Cita Malaparte, no recuerdo dónde, una anécdota en la que dos oficiales, uno italiano y uno inglés, se encuentran durante la primera guerra mundial. El isleño le recrimina al latino que los italianos olvidan el honor y luchan tan sólo por el dinero, a lo que su compadre responde que cada nación guerrea por aquello de lo que carece. Es esa norma, quizá, la que hace que la moderna mitología norteamericana (no hay otra) esté cuajada de aquello que a EE.UU (sueño de nuevo mundo igualitario, república de individuos armados) le falta por definición: líneas reales, príncipes y reyes, princesas y reinas. Para la escenificación de tales líneas tomaron los americanos de los subterráneos, entre otros, los modelos masculinos del chamán y del príncipe guerrero en viaje iniciático, prestados de la cultura que acababan de masacrar y que -como todas las relativamente “atrasadas”- había abrigado tales arquetipos y no se había deshecho todavía de ellos. Para el modelo femenino improvisaron de modo más profundo, en un acto de cultura popular puro, y eligieron a la camarera.
En el libro “El puño y la letra” (66RPM, 2013) esbocé la teoría de que una de las líneas de evolución del Rock&Roll es precisamente la de las casas reales, residuo antropológico perfectamente vivo al menos en las décadas de los 50, los 60 y los 70. “Durante un tiempo”, escribí en aquel libro algo primerizo pero serio, “el Rock&Roll constituyó una secta altamente metastatizada que vivía en la era de la magia de muchos siglos atrás: una especie de sociedad arcaica inserta en la sociedad moderna y que recibía de esta un feedback inesperadamente intenso (…) Una nueva casta adolescente le estaba poniendo en las narices al posible antropólogo del mito lo que hasta hacía poco había tenido que buscar en indicios agonizantes y residuos selváticos”. Frente a esta corriente, encarnada en reyes sacrificiales, según los definiera Frazer en La rama dorada, se erigía la línea de las casas bárdicas, más comunal, menos hedonista, al servicio de un pueblo que, por desgracia, nunca hemos terminado de definir con precisión. De esta derivarían el folk de combate, el punk politizado y el hardcore, que nos han legado tantos momentos de libertad como dogmas castrantes.
Ambas vías mitológicas nacen del rechazo a lo cortesano y lo instituido. Ambas continúan la línea de aquellos trovadores galeses que retrata Robert Graves en La Diosa Blanca, y que, rechazando de plano cualquier censura por parte del reino, se echaron al monte constituyéndose en “un gremio de trovadores cuya condición no se regía por leyes y que no contaban con obispos ni ministros de estado entre sus miembros, pudiendo utilizar libremente la dicción, los temas y los metros que desearan”, y a los que “se atribuía popularmente dones adivinatorios y proféticos y la facultad de utilizar la sátira injuriosa”.
Dualidades, principados
Sin embargo, la que nos interesa ahora -línea de espíritu dentro de una línea de sangre real– es la del príncipe que no sólo rechaza la influencia de corte alguna, sino que se niega a ser rey. Nada produce mayor horror a un príncipe que la corona, y tiene sus razones. A menudo se ha explicado esta paradoja arquetípica mediante la superposición de dos personas que son una. El film Becket (1964) es un ejemplo paradigmático. Se trata de una paráfrasis de la amistad profunda que retrata al príncipe como una soberbia y libre amalgama formada por dos personalidades (el futuro Santo Tomás Beckett y el futuro Enrique II); entidad mágica que se malogra al escindirse, es decir, al tratar de atenerse a aquello que otra entidad pretendidamente superior (el reino, Dios) le exige a cada uno de sus elementos. La supuesta tensión homoerótica que subyace a lo largo de la amistad de ambos caracteres, bastante obvia en la película, no es otra cosa que la tensión que la unidad perdida ejerce en su intento de regreso. Vanamente: el príncipe, que -secretamente hasta para él- desea seguir siéndolo, se da cuenta de su error demasiado tarde, cuando ya no es uno, sino dos. Y dos destinados a la tragedia.
Y tragedia fue la vida de Jim Morrison, príncipe entre príncipes, último rey. Pocos personajes más centralmente mitológicos que él, a este respecto, y ningún lugar mejor para observar el surgimiento de mitologías pop que la California que él ayudó a encarnar como lugar/idea. Rompiente final del sueño americano, última utopía con espacio físico definido, núcleo de la industria del cine (no del cine en sí), prodigiosa dinamo generadora de leyenda pop(ular), al menos hasta la recta final del siglo XX, es allí donde termina toda la jerigonza europea y la vida se vuelve a actuar desde cero, ya sea como farsa. Y es allí donde, entre otros artificios muy logrados -el geniecillo enloquecido y barroco (Brian Wilson), el satanista familiar (Charlie Manson), el pionero confesional, drogadicto y pro cosmos (Neil Young), el paranoico psicodélico free (Arthur Lee), la runaway dañada de voz sobrenatural (Janis Joplin), el héroe espiritual ecologista (Randy California)- Morrison alcanza su propia medida, a pie de playa, a caballo de esa banda extraña pero prodigiosa que fueron The Doors.
Chamán simbolista o poeta infantiloide, jinete dopado o barfly terminal, generador de una corriente drogadicta y mágica o estafa, canalizador o mero chulo de playa, Morrison ha sido tan luminoso para algunos como irritante para otros. Cuando entrevisté a Julian Cope, hace ya tres lustros, The Drude me comentó que la primera obligación de un Chamán era manifestarse como tal, afirmar su estado, y me puso a Morrison como ejemplo. Podría ser un perfecto imbécil –vino a decir- pero al menos declaraba en voz alta su condición, y ese es el paso necesario. Ese ímpetu y esa claridad los tuvo sin duda el autodeclarado Rey Lagarto. Pero además lo avaló con una solvencia artística que refleja, como perfecta sombra, esa identidad irritante y bipolar que lo hacía oscilar entre la patochada y la genialidad.
Enlatando el calor
Pongamos un ejemplo obvio. En la reciente reedición en CD de Morrison Hotel, penúltimo disco de la banda, en el que vuelven a la raíz blues/rock y se acercan a la síntesis final que fue L.A. Woman, se incluyen varias tomas fallidas en las que la banda intenta acercarse a una versión decente de “Roadhouse Blues”, el 4 de noviembre del 69. Suenan torpes, descentrados; Morrison se ensimisma en soliloquios y está en otra parte, la banda no rueda en absoluto, la letra está por definir y la canción parece una especie de amorfo blues genérico que nadie se ha preocupado en cortar a medida. Suenan a grupo de crucero en un mal día y los ánimos del productor (Paul A. Rostchild) no parecen ayudar mucho. No será hasta el día siguiente, con nuevo bajista (Lonnie Mack, que se apuntó cuando el oficial, Ray Neapolitan, quedó atrapado en un atasco), Manzarek cambiando de piano y el añadido de la armónica de John Sebastian (fundador de Lovin’ Spoonful), cuando finalmente lleguen a un acuerdo con la historia y firmen la apabullante versión del tema que conocemos. Podríamos aventurar que fueron esos cambios los que hicieron la magia, o concederle peso a Rotschild, o invocar el espíritu de una época en la que, si tenías dinero, los temas se rodaban en estudio hasta que terminaban por cuajar, jugando a improvisación, ensayo, error y gloria. Y sería cierto, y justo. Pero todos sabemos que la diferencia esencial, en este caso, era es que el alma de la cosa estuviese o no. Y el alma era Jim, mal que le pese a Manzarek, Krieger o Densmore (notables músicos, por ese orden).
Pongamos como ejemplo, para comparar, a una banda que adoro y que considero capital por razones casi opuestas a The Doors, pero con la que comparten cierto estilo de fondo y un obvio amor por el rythm and blues musculoso y el boogie adictivo: Canned Heat. Con Morrison en babia, a The Doors los cogen Canned Heat y se los meriendan en dos tomas. Con Morrison en vena, en cambio, Canned Heat no quedan ni delante ni detrás, porque simplemente ambas bandas se convierten en habitantes de planos distintos. Los Heat amaban la esencia y la actualizaba con empuje, consistencia y arte, pero los Doors pertenecen ese territorio épico donde lo que se redefine no es ni la música de una época ni el tono de esta, sino el espíritu poético de la época misma. Es decir, aquello que a décadas de distancia, los mortales seguiremos entendiendo como esencia de un tiempo lo fuese o no. The Doors, con Morrison en estado Rey Lagarto -señor de los bares de mala catadura, las planicies indias de cartón piedra y los bungalows a pie de playa- son una máquina imprimir leyenda, de acuñar símbolo, nueva literatura americana en estado de ritmo. Sin eso, apenas una banda decente de profesionales con ínfulas. Esa es la diferencia. Y esa diferencia es abrumadora cuando, después de escuchar las tentativas del primer día pasamos a escuchar la consecución del día siguiente: “Roadhouse Blues”, concisa, briosa, expansiva, desafiante, extraordinaria; un blues pesado dinámico y nocturno donde Morrison es capaz de mezclar la onomatopeya con el alma en una de las más perfectas canciones e carretera de todos los tiempos, y que desemboca en esa línea arrastrada, fangosamente corpórea, que define la metafísica de la resaca y que es, en sí misma, uno de los modos del rock&roll: “Me levanté esta mañana y me abrí una cerveza / Me levanté esta mañana y me abrí una cerveza / El futuro es incierto y el final siempre está cerca”.
Cuando uno es capaz de cosas así, y Jim llevaba unas cuantas, lo de proclamarse chamán empieza a ser innecesario por obvio. Creerse a fondo lo de Rey Lagarto fue sin embargo, un error.
Y es que la necesidad que siente América de figuras aristocráticas construidas desde el limo primordial es sólo igualada por su pasión por el magnicidio, público u oculto; por la autodestrucción televisada, por la ejecución ritual. América es el dominio del Rey del Año, un sueño húmedo de Frazer proyectado. Y América es un niño grande que exige el cuento completo, auge, caída, muerte y resurrección. Y vuelta a empezar. Convertir el mito en industria, la psique profunda en dólares, ha sido una de sus maravillas cruentas. Ser rey en américa es asumir una muerte más que posible o en su defecto la ruina o la locura. Oberven a Elvis, el Rey con mayúsculas. A Hendrix. A Phil Spector. A Janis Joplin. A Lennon. A Martin Luther King. A cinco presidentes tiroteados. A una lista interminable de chivos expiatorios que construyen la narrativa nacional: cualquiera puede. Cualquiera puede subir, caer, redimirse, desaparecer.
Dylan, que era también un príncipe -pero más listo- había mostrado el camino de escape de ese laberinto en el 66, cuando aprovechando un accidente de moto (simulado o no) se quitó de en medio y se sacudió la corona que lo esperaba para asesinarlo, rematando la jugada con un regreso en clave country –John Wesley Harding (67) y sobre todo el muy edulcorado y conservador Nashville Skyline (69)– que lo ponía perfectamente fuera del cuadro contracultural. Traicionar. Negar. El Rey Lagarto que “podía hacer cualquier cosa” no lo entendió, o no quiso entenderlo, y así terminó muriendo tristemente de sobredosis en París, en 1972. Pese a ese error o ese acierto, su figura inauguró una línea de príncipes chamánicos de distinto corte que daría frutos espléndidos y que en su vertiente americana está inevitablemente asociada al mar.
Última frontera
El mar es lo extraño, lo otro, y al tiempo lo originariamente nuestro. Miedo y llamada. Libertad o vértigo esencial. Revisando la infravalorada El rostro impenetrable (Marlon Brando, 1961) me reencuentro, de nuevo, con la extrañeza y la intensidad de su presencia. Se atribuye generalmente el obvio influjo oceánico sobre la película al hecho de que apenas haya westerns “marítimos”, pero es una excusa vaga, ya que cada película de piratas podría considerarse un western. La extrañeza proviene más bien de la condición de límite que el mar adquiere aquí; de la sensación de que el protagonista está siempre arrinconado contra ese mar de azul technicolor, lo que permite, por opresión, que la narración evolucione desde la comedia inicial hacia el de drama metafísico. Así el mar de California en el film de Brando, así la historia del pop: si el viaje hacia el “estado dorado” era una epopeya de liberación, el encuentro con él fue ese choque contra el límite. La costa de California es, en muchos sentidos, el non plus ultra dramático y final.
Es con el mismo mar en mente, pero surcando uno de metafórica carne, como recordaremos a Iggy Pop, el sucesor más obvio de Morrison, porque así lo inmortalizó Tom Copi en el Cincinnati Crosley Field, el 23 de junio del 70: la Iguana de Detroit (de lagartos va la cosa) tiene 23 atómicos años y surfea sobre la audiencia liderando a The Stooges, empapado en mantequilla de cacahuete, a torso desnudo, enfundado en guantes plateados de mercadillo postnuclear y refinando para siempre una versión ultraviolenta y teen de Moises: abre el mar rojo para una legión de runaways, camina las aguas, señala hacia un mundo nuevo mientras el sueño de la contracultura, paradójicamente, se cae en torno a trozos.
Ese guía sexualmente ambiguo e hiperpotente que cabalga la ola humana es al tiempo diosecillo solar y pesadilla dionisíaca. Sobre él, como sobre Jimbo, confluyen ríos mitológicos opuestos de caudal violencia. Iggy quiere otro mundo y lo quiere ahora, como cantaban The Doors, su espejo primero y último, y está convencido de que ese mundo queda a un pico de distancia, allí. Aquí. En la playa, en esa última frontera californiana de la que acababa de volver con el oceánico y ácido Funhouse bajo el brazo y a la que habrá de regresar, apaleado.
Los clones de Iggy florecerán, pero tendremos que esperar 15 años para encontrar otra polaroid perfecta del arquetipo en la figura de Perry Farrel, líder de Jane’s Addiction. Inasible presencia escénica que añade a la mezcla un deje de cabaret corrupto y dual; perturbadora voz que alguien definiera una vez como la de “un ángel al borde del estupro”, Farrel, yonqui, surfero, travestido, homeless poético, es la California freak sublimada. En su extraña película Gift (93) se puede encontrar lo más discutible de su persona de entonces –egomanía, narrativas inconexas, drogadicta autocomplacencia- pero también un afán transgresor que renovaba el campo a través del fuego y un par de tomas de la banda en ciudad de México que sólo están a la altura de los elegidos. Todavía recuerdo como una de las impresiones decisivas de mi adolescencia el video de “Stop”, donde entre olas desenfocadas el príncipe hacía surf contra sí mismo.
Más o menos por la misma época (87) arrancaban también a la vida The Jesus Lizard (ahí va otro lagarto), banda esencial en eso que algunos llaman Noise Rock y entente de genios con frontman de titanio líquido. David Yow corría el riesgo de ser confundido con un gimnasta o un suicida, o las dos cosas al tiempo, pero dotaba de expresión física honesta, brutal, a la milimétrica agresión de sus compinches (estratosféricos el guitarrista Duane Denison, el bajista David Sims y el bataca Mac McNeilly). Era la mueca que humanizaba a la máquina hasta el dolor y para siempre. Si quieren una definición de “actitud”, esa palabra tan manida en la música agresiva, vean el video que cierra este artículo, un directo en el Orbit Room de Dallas, del 16 de diciembre del 94. Entre el final del minuto tres, cuando Yow recibe un perfecto botellazo en la cabeza que lo tumba, y el final del minuto seis, en que él mismo reanuda la acción con el lacónico comentario de “buen disparo”, está todo lo que hay que saber sobre el concepto. El resto es una gloriosa ampliación.
Los tres energúmenos citados siguen perfectamente vivos. A Iggy lo rescató Bowie de la muerte, hace mucho, y ahora hace caja con reuniones y anuncios y se toma la playa con calma socarrona, como un Morrison que hubiese triunfado. Farrel, que un día fuera un animal hermosísimo, terminó en caricatura de sí mismo retocada en quirófano y sin aparente música de peso que ofrecer. Yow… a saber qué carajo hace Yow (aunque lo tengo de amigo en Facebook); tuvo suerte, probablemente, de que bandas menores como Nirvana se llevaran, con sus caras bonitas y sus telenovelas baratas de redención yonqui, la fama que mereció la suya.
Los momentos aquí esbozados son, en todo caso, sólo instantáneas de un rastro, marcas de una tradición americana digna de ser explorada hasta sus sótanos: la del principado elegido; la del frontman que muta sustancialmente el mensaje de la banda sobre la que cabalga hasta lograr un paroxismo de sentido sin él del todo inalcanzable. Si se sigue ese rastro se acaba fácilmente en GG. Allin, o en Kim Fowley, o en el Lou Reed de Take no Prisoners o incluso en Royal Trux, y de ahí a las dinastías yonquis hay sólo un paso. Si en cambio se quiere saltar el charco, Joy Division son la llave de otro panteón, consecuencia natural de éste, que desemboca en el citado druida Julian Cope y que merece artículo aparte.
Termino de escribir todo esto, observo los caminos posibles, y me quedo pensando finalmente, de nuevo, en los Canned Heat. En la muerte temprana de Alan Wilson (27 años); en la muerte triste de “El Oso” (Bob Hite, vocalista de la banda); en lo poco recordados que son y en como, pese a su excelencia y su carisma particular, pertenecen a esa liga de bandas que la historia ha dejado al borde del camino como, por citar maestros, a los Dr. Feelgood, los Godfathers, los Only Ones, los Rose Tatoo. Hay ahí otro cuento de dinastías que no son ni la del folk reivindicativo ni la de los príncipes megalómanos, y que habrá que contar alguna vez. Pero para eso hay que bajar a los tugurios. Y en los tugurios es donde encontramos a las camareras. Y ahí es donde empieza la acción.
Continuará…
////PACO
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