Del 3 al 14 de abril tuvo lugar el Bafici en la ciudad. Llegó a su fin, pero ¿qué nos dejó su última edición? A primera vista teníamos un seductor festival de cine independiente que incluía entre sus proyecciones lo que habitualmente no encontramos en el ecosistema comercial o mainstream. Además, parecía importante que el Estado esté presente en estas tareas de difusión y apoyo al cine alternativo. Sin embargo, las narrativas del Gobierno de la Ciudad, aquel que pone candados a los tachos de basura, tuvieron, ante todo, una venta marketinera, electoral, que incluyó el anuncio de programas hechos a medida de los fans pasatistas como “la Maratón Bafici”, “Bafici en Barrios” y el ya conocido “Baficito”. Paralelamente, muchas organizaciones de trabajadores del cine señalaron que el Bafici tuvo menos películas, menos salas, menos funciones y menos invitados.
La cuestión del desfinanciamiento en el sector ya se había manifestado en el Festival de Cine de Mar del Plata, que sufrió una escandalosa reducción de tres días. Este tipo de eventos vienen acompañados tanto de una masa de espectadores como de un gran número de invitados. Si no se los puede recibir acorde a lo que es un festival de clase A, como el de Mar del Plata, eso se nota. Si hubo recorte y ajuste en un festival considerado como el más grande de América Latina y de reconocimiento mundial: ¿qué suerte se podía esperar que corra el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires, aquel que se celebra en las calles sobrefacturadas de Larreta y Avogadro?
Con respecto a la programación, hubo una línea temática particular, como cada año, se pudo distinguir «una baja distinta”. Este año fue algo así como “basta de que el Bafici sea únicamente un nicho de snobs del cine, queremos que cualquier vecino se pueda acercar a ver una peli y que la entienda”. Si bien la programación pura del Bafici sigue siendo para un público amante del cine independiente, la oferta gratuita y las funciones al aire libre fueron planificadas para el espectador ocasional. A pesar de esto, no se perdieron por completo la calidad de las pelis: hubieron algunas muy buenas como la retrospectiva dedicada a Muriel Box; “El método Livingston”, un documental premiado sobre el conocido arquitecto; “L’homme fidele”, una buena comedia de humor fino; o “Breve historia del planeta verde”, de Santiago Loza, por mencionar solo algunas.
Otra novedad olvidable de esta edición fue la decisión de cambiar su sede central, anteriormente en el Recoleta y antes en el Abasto, a dos cines del complejo Multiplex Belgrano. En ese mismo barrio se ofreció eso que llamaron “Maratón Bafici”, en la calle Juramento, durante el primer fin de semana del Festival. Pusieron unas pantallas con forma de cubo que mostraban películas y cortos. Todo muy a gusto del vecino. Hubo también un coso de realidad virtual, una peluquería y un stand de maquillaje, y hasta clases de baile para aprender coreografías de pelis. Muestra clara de que estas actividades se pensaron como un paseo, más que como una producción dedicada a los especialistas y afincionados del cine independiente. Es evidente que desde el Gobierno porteño buscaron acercar, por lo menos una fracción del festival, a la gente que no es del cine, y eso es un arma de doble filo: democratiza, pero descuida a la calidad.
Unas 350 mil personas se acercaron al Festival, que este año mostró su interés por darle una vuelta de tuerca para que todo sea espontáneo y quede lindo y con poco presupuesto, algo que nuestros funcionarios de la ciudad saben hacer a la perfección. Ni hablar de que esta es una constante del gobierno, que se expresó también en un ajuste brutal en el INCAA. Para defender su independencia y su autonomía, es necesario señalar el ajuste que sufre todo el sector, porque la situación no se limita solo al Bafici, sino a la producción y distribución del cine independiente en su conjunto. ///PACO