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Desde hace algunos años, la obra de Byung-Chul Han es una presencia ubicua en las bibliotecas de cientos de psicoanalistas y psiquiatras porteños. Los libros de este filósofo de origen coreano, al igual que los de Mark Fisher, otro filósofo best-seller en el mundillo psi porteño, abordan de maneras más o menos directas asuntos que atañen al ejercicio de la práctica clínica. A lo largo de su obra, Han toma de manera textual algunos términos que provienen del campo de la salud mental y de la psiquiatría, como los diagnósticos de depresión, ansiedad o burn out, y si bien Han resulta a veces impreciso, detenernos en una revisión nosográfica de estas entidades clínicas (que de por sí no están exentas de discusiones y polémicas hacia dentro del propio campo de la salud mental) sería tan innecesario como aburrido a la hora de explorar las ideas de este autor. Más interesante y valioso para el desarrollo de una práctica clínica reflexiva, en cambio, es repasar qué valor tiene el trabajo que hace Han al partir de estas nociones de la psiquiatría para articular su lectura crítica de la cultura contemporánea y, en particular, analizar los fenómenos colectivos que tienen lugar a través de las redes sociales.
1. La primera de estas lecturas tiene que ver con la psicopolítica, “esa instancia nacida del vínculo tecnológico entre el poder y la sociedad”, que nos remite a la pregunta por el cálculo de los afectos. En otras palabras, ¿lo irracional puede ser objetivado? Esta cuestión está en el centro de la elaboración del conocimiento en psiquiatría en la actualidad, ya que buena parte de la producción científica se desarrolla a partir de ensayos clínicos en los cuales se intenta objetivar fenómenos y procesos mentales inmensamente complejos, íntimos y disímiles como la tristeza, la ansiedad, la desesperanza o la felicidad. Esos procedimientos suponen la implementación de instrumentos conocidos como “escalas”, que buscan objetivar estos procesos psíquicos. Pero más allá de la eficacia o la pertinencia epistémica que supone el proyecto de objetivar y graduar emociones o pensamientos, esto nos deja también una pregunta subsidiaria de la primera, que refiere a qué tipo de clínica se puede ejercer si la imaginación queda subordinada a la estadística. Esta es la tensión que se define en el enfrentamiento entre el lenguaje científico de la eficacia y aquellas intervenciones clínicas que apuntan a restaurar el espesor subjetivo de la experiencia. Y teniendo en cuenta que Han es un pensador que adopta una posición romántica, es necesario estar advertidos de las posiciones idealistas que, al momento de lidiar con un paciente (con la enfermedad mental, sufrimiento mental, padecimiento subjetivo, trastorno o como queramos decirle), difícilmente nos aporten herramientas para la tarea clínica. Por el contrario, apuntalarnos en una posición idealista posiblemente nos lleve a replegarnos sobre nosotros mismos. De la misma forma, tanto las posiciones tecnofóbicas (renegar del uso de cualquier técnica moderna como los psicofármacos, las “escalas” para seguimiento clínico o los constructos diagnósticos), como las posiciones tecnofílicas (la adopción sin compromiso de todas las novedades provistas por el complejo técnico-científico-industrial) implican una práctica que rehúsa la mirada crítica. Y cuando eso pasa, lo que queda es la figura del clínico como un tecnócrata burocratizado.
Entonces, ¿cómo traducir la certeza de que detenerse a pensar “improductivamente” en términos de la eficacia del mercado es necesario para nuestra propia salud mental y la de los pacientes? Lo que está en juego acá es, por un lado, la precarización laboral creciente, gracias a la cual “no hay tiempo” para reflexionar, pensar, estudiar o debatir críticamente porque hay que trabajar hasta la extenuación para alcanzar un salario, y por otra parte, eso que Byung-Chul Han nombra como las condiciones técnicas de una época “post-política” y “post-metafísica”, “una época sin tiempo para ejercer el tipo de negatividad que posibilitaría un auténtico rol político y una reflexión sobre el ser”. Ese mundo inerte y reducido al mero vivir también habla en el lenguaje neutro de la eficacia.
2. La segunda lectura se relaciona con la convivencia entre técnica e imaginación (en la práctica clínica), representada con nitidez en la llamada “farmacoterapia racional”. Esta supone que el uso de psicofármacos debe seguir los lineamientos dictados por la evidencia científica; es decir, se deben dirigir las intervenciones medicamentosas de acuerdo a lo que la evidencia nos demuestra que es lo más apropiado para cada situación clínica. Por supuesto, este punto es insoslayable para cualquier psiquiatra. Sin embargo, las dificultades se nos presentan cuando el sujeto que tenemos en frente “no entra” en los parámetros definidos por los protocolos y las guidelines terapéuticas. En ese espacio, cada vez más estrecho en apariencia, entre lo que los protocolos científicos parametrizan y la persona que se presenta a la consulta (y que, desde ya, existe en todos los casos) se oculta la instancia artística de la medicina, aquello que Han engloba bajo la dimensión de la imaginación. ¿Y acaso no está también entre los desafíos de la psiquiatría pensar el modo de vincularse con el psicofármaco como tecnología y con la farmacoterapia como técnica, sin caer en una tecno-fármaco-fobia? Si el compromiso entre técnica e imaginación se condensa en la psicofarmacología y las psicoterapias, son justamente aquellos pacientes que peor “se adaptan” a las indicaciones terapéuticas los que mayor lugar habilitan para la intervención por fuera de los protocolos, es decir, para la imaginación (pero también para los abusos y las perversiones terapéuticas). En ese sentido, la noción de riesgo y la figura del adicto son particularmente ilustrativas.
3. La tercera lectura tiene que ver con la definición que el sociólogo Nikolas Rose hace de la medicina moderna y las “sociedades farmacológicas” en Occidente a partir del principio del “manejo del riesgo”, según el cual todos somos potenciales enfermos asintomáticos. Uno de los mayores riesgos para un psiquiatra, de esta forma, es que su paciente deje de tomar la medicación. La noción de “riesgo”, a diferencia de la de peligrosidad, considera que las conductas de las personas son el resultado de un conjunto amplio y complejo de factores que no se inscriben de manera intrínseca e invariable en la persona, sino que son dinámicos y la exceden, como el empleo, el salario, la vivienda, la pareja, etc. Pero la baja tolerancia al “riesgo” y la exigencia de resultados que la lógica del utilitarismo le impone a la medicina empuja a los psiquiatras a medicar usando dosis a veces excesivas y durante períodos de tiempo a veces innecesariamente prolongados. De hecho, son los propios pacientes, sus familiares o incluso sus analistas los primeros en demandarle al psiquiatra que inicie una medicación, incremente la dosis o mantenga un medicamento en vez de retirarlo.
Acá podemos invocar una vez más a la figura del adicto. La existencia misma del paciente adicto a las drogas (o usuario problemático de sustancias, en su variante polite) implica un vivir en “riesgo”. Y por eso la aparición de estos pacientes, más aún en la soledad del consultorio particular, despierta un temor y un rechazo en los psiquiatras y psicólogos que va más allá del estigma social asociado a las drogas. De hecho, si en un principio el consumo de drogas ilegales era contemplado como una práctica desafiante o incluso subversiva, hoy la obra de Han nos permite reconocer que precisamente en tanto tal, el poder no conduce a menos placer sino a más. La violencia de la positividad de la que habla Byung-Chul Han se expresa en la autoexplotación, pero también en la maximización del disfrute y la felicidad. Es decir que ahí donde encontramos un mayor acceso a lo ilimitado de una supuesta libertad o del placer es, también, donde más sintomático se puede volver el sometimiento al poder.
4. Si nuestro objetivo es evitar caer en la pura instrumentalidad del pensamiento (“dejar de ser pensados por la técnica y ser capaces de pensar en la técnica”), primero es necesario entender que la esencia de la técnica cumple un rol superior al instrumental, al ser la estructura que nos relaciona con la realidad. En este sentido, una psiquiatría crítica implicaría poder hacer una distinción entre la manera en que un mismo contenido es asimilado: ya sea como un hacer ajeno a cumplir o como un hacer propio a realizar. Estas ideas, junto con la noción de la dignidad del riesgo, que implica devolverle autonomía a la persona que nos consulta al hacer énfasis en su capacidad para decidir y asumir las consecuencias de sus propias decisiones, nos permiten definir que la cultura del “riesgo”, entendida como la intolerancia ante la falta de certezas y seguridades, va de la mano con lo que Nikolas Rose llama también “cultura de la culpa”: el psiquiatra que “fracasa” en evitar un evento indeseable (un suicidio, un accidente, una separación, la pérdida de un empleo, la insatisfacción crónica) es culpable, como mínimo, de impericia. En los términos de Han, también la productividad continua, exhibicionista y en estado de alerta permanente que caracteriza a la autoexplotación y que “rechaza la densidad de un tiempo compatible con la elaboración de una experiencia” genera las condiciones para un circuito en el que las enfermedades típicas ligadas a la falta de negatividad (como Han define a la depresión, el burn out o las adicciones) deben ser recibidas por tecnócratas de la salud mental, atrapados en esa misma red de autoexplotación y falsa libertad////PACO
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