línea directa, salvo insignificantes y pasajeras excepciones. Era esta deficiencia –pensaba yo, mientras meditaba en el perfecto acuerdo que existía entre el carácter del lugar y el carácter proverbial de la raza, y reflexionaba en la posible influencia que en la larga serie de siglos el uno podía haber ejercido sobre el otro–, era acaso esta deficiencia de rama colateral, y la consiguiente transmisión no desviada, de padres a hijos, del patrimonio y del nombre, lo que a la larga había identificado a ambos de tal manera que el nombre original de la finca habíase fundido en la extraña y equívoca denominación de “Casa Usher”, denominación que parecía incluir, en la mente de los aldeanos, a la familia y a la casa solariega”(2).

Esta primera impresión es confirmada después por el propio Roderick Usher, fin de línea primordial que en febril conversación con el narrador expresa una opinión lindante con nuestra misma teoría animista: “Esta opinión, en su aspecto general”, leemos, “era la de la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía, la idea había adoptado un carácter más audaz, y traspasaba, en ciertas condiciones, incluso el reino inorgánico (…) Sin embargo, esta creencia se relacionaba, como ya he dado a entender, con las grises piedras de la mansión de sus antepasados (…) La prueba de esta sensibilidad estaba (…) en la gradual pero positiva condensación sobre las aguas y las paredes de una atmósfera que les era propia. El resultado, añadía, se manifestaba en la influencia silenciosa, pero importuna y terrible, que durante tantos siglos había modelado los destinos de su familia, y que le hacía a él como yo le veía ahora, tal como era”.

 La clave filosófica del cuento es, pues, la vida entrelazada hasta la pura simbiosis de dos elementos teóricamente inertes: La Casa física –que es en realidad espiritual– y la “Casa” como linaje histórico –que es, sin duda, espiritual–. Ambos crecieron juntos y declinan al tiempo, encharcados en su propia hipersensibilidad y sin que se pueda saber a ciencia cierta si uno tira del otro o viceversa. Sin que se pueda saber si se diferencian en algo todavía. Sin que se pueda, de hecho, más que contemplar “el hundimiento”.

Por supuesto tal contemplación nos proporciona un desolado placer, merced principalmente a un estilo tardo-romántico jamás igualado y cuya asfixiante atmósfera encaja como un guante de seda en la forma de la idea. “La cuestión de Poe”, escribe Chesterton en una hermosa aproximación al estilo del de Boston, “es que tenemos la sensación de que todo se descompone, nosotros inclusive: las caras pierden sus rasgos como las de los leprosos; las techumbres se pudren de la raíz a la cima; un hongo enorme, tan grande como un bosque, chupa la vida en vez de darla, reflejado en charcas estancadas como lagos de ponzoña que se desvanecen sin linde ni frontera en el pantano. Las estrellas no están limpias a su vista sino que son más bien mundos hechos para gusanos (…) una especie de opulenta podredumbre en descomposición, con algo denso y narcótico en el mismo aire”. (3)   

Lo benigno y lo maligno

En cuanto al primer tipo de casa encantada que citábamos, aquel en el cual hay una presencia que se manifiesta y cuya relación con la heredad misma es fuerte, quizá una de las obras recientes más lúcidas al respecto sea la película “Dark Water” (Hideo Nakata, 2002), que presenta grandes similitudes de fondo con la ya citada El fantasma de Canterville, de Oscar Wilde. En apariencia el film, agresivamente poético y moderno, aunque evanescente y simbolista al modo japónico, está muy lejos de la (aún) deliciosa bufonada de Wilde, pero un análisis más cercano nos permite emparentarlas. Ambas tienen como personaje canalizador (aparte del fantasma, se entiende) a un elemento femenino, que en el caso de la película se convierte en una tríada madre-hija-espíritu/casa; y en ambos casos el motivo final de solución del conflicto resulta ser uno de los modos de La Compasión. Ambas contienen, además, aunque aquí los enfoques sí difieran, un elemento de observación y crítica social que rara vez se encuentra tan afinado en el género. En definitiva, las dos obras hablan de un espíritu impuesto a través de la tragedia, sí, pero lo central en ellas no son los padecimientos que ese espíritu impone al morador (aunque sucedan, y en el caso de la película sucedan a través de la casa misma), sino la necesidad imperiosa de restablecer la paz con La Presencia si se desea habitar el lugar aparentemente maldito, curarlo. Es decir, de la necesidad de entender lo que dice y siente el espíritu, primero (cómo entender “el espíritu del espíritu”). Y después, de la necesidad de convivir con él.

La película presenta también características radicalmente propias, como la seria indagación en los temas de la mujer que debe enfrentarse sola a la crianza, el estigma social del divorcio y, sobre todo, el espíritu sacrificial de la Maternidad (Wilde habla más del paso a la edad adulta, esa borrosa transición de niño a adolescente en la que se atisba por primera vez la empatía humana profunda). Pero los finales de ambos relatos –que no destriparé– los unen y los hacen dignos de una “lectura” comparada más profunda que esta que esbozo.

En todo caso, ni en Dark Water ni en El hundimiento de la casa de Usher (ni por supuesto en Canterville) nos encontramos con casas o espíritus que sean malignos per se, y esto es importante, pues la tragedia profunda, subyacente, de las grandes historias de Casas no es la del habitante humano (aunque éste pueda actuar como canalizador, espejo o incluso emanación), sino la de la casa misma como ente que sufre; la del genius loci doliente –sea inicial o sobrevenido– ante el cual el humano debe ejercer su decisión clave de apertura o cierre, de comunión o exterminio, que, en último término, ha de transformarlo también a él. Casas sufrientes, daños colaterales. En este sentido, la indudable modernidad de las tres obras reside precisamente en su “antigüedad”, es decir, en su clara comprensión de las situaciones psíquicas de partida, las que inician toda la citada mitología y siguen residiendo en su núcleo a modo de pregunta. 

La actualidad de consumo y la tradición simplificante del cine americano posterior a los setenta han preferido, por supuesto, enfocar a la esquina opuesta y enhebrar una retahíla de casas visceralmente destructivas, embrujadas por sucesos trágicos no consustanciales, cercanas a una violencia ciega y ajena que es una más de las discutibles aportaciones de Lovecraft a la imaginería moral contemporánea (no la única). Tal decisión del estamento comercial de la literatura, el cine y las demás artes tiene cierta lógica de baja estofa, basada en el “shock value”: el presupuesto que eligen es el más pueril y por tanto el más sencillo de contar con impacto inmediato sobre una audiencia plana. La ausencia del “encanto”, en cambio, carece por esencia de forma clara y necesita, para ser narrada adecuadamente, del instinto poético y de la variación significativa, mucho más difíciles de encontrar. 

En manos de genios, la opción simple ha conseguido tener matiz y hondura en alguna ocasión (El resplandor, por ejemplo, pese a ser en el fondo una película fallida que se apoya esencialmente en la atmósfera), pero la mayor parte de los casos no parecen pasar de la chapuza o el gore de temporada. Mientras escribo estas líneas, descubro, de hecho, sin mucha sorpresa, que el “encantamiento” o el “embrujo” de una casa se llama ahora entre los entendidos “Infestación”: en pocos siglos hemos pasado, pues, de honrar a nuestros protectores invisibles a considerarlos poco menos que plaga de ratas o parásito intestinal (“progreso”, decíamos). Personalmente, opino que “Manifestación” sería un término mucho más adecuado. La casa que se manifiesta o que, por el contrario, hace de su no manifestación, de su mudez, su modo de protesta. Casas no “infestadas”, sino “manifestadas”. Manifestándose.

Por supuesto he de ser prudente, en mi desconocimiento, y no dudo que se estén haciendo obras de calado que yo no haya llegado a conocer. De hecho, preguntando en facebook a amigos y conocidos, enseguida recibo una oleada de referencias “esenciales”. Entre la avalancha de nombres que conozco y (mayormente) desconozco, dos personas me recomiendan vehementemente un mismo libro, reciente, que se llama precisamente Infestación – una historia cultural de las casas encantadas (Erica Couto-Ferreira, 2021), y que, me dicen, vale mucho la pena.

Los niños bípedos

Resta un elemento que me parece de interés en este enfoque inicial del problema (aunque el espacio dado me obliga a dejarlo en apunte): la novedad. No pocos expertos médicos han teorizado que gran parte de nuestros prevalentes problemas de espalda y de médula provienen de que nuestra adaptación al bipedismo es un proceso todavía no completo. Al cabo, nuestro alzamiento, con su flujo de dramáticas consecuencias evolutivas, es aún “reciente” (unos seis millones de años, parece). Es decir, somos bípedos tempranos y por tanto aún imperfectos. Las chozas de ribera del Mesolítico, primera casa construida, no encontrada (como sí era la caverna), tienen fecha mucho más reciente aún, unos 14.000 años atrás. Mi segunda teoría del día, pues, es que nuestros generalizados problemas con las casas vienen, en gran medida, de que evolutivamente la casa es una invención “de ayer”, cuyo particular técnico hemos dominado con ávida brillantez, pero con cuyo hecho, total, espiritual y transformador, no nos hemos fundido aún de modo pleno (y quizá esto jamás suceda): somos caseros imperfectos.

La Casa abarca, así, pese a nuestra impresión natural, una tecnología y una mitología novísimas y, nunca mejor dicho, “en construcción”. Los miedos y resistencias a sus ventajas y la intuición de sus desventajas están en desarrollo y discusión, y la mutación permanente tanto del hecho como de la imaginería añadida a él nos obliga a una re-edificación mitológica constante, a una permanente reconstrucción espiritual, que apenas tiene tiempo de pensarse a sí misma. Y he ahí, entonces, esa sensación extraña, esa rara convicción: la de que (quitando al gato, quizá) el ser casero más extraño a La Casa somos precisamente nosotros, sus propios inventores. Nadie, en efecto, más peculiarmente ajeno a una invención que quien la crea. Nadie percibe con más claridad que esa invención no es en realidad suya, o del todo suya. Nadie tiene como el inventor una relación con el invento tan plenamente imbricada en lo que Freud llamara Unheimlich, y que a falta de término más ajustado, se tradujo al castellano como “lo siniestro” (y sin duda la casa es el lugar por excelencia de ese “siniestro” freudiano).

Puede verse esa incomodidad claramente, en negativo, a través de los elementos vestigiales (es decir, naturales, o naturalistas) que nos empeñamos, contra cualquier racionalismo, en seguir incluyendo en La Casa. Elementos vestigiales simbólicos que son, exactamente, los que nos la hacen más viva y por tanto más vivible: el ansioso intento de congraciarla con lo circundante natural a través de animales, plantas de interior, retratos, fuego y jardines; la angustiada invocación inconsciente a los espíritus protectores originales a través de elementos de apariencia común que no nos avergüencen tanto como la estatuilla improbable de un dios menor.

Existen aún entre nosotros, por otro lado (aunque muchos aún se nieguen a ese “nosotros”, lo que da fe de lo divisivo del concepto mismo de “estancia”), y es preciso no olvidarlo, aquellos que han resistido heroicamente al progreso llamado Casa y han pagado por ello: los gitanos, nómadas hasta ayer mismo a los que hemos intentado convertir vanamente en lo que no son ni quieren ser; o los viajeros compulsivos como aquel impagable Ben Rumson al que encarnaba Lee Marvin en La leyenda de la ciudad sin nombre (Joshua logan, 1969) y que vivía “bajo el signo de una estrella errante”. Adivinadores de un estadio humano previo, y de un pasado pre-habitacional. Marginales. Locos sagrados del vagabundaje. Podría argumentarse que un hombre que se niega a tener casa es como un bípedo que eligiese seguir caminando a cuatro patas. Pero tampoco sería difícil contestar que quien carece voluntariamente de casa las tiene todas.

Coda – Historia de dos casas

Yo pertenezco a líneas de sangre que se pierden en la noche de los tiempos. No lo elegí, pero no me quejo de tal misterio. Bien pensado, todas las líneas se pierden en el mismo sitio y, si se sube río rojo arriba hasta llegar al protozoo, el emperador y el zapatero comparten Jardín del Edén. Quien pertenece, pues, a una de esas líneas sólo se diferencia de cualquier otro en que la manía familiar del nombre y de “La Casa”, precisamente, pervivió, por obstinación y azares, hasta él. En todo caso, he tenido la suerte, si es tal, de vivir al menos en dos casonas solariegas gallegas de esas que aparecen en los cuentos y ante cuya mera visión inicial, las gentes evocan, sin poder evitarlo, todos los cuentos espectrales de la infancia y, probablemente, algunos confusos terrores prenatales. Casas que llevan vivas desde mucho antes de que mis bisabuelos pisaran la tierra y que seguirán ahí, igual de vivas, mucho después de que yo haya desaparecido. Casas, que, en cierto modo como la de Usher, se confunden a menudo con la línea de sangre misma.

Ambas son, sin embargo, muy diversas en su espíritu. La primera, en la que residí hace unos años con un gato rojo de nombre Robert Downey, es soleada, modernamente acondicionada, llena con los cuadros coloristas de mi madre e instalada en un valle fértil y dorado famoso por sus viñedos. Su aspecto es nítido y amable, abierto pese a la antigüedad. Su espíritu es juguetón y tiene querencia por los sueños. La otra, con setecientos años a sus espaldas, está en cambio construida en una ladera umbría y se levanta adusta y monolítica, húmeda y hosca pese al esfuerzo humano, como una especie de ciudad estado de la que quedaran los muros y el hueco por toda herencia. A finales de los años cincuenta del pasado siglo sufrió un grave incendio, y sólo a partir de los ochenta se fue restaurando, lentamente. Su espíritu se ha retraído y no se manifiesta. En ella vivo ahora. Ambas tienen en común, en apariencia, tan sólo la presencia de un manantial, sobre el que parecen haber sido construidas.

Recuerdo que tras un tiempo en la primera, ocupando el amplio dormitorio que fuera antaño el de mis padres, empecé a percibir que allí, en aquella habitación, los sueños eran siempre extensos, narrativos y turbulentos. Indefectiblemente, si dormía en aquel cuarto, las noches eran una fiebre de historias y presagios; si cambiaba de lugar, en cambio, esas mismas noches pasaban tersas y amnésicas. Lo comprobé con amigos que me visitaban, y a los que yo cedía aquella estancia sólo para poder preguntarles al día siguiente si habían soñado mucho. Siempre habían soñado, en efecto, intensamente. Un día, como puro juego, le comenté el hecho a un hombre mayor y tranquilo que ejerce de guardés del lugar. Me miró, con un algo divertido en el gesto, y me contestó, con toda naturalidad: “claro, es la habitación que está más cerca del agua”. Y así era, pues la mina queda casi al pie. He ahí el animismo residual y central en todo su cotidiano esplendor, perfectamente vivo.  He ahí el manantial y los sueños, cuya conexión inevitable el hombre no necesita explicar, pues le viene dada, pues es un hecho perfectamente cierto en su psiquismo. Callé, asombrado.

Por razones que no vienen al caso, dejé por fin aquella casa amable y me mudé a la otra, donde he esperado inútilmente las manifestaciones del espíritu local. Me he encontrado aquí con la Casa Desencantada pura, la que ha dado origen a este artículo. Con el nudo exacto del problema. No es que no haya una presencia en ella, por supuesto la hay. El caso es que tal presencia, por razones que desconozco, ha decidido no manifestarse. Aquí, pese a las leyendas, se palpa un vacío, una ausencia, una abstención. Y es esa abstención la que es ominosa, dolorosa. Es esa ausencia de compañía –que intuyo voluntaria– la que puede devorarlo a uno. En abstención del espíritu esencial, todo lo que llena este lugar proviene de uno mismo y sólo de uno mismo, y por tanto, pese a los esfuerzos, las fiestas, las reuniones y el trabajo, La Casa se torna siempre medio vacía, como una casaca demasiado grande vestida por un pobre enano. La Casa se resiste a estar encantada de nuevo. ¿Por qué? Lo ignoro. 

He experimentado, así, el lento, anónimo y sutilísimo horror que aparece cuando La Presencia no se manifiesta. Ese silencio empecinado que trae una inquietud, una duda nerviosa, un atisbo de algo aún no formado, una negación de nuestra imaginación milenaria.

Tampoco creo que una casa pueda ser re-encantada por una sola generación ni que el proceso consista en “crear un nuevo encanto” más pedestre o personal, ya que no creo que se creara encanto alguno en inicio, sino que el encanto, la presencia, la potencia, ya estaba allí desde mucho antes. Se puede, si acaso, intentar –y no sé si realmente se puede conseguir, ahí la vieja historia– hacer que tal potencia se manifieste de nuevo, que acceda a regresar ante nosotros. 

También es verdad que como buen fin de línea estoy condenado a negar las máximas de la raza, y que mi espíritu es, además de animista, cambiante, viajero. Más cercano a veces al de de los gitanos que al de Roderick Usher, que sin embargo comprendo a la perfección.

Y quizá esa sea otra maldición o bendición añadida para tal fin de línea: que el genius loci, que los demás aún pueden percibir, le dé a él y sólo a él, piadosamente, la espalda. Y le deje, al fin, marchar.

(Salcedo, Pontevedra. 21-3-2022)

1-Animismo – “creencia que atribuye vida anímica a todos los seres”.  – “La atribución de un alma viviente a las plantas, los objetos inanimados y los fenómenos naturales”. –  “Conjunto heterogéneo de creencias religiosas que tienen en común la idea de que todas las cosas del mundo real, desde animales, plantas y seres humanos hasta objetos inanimados poseen una vida anímica, es decir, que la naturaleza está poblada por espíritus inteligentes o por conciencias místicas despiertas”.

2- La traducción más exacta del título sería “La caída de la Casa de Usher”, dónde el “de” (of) indica linaje.

3- En efecto,  más o menos lo que los amantes de Lovecraft creen que el de Providence consigue.

////PACO

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