Con la pretensión de ser el máximo constructor del retrato cultural del siglo XX, cultural en su más amplio sentido, Richard Avedon se abrió paso para cumplir su objetivo con métodos que, si bien no fueron descubiertos por él, reestructuró para hacer historia y marcar una identidad única. Mezclando lo urbano con lo elegante y repartiendo el protagonismo entre cuerpos y espacios, jerarquizó la fotografía de moda y embelleció la documental. Todo escenario fotografiable que se le cruzó por el camino, él lo volvió un escenario emocional y, en consecuencia, habitable a todos. Porque en su manera de registrar, ya sea en una producción o una cobertura, pasando por sus acciones políticas, encontró la manera de resaltar elementos o atmósferas que nos sean comunes a todos los mortales. Si en toda la obra de Avedon se puede percibir a la civilización y barbarie como un tótem inevitable, en los retratos, su legado más preciado, no hay escapatoria a esa sensación. La civilización y la barbarie están presentes como una arquitectura dentro de nosotros o dentro de los lugares que transitamos y que, una vez reconocida, se goza y, a su vez, se sabe como una herramienta de poder frente al mundo. En definitiva, esa dualidad es la que nos sostiene. Atrás de esas fotografías icónicas, en blanco y negro y con el fondo neutro, hay toda una intención que no deja nada liberado al azar. “El fondo blanco aísla al sujeto de sí mismo”, solía explicar. Aislado el sujeto, él se encargaba de desnudarlos. “Todos actuamos, no es intencional, y es natural que al posar para un fotógrafo le ofrezcamos una sonrisa que no sea la personal, la que le dedicaríamos a otro. Pero incluso en ese momento, frente al fotógrafo, en algún lugar está la rabia por algo o hacia alguien, y al rato de estar ahí vamos a sentir hambre, ganas de estar en otro lugar, y nos va a pesar lo que nos pasa. Y eso es lo que yo valoro, es esa otra intensidad lo único que me interesa fotografiar.”
Si en toda la obra de Avedon se puede percibir a la civilización y barbarie como un tótem inevitable, en los retratos, su legado más preciado, no hay escapatoria a esa sensación.
Los mitos que sobrevuelan la leyenda de estos retratos, coinciden en que el gran valor de esas tomas radica en la fuerza psicológica que Richard Avedon ejercía sobre las figuras, en muchos casos rozando niveles altos de sensibilidad y en otros tantos, de crueldad. Él sabía qué es lo que quería inmortalizar en cada retrato, qué matiz de la personalidad de esas figuras, súper vistas y reconocidas, quería exponer. También sabía que dejando pasar las horas, forzando sesiones maratónicas, daba lugar al cansancio y a la desidia, y que eso se haría notar en los gestos y las posturas. No permitía retoques de maquillajes ni cambios de vestuario sin razón. Realizaba tomas aisladas, pudiendo dejar pasar varias horas entre una y otra, simulando estar en descanso y comenzando a disparar de imprevisto. En el “mientras tanto”, Avedon conversaba y, de hecho, todos lo reconocían como un excelente conversador. Así, compartía historias que podían ser personales o no, pero que exploraban al personaje a retratar para descubrir por dónde podía hacerlo tener algún tipo de reacción, que no sea la visiblemente habitual. Al duro, lo endulzaba. Al dulce, lo irritaba. Sabiéndose esa trastienda y conociendo los resultados finales, el propio Henry Kissinger le dijo antes de ser retratado «sea usted indulgente conmigo». Al fotografiar a los Duques de Windsor, después de varias horas de estar en el estudio sin lograr que ninguno de los dos relajara su manera de posar, terminó por decirles que su perro había sido aplastado por un auto y así, a raíz de esa mentira, logró las fotografías que quería con el gesto de ambos conmovidos, dramáticos. La fotografía de Marilyn Monroe, con la mirada perdida y tildada, generó todo tipo de especulaciones en la prensa. Llegó un momento en que el retrato de Richard Avedon cotizaba como certificado de celebridad en el mundo. Si él le dedicaba un tiempo de su atención y de su arte a alguien o algo, entonces merecía ser visto o escuchado. En esa instancia, algo colapsó. “En 1975 llegué a un punto en mi carrera en que no estaba interesado en hacer retratos a personas de poder y fama. Sin embargo, había tres hombres cuyo trabajo admiraba enormemente y cuyo retrato quería realizar: Jorge Luis Borges, Samuel Beckett y Francis Bacon”. Así comienza el relato en el que comparte detalles de su encuentro con el escritor argentino, y es uno de los relatos más conmovedores de sus experiencias, muchas de ellas narradas en el libro Richard Avedon Portraits y otras tantas compartidas en el documental Darkness & Light.
“Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego”, describe y vuelve literal el desafío por delante, como quien abre el paraguas antes de la tormenta sin saber que faltaba otro factor más por enfrentar.
“Fotografío lo que más temo, y Borges era ciego”, describe y vuelve literal el desafío por delante, como quien abre el paraguas antes de la tormenta sin saber que faltaba otro factor más por enfrentar. Mientras viajaba para Buenos Aires, Leonor Acevedo Suárez, la madre de JLB, fallece. A pesar de la extrema situación, la cita no es cancelada y al día siguiente el fotógrafo lo visita. “Estaba sentado bajo una luz gris, en una silla pequeña y me señaló con su mano que me sentara a su lado. Casi inmediatamente me dijo que admiraba a Kipling y me pidió que le leyera”. Borges le indicó con exactitud dónde estaba el libro en la biblioteca y el poema que quería escuchar, The Harp Song of the Dane Women. En algunos fragmentos, acompañó la lectura sumando su voz. Cuando Avedon finalizó, le preguntó si sabía anglosajón y qué prefería entre “leyenda o elegía”. El fotógrafo optó por “elegía” y Borges comenzó a buscar lo que, esta vez, le leería él. “Me explicó, mientras preparaba su recitado, que su difunta madre estaba en la habitación de al lado, que sus manos se crisparon de dolor justo un instante antes de su muerte. Me describió cómo él y su sirviente habían estirado cada uno de los dedos de ella, uno por uno, hasta que sus manos descansaron sobre su pecho. Luego recitó la elegía anglosajona, con su voz elevándose y cayendo en el cuarto oscuro”. Avedon comenta que en ese instante lo abrumaron los sentimientos y no tuvo más que empezar a fotografiar. Sin embargo, el artista, no quedó conforme con las piezas realizadas porque le resultaron vacías, reprochándose que no pudo aportar nada de sí mismo.
Varios años después, se encontró con una crónica de la visita de Paul Theroux a Borges y, dejando de lado las particularidades, sintió algo similar.
Varios años después, se encontró con una crónica de la visita de Paul Theroux a Borges y, dejando de lado las particularidades, sintió algo similar y en ese reflejo interpretó que “La gente que venía de afuera solo podía existir para Borges si formaba parte de su propio mundo interior. El mundo del saber …”. Atravieso el relato de Avedon sin alejarme de mis lecturas personales de Borges, desde mi magnetismo por la obsesión del escritor con el coraje masculino y de cómo expone a las mujeres a lo heróico, exigiéndoles una valentía que, en ellas, no sería una cualidad, si no, más bien, una reacción propia de su naturaleza. Pasada esa primera instancia de intimidad con este Borges “mío”, que es el más un Borges de ensayos y críticas que de cuentos y poesías, recuerdo un pasaje de una conferencia suya en la que habla de Montaigne y Whitman. En sus palabras finales dice que, tanto uno como el otro, no quieren ser maestros, quieren ser un amigo del lector, “un amigo tan íntimo que finalmente llega a confundirse con nuestro yo”. Resulta inevitable frente al relato de Richard Avedon no caer en las típicas figuras borgeanas de los laberintos y reflejos, pero ¿acaso no es eso mismo lo que el fotógrafo hacía? En algún otro pasaje también cuenta “la primera vez que lo vi en la luz, era mi luz”. Visualizo esa línea como esas pinturas en la que el artista pinta su taller, incluyendo en sus paredes, el cuadro que está pintando de ese espacio. Parece poco posible y vital, en ese insilio, darnos cuenta de las dimensiones de lo que nos está conteniendo. Avedon cierra diciendo “La performance que él ofrecía, no permitía ningún intercambio. Ya se había tomado su propio retrato hacía tiempo atrás, y yo sólo pude fotografiar eso”. Los retratados por el neoyorkino nos hablan, siempre nos están contando algo que fue provocado por él durante la sesión. Parecen pedirnos auxilio, complicidad, aliento, nos piden “algo” que no se escapa para nada del hit lacaniano que advierte que en toda demanda, hay una demanda de amor. Lo que esos retratos nos piden y hasta dónde nos lo piden, dependerá de nosotros.
El resultado es un Jorge Luis Borges asomando del fondo neutro, desafiando al horizonte, inquietante y en suspenso, esperando algo por suceder o a punto de soltar una exclamación.
Lo que Avedon no contaba es que, tal vez por el momento en el que visitó a Borges, éste no necesitaría ningún artilugio psicológico para lograr ese escenario emocional que siempre construyó en sus imágenes. El vacío que desconcierta al fotógrafo es la no distancia con la intimidad, sospechosamente no estamos entrenados para que las situaciones se nos den y solamente debamos gozarlas tal como se nos presentan. A pesar de ese Borges derrapando aura, lejos de todo humor e ironía habitual, y de ese Avedon desconcertado, sin poder direccionar esa energía hacia un retrato que no lo excluyera, el encuentro entre “El gran lector” con “El gran retratador”, en Buenos Aires, goza de justicia poética y, permitiéndome la exageración, de predestinado. Un año después, en New York, hubo revancha. El resultado es un Jorge Luis Borges asomando del fondo neutro, desafiando al horizonte, inquietante y en suspenso, esperando algo por suceder o a punto de soltar una exclamación. Ese perfil enigmático, bien logrado por Richard Avedon, nos muestra a un escritor dando lo justo. Porque si toda demanda es de amor, uno debe saber hasta dónde dar para estar consciente al recibir pero, ante todo y en estado permanente, con una visión trascendental y generosa, uno debe saber ver al otro//////PACO