El Chinatown de Manhattan no tiene nada que ver con el Chinatown de Buenos Aires. De hecho, no tiene nada que ver con nada. Mucho menos con el Little Italy que está al lado y que cada vez es más Little y menos Italy. En el Chinatown de Manhattan hay restaurantes y casas de masajes y revendedores de tecnología y posters de Bruce Lee y casinos chinos ilegales y, sobre todo, lo que nos había traído hasta ahí: mucha pero mucha mercadería trucha. Relojes, anteojos, celulares, algún que otro órgano, zapatillas. Nosotros queríamos comprar carteras de imitación que, en esa época, se podían revender al doble, o el triple en Buenos Aires. Si comprás suficiente y a buen precio, casi que te hacés el viaje. Por eso estuvimos media hora en un local, regateando para que nos dejen cinco carteras a cien dólares en lugar de a ciento diez. Y salimos todos contentos, a la calle con una bolsa de consorcio negra y gigante y repleta de carteras.
En Chinatown hay varios sistemas para comprar mercadería. Está el capitalismo directo, que consiste en entrar a un negocio, pedir algo, intercambiar dinero por productos o servicios y retirarse. Después hay diversas formas de capitalismo indirecto, generalmente con un intermediario. Por ejemplo, para comprar carteras hay un montón de chinos en la calle que gritan “Gucci” o “Fendi” según corresponda. Si uno se acerca, te muestran un papelito con fotos los distintos modelos que ofrecen y el precio. No hay que dejarse engañar, porque a veces te traen una cartera mucho más trucha que la de la foto. Pero, si uno insiste en que quiere ver el producto, a veces termina en la parte de atrás de una camioneta desbordada de carteras, revolviendo para elegir y con miedo a un secuestro. No digo que nos haya pasado. Después hay que regatear, y mucho. La clave es la paciencia y la persistencia. Tiempo es dinero, y si vos le sacás suficiente tiempo a un chino, eventualmente cede también el dinero.
La cosa es que ya nos habíamos llenado de Gucci y de Fendi, pero nos faltaban Louis Vuitton, que en Buenos Aires se venden bien, son un power up de instant-status. En eso estábamos cuando pasamos al lado de un viejito chino intermediario que gritaba “Lui Butón, Lui Butón” y supimos que era la nuestra. Paramos, lo abordamos y nos mostró el consabido papel con fotos. “No, no, a mí mostrame las carteras”, protestó ella. El chino insistió con su papel, pero ella era inamovible. Finalmente el viejito se rindió y nos llevó a ver a otro chino, como cuando llamás a un call center y escalás a un supervisor. Este chino era más joven, veintilargos, alto, flaco, zapatillas deportivas, pero también sacó su papelito. “No, no, carteras, quiero ver las carteras”, repetía ella. Él apuntaba el papel con el dedo y decía algo inentendible, seguido de “Lui Butón, Lui Butón”. La famosa paciencia oriental se terminó antes de lo que esperábamos: el chino hizo una seña y cabeceó como para que lo siguiéramos.
Doblamos por una calle que cortaba Canal, no recuerdo si Mulberry o Lafayette. Después a la izquierda, después a la derecha, después me perdí. Llegamos a lo que en Argentina llamamos “una conejera” y que en el resto del mundo se conoce como “uno de esos edificios que tienen miles de departamentos de cinco metros cuadrados cada uno”. La puerta tenía un metro de ancho y el primer pasillo, dos. Subimos tres pisos por una escalera muy empinada en medio de martillazos, gritos y llantos infantiles. Entramos a un departamento de, como mucho, tres ambientes, aunque se notaba que, como mínimo, vivían doce personas. La cocina rebalsaba de ollas y platos sucios. El piso estaba inundado de colchones de una plaza. Una canilla abierta se confundía con una música indescifrable. El chino nos llevó a una habitación. Tres metros por tres metros, paredes blancas y carteras colgando. Miré para atrás y la puerta estaba cerrada. No había ventanas. No había salida. Entonces ella empezó a negociar. “A ver, mostrame esta cartera. No, no me gusta. ¿A ver esta? ¿Cuánto sale? ¿Cincuenta? No, muy cara. ¿No me hacés precio? ¿No? Bueno. ¿Esta? No, esta es fea. No, son todas feas. No, bueno, nos vamos”.
El chino no tenía mucha cara de querer habilitarnos la salida fácil. No sabíamos dónde estábamos y porque nadie sabía que estábamos ahí. Nada podía evitar que termináramos adornando el fondo de las ollas. El chino era más alto que yo, y seguramente podía dejarme inconsciente sin demasiado esfuerzo. A ella también. A los dos juntos también. Pero se quedó ahí parado y nos miró de reojo. Después cabeceó, como unos minutos antes, para que lo siguiéramos. Abrió la puerta, cruzó el pasillo y salió del departamento. De pronto escuchó un ruido abajo y se dio cuenta de que había llegado alguien que no tenía que estar ahí. O peor, que había llegado alguien que no tenía que saber que nosotros estábamos ahí. Se dio vuelta y nos pidió que nos calláramos. Empezamos a bajar despacio por la escalera empinadísima, yo con una mano en la baranda y otra en la bolsa de consorcio negra repleta de carteras. Ella parecía no entender la gravedad de la situación, porque a la altura del segundo piso gritó “Che, ¿camperas no vendés?” Si el chino no tenía ganas de matarla, yo sí. Le hice una seña para que se calle, pero no creo que le haya importado.
Cuando llegamos a la planta baja, en lugar de salir por la puerta principal, el chino nos guió por otro pasillo. Pasamos raspando entre la pared y un montón de bolsas de consorcio negras y apiladas, igual a la que tenía yo en la mano, pero repletas de basura. Entonces salimos hacia un callejón. Mi primer vista de un verdadero callejón de Nueva York. Me acordé de Dragón, la biopic de Bruce Lee, cuando Bruce sale al callejón del restaurante en el que trabajaba como lavacopas para pelearse con los cocineros, no me acuerdo por qué. Bruce Lee les ganaba a todos, como correspondía. Después me acordé de cuando Bruce se pelea con otro chino porque los ancianos chinos no lo querían dejar enseñarle artes marciales a los que no eran chinos. Bruce Lee le ganaba, pero el otro chino se paraba y le pegaba una patada traicionera en la espalda que lo dejaba paraplégico. El otro chino tenía la misma cara de un profesor de matemáticas que me mandó a marzo por causas injustas y no del todo relacionadas a las funciones, y yo me sentía como Bruce Lee, paraplégico, traicionado y tirado en el piso. Pensaba que iban a salir un montón de chinos por el callejón y nos iban a querer matar por atrevernos a meternos en el barrio chino sin comprar nada. Pero el chino salió por un portón y se fue por su lado, como si nada. Ella se adelantó y salió para el otro lado, como si fuera lo más normal del mundo. Yo me quedé mirando sin poder creerlo. “¿Vamos a tomar algo?”, preguntó, fresca, mi madre. Cruzamos a Little Italy a buscar un café con cannoli, pero esa es otra historia.///PACO.