“Una ballena es un pez que lanza chorros y tiene cola horizontal”
Herman Melville
Gases y rumiantes. Los seres vivos producen gases de todo tipo todo el tiempo; gases que, en general, son eliminados de manera más o menos normal por el cuerpo en forma de flatulencias. El problema viene cuando los gases se acumulan dentro de un cuerpo sin poder ser expelidos adecuadamente. Una variante de esto es conocida como timpanismo: se da cuando las vacas -los rumiantes, diría un veterinario- comen algo que empieza a fermentarles en el estómago de manera exacerbada. Los gases de esta fermentación se van acumulando y convirtiendo en una espuma cuyo volumen crece hasta comprimir las vías respiratorias, lo cual produce la asfixia y consiguiente muerte del animal. El proceso también genera hemorragias internas y otras lesiones, por lo cual se habla de que las vacas “explotan”. El uso del término “explosión” suele dar pie a la idea de que en el campo, cada tanto, una vaca vuela por los aires en mil pedazos. La mirada urbana sobre el mundo rural genera así una imagen en la que el ganado se traslada por montes y pampas como minas personales andantes, lo cual no deja de ser gracioso. En enero del 2009 “explotaron” ciento doce vacas en un campo de Olavarría, Pcia. de Buenos Aires. La causa de su explosión fue la ingesta de sorgo. Los animales eran en su mayoría propiedad de un tal Alejandro Blando, quien en aquel entonces le contó al diario Crítica de la Argentina que todo pasó de la noche a la mañana, en dos tandas, primero una de diecisiete vacas y después otra de noventa y cinco. Las vacas aparecían tiradas en el piso, con el cuero terso, los ojos desencajados, la lengua afuera, muriéndose. “Estaban como tontas, babeaban”, describió Bernardo, un nieto de Alejandro.
Caca. De modo que ni el ganado bovino y ni el ovino explotan en sentido literal. Lo que, en cambio, genera bastante pasión es hacer explotar las deposiciones de esta clase de ganado, es decir, hacer volar bosta de vaca con petardos. En internet circulan varios videos de gente haciéndolo. En uno, un rubio le clava un cuete a una tortita de bosta, lo prende y se queda esperando a que estalle. Cuando esto pasa se produce el ansiado blooper: la mierda salta para todos lados y le enchastra la ropa y la cara. Alguien detrás de cámara se ríe con desesperación, como si todo el montaje estuviese destinado a formar parte de Jackass o de alguna sección de bloopers tanto o más artificiosos que ese de algún canal de cable alemán. De todas formas, y más allá del ansia aspiracional mediática contenida en el acto de filmar esta clase actos, hacer explotar caca es divertido. La bosta vacuna resulta ideal por su forma de torta, por su volumen y por su consistencia. La de caballo es menos útil a estos fines. Durante la infancia -infancia urbana, infancia de plaza- esta actividad tenía su temporada alta durante los meses de diciembre a febrero, básicamente porque se trata de los meses de mayor acceso a la pirotecnia y de menor acceso a la escolaridad. La técnica para hacer explotar caca de perro era sencilla, pero tenía sus complejidades. El sorete escogido tenía que ser de un perro que no se alimentara de alimento balanceado del bueno, ya que las marcas buenas de balanceado tienden a producir cacas compactas y duras, muy difíciles de estallar. El petardo ideal era el fosforito, por su tamaño y por su escaso costo económico. El yeite con el fosforito estaba en prenderlo y esperar, nunca sin peligro, a que la llamita se apagara para entonces clavarlo en el sorete. Los menos valientes podían clavarlo con la cabeza para arriba y prenderlo con encendedor. Después había que apartarse y disfrutar. No hay como la mierda perruna volando por los aires para pasar una tarde de verano.
Fastitocalon. Ahora bien, si las vacas no explotan realmente, ¿existe algún animal con la capacidad de hacerlo? Hace poco una ballena de trece metros de largo quedó encallada en la costa de las islas Feroe, en Escocia, y murió. Tras varios días, un supuesto biólogo fue el encargado de abrirla para extraerle el esqueleto en provecho de la ciencia. Vestido con un traje naranja impermeable de pies a cabeza, fue clavándole una especie de guadaña en el vientre al cetáceo. Es por donde en general se abre a todos los animales: que afloren las tripas antes que nada resulta ser lo mejor para cualquier tarea de descuartización. En el video se ve al biólogo abriendo un tajo en el vientre gris oscuro de la ballena. Tironea con la guadaña en una y otra dirección hasta que la ballena explota -esta vez sí, literalmente-, los intestinos y otros órganos salen hacia afuera con fuerza, mucha sangre es expedida con fuerza, como un geiser rojo, hacia el aire, mientras el tipo se escapa corriendo de una muerte horrenda y el piso se va inundando de carne en descomposición y un charco enorme y negro, muy negro, de sangre. Podría pensarse que la explosión se debió a las maniobras imprudentes del hombre del traje naranja, pero no: la explosión de ballenas es algo común. Otra famosa explosión sucedió en 2004, en Taiwan. Un cachalote de diecisiete metros murió y lo cargaron en un camión con acoplado para llevarlo a hacerle una autopsia. Mientras el camión atravesaba la ciudad de Tainán, el cachalote explotó llenando de tripas una cuadra céntrica. Las fotos de los autos bañados en sangre son casi gore y por los barbijos que usa la gente se deduce que el olor de las tripas de la ballena pudriéndose en el asfalto no debió de resultar de lo más agradable. La causa de estas explosiones en cetáceos es la acumulación de gases producto de la putrefacción de su carne.
Lluvia de hamburguesas. Pero no sólo por causas naturales explotan las ballenas. A veces también es el hombre quien las hace explotar. Desde tiempos ancestrales, hombre y ballena son enemigos. Desde el Leviatán de Job hasta la flota ballenera japonesa tan demonizada por Greenpeace antes de que apareciera el Ártico, pasando por Jonás, el capitán Ahab y Pinocho, hombres y ballenas se combaten entre sí. Y no tiene caso negarlo: cada vez que una orca ataca a su entrenador en cualquier acuario del mundo la ilusión ambientalista de la convivencia pacífica ve temblar sus cimientos. Además de ser un pez que lanza chorros, la ballena es una amenaza y un problema para el hombre. Una amenaza tanto real como simbólica para su vida, según el tiempo y las circunstancias. Un problema concreto: el cuerpo muerto de una ballena es un residuo enorme y difícil de manejar. ¿Qué hacer con una ballena pudriéndose en la playa? Una opción es enterrarla y olvidarla. La otra es ponerle mucho TNT y hacerla volar por los aires, que es lo que hicieron en 1970 en Oregon los empleados de la División de Autopistas del estado con una ballena que llegó muerta a la costa. Era una ballena gris de ocho toneladas. Hicieron un pozo debajo de ella, lo llenaron de explosivos aplicando su expertise de abridores de caminos entre las rocas, y se alejaron tirando un cable con el detonador en su extremo. La gente de la zona se había juntado para ver la explosión de la ballena y la retiraron a 400 metros de distancia para evitar desgracias. El plan era que las gaviotas se encargaran de los restos del animal, que quedarían desperdigados entre la playa y el mar. En Tempestades de acero Ernst Jünger cuenta su experiencia en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. De las explosiones cuenta que cada vez que un shrapnel u otro proyectil daba en la tierra, se elevaba hacia el cielo una columna de barro que, varios segundos después, empezaba a llover sobre todo lo que se encontraba cerca y no tanto. A veces llovían terrones de tierra sin que se pudiera establecer cuál de los miles de proyectiles que detonaban en simultáneo había sido el causante de la lluvia. Lo de Oregon fue parecido. Primero la ballena estalló y fue impresionante. El público aplaudió y festejó. Pero enseguida empezó a caer del cielo la carne podrida de la ballena, no hacia el mar, como habían previsto los de Autopistas, sino hacia el lado donde estaba el público. Una lluvia de dos toneladas de carne picada y no tanto, sangre, pedazos de órganos en descomposición y huesos, que no hirió ni mató a nadie de milagro pero que hundió entero el techo de un auto que estaba estacionado cerca. Años después Doug Brazil, el camarógrafo que registró la operación, declaró: “Lo más desagradable fue el mal olor. Es repugnante. Es decir, te desorienta”. Los hombres no son islas y las ballenas no son montañas. Y media tonelada de dinamita resultó ser un exceso. Aún así, la mitad del cuerpo de la ballena quedó intacta y hubo que enterrarla con una pala mecánica en la arena.
Moraleja marinera inútil. A diferencia de la vaca, la ballena es un pez peligroso y traicionero que lanza chorros. De agua, cuando está vivo; de sangre y excrecencias, una vez muerto. Las opciones, entonces, son claras: enfrentarse al Leviatán o huir. Loco de odio, el capitán Ahab forjó un arpón con su mejor acero para derrotar a Moby Dick. En vez de templarlo con agua, como hubiera sido lo normal, lo hizo con la sangre pagana de Tashtego, Quiqueg y Daggoo al grito de “Ego non baptizo te in nomine Patris sed in nomine diaboli!” Más tarde, la ballena blanca lo venció tristemente y arrastró al fondo del mar a toda su tripulación. Llámenme cobarde, pero con el cetáceo, vivo o muerto, resulta mejor ser siempre conservador, no arriesgarse demasiado. Con razón J.R.R. Tolkien escribió: “Hay muchos monstruos en el Mar,/pero ninguno tan peligroso como ÉL,/el viejo y córneo Fastitocalon,/cuya poderosa progenie ya se ha ido,/el último de los antiguos Peces-tortuga./Así que, si quieres salvar tu vida entonces,/yo aconsejo:/presta atención al antiguo saber de los marineros,/¡no pongas pie en orillas inexploradas!”///PACO