A fines de 1811 Hipólito Vieytes recorrió la costa del río Paraná buscando un lugar desde el cual recibir con artillería pesada a las fuerzas navales realistas cuando estas intentasen remontar por agua hacia el norte. A su vuelta a Buenos Aires, informó al Triunvirato que los dos mejores lugares para apostar las baterías eran la Vuelta de Obligado y la costa de la Villa del Rosario. La elección del Triunvirato fue por Rosario y hacia allí partió en misión Manuel Belgrano el 24 de enero de 1812.
Algunas semanas más tarde, ante la necesidad de contar con un distintivo para sus tropas, solicitó autorización al Triunvirato para que sus hombres portasen escarapelas celestes y blancas, autorización que le fue concedida. Pero Belgrano pensó que era necesario, además, enarbolar un distintivo de mayor porte, por lo que también escribió a Buenos Aires pidiendo autorización para ello. Confiado en una respuesta favorable a su pedido, decidió no esperar e hizo confeccionar una bandera de los mismos colores que la escarapela. El 27 de febrero la izó a orillas del Paraná para celebrar la instalación de una de las baterías patriotas. Pocos días después llegó a Rosario un chasqui con la orden del Triunvirato de desplazarse hacia Jujuy en auxilio de las castigadas tropas del norte. La orden iba fechada el mismo 27 de febrero. Los dos chasquis, el que había mandado Belgrano con su solicitud y el del Triunvirato, se habían cruzado, por lo que no hubo respuesta al asunto de la bandera. Belgrano levantó campamento y partió hacia el norte sin saber que su pedido había sido rechazado.
Ya en Jujuy, entusiasmado con el nuevo símbolo patrio, Belgrano celebró el segundo aniversario de la Revolución de Mayo con un Te Deum en la catedral, durante el cual la bandera fue bendecida por el presbítero José Ignacio de Gorriti mientras él la sostenía en sus propias manos. Después dio la orden de izarla otra vez ante el pueblo y le tomó juramento a la tropa. “El 25 de mayo será para siempre memorable en los anales de nuestra historia, y vosotros tendréis un motivo más de recordarlo, cuando, en él por primera vez, veis la bandera nacional en mis manos, que ya os distingue de las demás naciones del globo”, dijo entonces. Con ese acto solemne, sagrado, emotivo, Belgrano fundaba con conciencia plena algo del orden simbólico para sus tropas y para nuestra patria. El ejército realista al mando de Goyeneche arrasaba el Alto Perú y venía bajando, poniendo en cuestión toda la empresa independentista. En ese preciso momento histórico Belgrano traza un surco con su arado y les da bandera a los patriotas, les dice que su obra es la obra de Dios, les pide que juren sostenerla hasta el final. Todavía le falta muchísimo por pedirle al pueblo norteño, todavía no hay independencia y no se sabe si la habrá, ni hablar de una forma de organización política, pero en ese acto simbólico ya está cifrado todo: la unión de los pueblos del Sur bajo un destino, la fundación de una nación, la voluntad de independencia, la predisposición al sacrificio de parte de Belgrano y de tantos otros patriotas.
En 1815 Belgrano viaja a Londres con Rivadavia en misión diplomática. Allí hace imprimir un libro de carácter religioso que había generado mucho interés tanto en América como en Europa, pero que había sido mal impreso y peor circulado durante años. La obra se llamaba La Venida del Mesías en Gloria y Magestad (sic) y era un comentario en torno al Apocalipsis y los aspectos profético-parusíacos de la Biblia, dos asuntos –o acaso uno solo– que habían preocupado al pensamiento cristiano desde su origen. El autor, Manuel Lacunza, fue un sacerdote jesuita nacido en Chile en 1731, formado en la Universidad de Córdoba de Tucumán, que padeció la expulsión de América de su orden y pasó a la ciudad italiana de Imola en 1767. Pocos años después también le tocó en suerte sufrir la disolución total de la Compañía de Jesús por parte del papa Clemente XIV, por lo cual quedó reducido al estado de clérigo seglar. En esa situación de proscripción total se entregó a la oración y al estudio de las Escrituras y redactó la obra que lo sumiría en la polémica y lo haría quedar en la historia. En 1801, Lacunza murió a orillas de un lago en Imola en circunstancias misteriosas, pero su obra siguió suscitando interés, especialmente en Buenos Aires. Aún en vida, Lacunza alcanzó a lamentarse por lo defectuoso de las ediciones que circulaban por el Plata y las tergiversaciones a que daban lugar.
Algunos grandes puntos abordados por Lacunza en los cuatro tomos de su obra eran la cuestión del Reino de los Mil Años o del milenio, una de las partes más discutidas del Apocalipsis de San Juan, por lo cual errónea o maliciosamente se lo suele ligar al origen del Adventismo, surgido muchos años después de su muerte, y también la cuestión de si el Anticristo sería un individuo particular o un cuerpo moral. Dar cuenta del debate sería largo e inútil, pero Lacunza sostuvo con fuerza y argumento que el Anticristo podría ser un movimiento colectivo. Su afirmación tuvo mucha importancia ya que, desde la Reforma, la teología protestante venía afirmando que el Papa era la encarnación del Anticristo. Según Leonardo Castellani, con ese movimiento exegético “Lacunza liberó una verdad prisionera del protestantismo”. Castellani dice también sobre el libro de Lacunza que “es quizá el libro religioso más grande de la centuria”.
En Londres, ese año de 1815, entre encuentros políticos e incursiones en el arte del dandismo, Belgrano encarga y supervisa la edición de La Venida en la imprenta de Charles Wood. También redacta un prólogo, en el que exhibe su versación en los asuntos de religión y deja explícito el propósito patriótico de sus actos. “Desde el punto en que resolví mi viaje a este destino”, escribe Belgrano, “también resolví hacer a mis compatriotas el servicio de imprimir y publicar una obra que, aun cuando no hubiese otras, sobraría para acreditar la superioridad de los talentos americanos, al mismo tiempo que la suma sandez de un señor diputado español europeo, que en las Cortes extraordinarias instaladas en la Isla de León de Cádiz se hizo distinguir con el arrojo escandaloso de preguntar a qué clase de bestias pertenecían los americanos o entre qué clase de ellas se les podía dar lugar”. Juan Carlos Priora sostiene que, además de las convicciones religiosas de Belgrano y de la necesidad de defender el honor criollo, la jugada apuntaba a “neutralizar la opinión de los enemigos de la Revolución de Mayo, que acusaban a los hombres de Buenos Aires y a sus adherentes, iniciadores de la Revolución, de herejes y enemigos de la religión”.
Los libros llegaron a Buenos Aires al año siguiente y tuvieron efecto inmediato y prolongado entre la intelectualidad y el clero americanos. Dalmacio Vélez Sarsfield, el redactor del Código Civil, llegó incluso a escribir una diatriba en contra de Lacunza algunos años más tarde. Hoy que nuestro mundo está completamente secularizado, llama la atención el interés de un político patriota como Belgrano, comprometido con el porvenir material y concreto de su tierra, por el asunto del fin de los tiempos. De algún modo, con esa edición de La Venida Belgrano estaba fundando algo en nuestro suelo, una corriente de interés, pensamiento e indagación en torno al Apocalipsis que daría algunos frutos en autores como Hugo Wast, Alfredo Sáenz, Mihura Seeber y, muy especialmente, en Leonardo Castellani, pero también en algunas importantes publicaciones y traducciones al castellano como la de Breve relato sobre el Anticristo de Soloviev hecha en los años 80 por Ediciones Fidelidad o las de Newman hechas por Carlos Baliña y Jack Tollers hace pocos años.
En este 2020 de pandemia y crisis en que se cumplen 250 años del nacimiento y 200 de la muerte de Manuel Belgrano, esa combinación entre sus ideas de fundar una nación libre e independiente para habitar en la Tierra y su inclinación a contemplar el gran final escatológico pensando en el Cielo puede que tenga bastante para decirnos acerca del hoy y del mañana. Como escribió alguna vez León Bloy: “Cuando quiero saber las últimas noticias leo el Apocalipsis”////PACO
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