Al asalto al cuartel militar de La Tablada lo conocemos por las interminables imágenes que Crónica TV pasa todos los 23 de enero: vemos sangre, fuego y balas como en una mala película clase B, con escenas de combate donde el argumento poco importa. Sin embargo, el escenario donde transcurre la acción es suficiente para ejercer una fascinación y pulsión difíciles de esquivar. En los primeros minutos de la filmación no sabemos quiénes son los bandos, pero la televisión aclara que los buenos son los de afuera, que intentan recuperar el cuartel, y los malos son los que toman el regimiento, calificados, en principio, como “civiles de pelo largo”, una apreciación que ya augura lo que vendrá.
En la memoria de cualquier espectador, al compás de las imágenes, también está la voz en off del cronista que narra los acontecimientos segundo a segundo, acompañado de un fondo musical belicoso. Yo, al menos, nunca pude ver el registro audiovisual completo, quizás porque el apetito de morbosidad quedaba satisfecho con las primeras secuencias o porque la ansiedad de no encontrar el momento más preciso me llevaba a desistir. Cuando subieron el video en YouTube, en cambio, lo pude detener y avanzar continuamente. Eso me ayudó también a buscar alguna aparición fugaz de mi padre, Rubén Álvarez, alias Kim, militante del Movimiento Todos por la Patria (MTP). Nunca había logrado resultados hasta que, hace pocos años, alguien me describió la posición de su mano y al fin pude reconocerlo, en los últimos minutos del video, acompañado de dos cuerpos hinchados por las llamas y por un enero infernal.
Por ahora, sin embargo, prefiero dejar de lado mi propia exploración de la filmación de La Tablada para subrayar otra cuestión más general. Detrás de este hecho televisivo, religiosamente compartido cada año, hay un hecho histórico que sigue poblado de secretos y versiones eclipsadas por sus causas, aunque en sus efectos, en realidad, están las claves que revelan su extraño potencial estético. Porque, ¿y si el acontecimiento de La Tablada pudiera ser leído como un hecho estético-político? Sus implicancias poco claras hasta el día de hoy actualizan el reverso de la historia. En lo político, La Tablada es considerado un error, un episodio rechazado tanto por izquierda como por derecha, tal vez con la excepción del uruguayo Raúl “Bebe” Sendic, del Movimiento de Liberación Nacional, cuya posición fue más allá de la crítica para valorar, también, el heroísmo de la acción. A posteriori, además, algunos organismos de derechos humanos fueron consecuentes para denunciar las torturas, las desapariciones y los asesinatos luego de la rendición de los militantes. Eso es lo que dejó a grandes rasgos La Tablada.
Cuando se justifica la Tablada, se la define como una acción para frustrar un golpe de Estado durante una coyuntura marcada por distintos levantamientos militares (entre ellos, el alzamiento carapintada comandado por Aldo Rico en abril de 1987 y la sublevación militar en Villa Martelli liderada por Mohamed Alí Seineldín en diciembre de 1988, dos sucesos rápidamente olvidados por la televisión argentina a diferencia de lo que pasó en enero de 1989). De una u otra manera, La Tablada sigue siendo cuestionada no tanto por sus fines como por sus consecuencias: 32 militantes del MTP asesinados y un movimiento político diezmado casi sin reacción por el desconocimiento de la mayoría de sus integrantes de tal decisión política. En los hechos, en su momento el Movimiento Todos por la Patria tuvo una base de militantes en varias provincias, aunque gran parte de ellos desconocía el plan para tomar el cuartel, motivo por el cual, además, sufrieron una persecución de las fuerzas de seguridad que a muchos los llevó a huir por temor a ser detenidos. Un ejemplo es Fray Antonio Puigjané, que no participó del ataque y, aún así, estuvo preso siete años.
Por su lado, la clase política condenó a La Tablada al olvido, ya sea por la fuerza del rechazo inmediato o la indiferencia, convirtiéndola en una acción que nunca se debatió más allá de la intimidad de ciertos grupos militantes. Es por esta razón, además, que nunca quedó claro tampoco el motivo del copamiento ni para la militancia ni para la sociedad. Según Enrique Gorriarán Merlo, uno de los líderes del MTP, el plan oficial era sacar los tanques a la calle, ganar el acompañamiento de las masas y evitar un posible golpe de Estado. En los días anteriores, de acuerdo a Gorriarán Merlo, en La Tablada se habían registrado intensos movimientos de ingreso y egreso de vehículos y una presencia inusual de oficiales y suboficiales que confirmaban la preparación sediciosa. Otra idea más razonable (y a su vez osada) sobre lo que se propuso el MTP aquel día es, sencillamente, la de hacer la revolución. Aunque delirante por las condiciones objetivas del momento, el objetivo habría sido crear un foco de resistencia que condujera a una insurrección popular.
Como acto político, quizás el objetivo del MTP no llegó a consumarse. Sin embargo, sacar los tanques a la calle para que una movilización popular espontánea los acompañe a Plaza de Mayo en defensa del país nos revela una manifestación poética maravillosa, una voluntad romántica e idealista no menos poderosa que la de alzarse en armas a partir de ese efímero sentimiento que todos, en algún momento, atravesamos al sentirnos burlados por los tentáculos del sistema. En tal caso, acá sí podemos visualizar La Tablada como un acto estético y político. Pero como pasa con casi toda gran obra de arte, a veces esta no obtiene la trascendencia por el éxito sino por la condena a la violencia y la incomprensión, fuerzas que tiñen cualquier motivación real con versiones cruzadas e inciertas.
Ahora bien, ¿qué hay de estético en lo que sucedió en La Tablada? Nada si, en principio, nos limitamos al ropaje moralista para juzgar los hechos. Sin embargo, sí hay varios elementos que podrían abordarse (y se han abordado) desde una aproximación estética. En El momento de debilidad, la novela de Bob Chow, Bob Sabbath, el protagonista, mira un documental sobre el copamiento de La Tablada en él caben elementos tan desopilantes como horrorosos, que conforman un desierto de lo real que va desde el prohibido fósforo blanco usado por los militares hasta las torturas, y desde una guerrillera holandesa bañada en sangre hasta el relato de un testigo de Jehová, todo lo cual termina con la declaración de la revolución hecha por Enrique Gorriarán Merlo con una 38. Casi como si fueran un episodio ficcional más en la novela, esto nos invita casi a clausurar cualquier tipo de discurso que ofrezca un horizonte de certezas.
La absoluta conciencia de un pasado de represión no necesariamente crea revolucionarios, sino más bien refugiados en los discursos de la autoayuda y del marketing político. Eso, al menos, es lo que vemos en los personajes de “El comando central”, uno de los cuentos de Pyongyang, de Hernán Vanoli, donde La Tablada también aparece en la televisión irrumpiendo la conversación de la mesa familiar, como si fuera una forma abrupta de volver a hablar del pasado. Para el protagonista La Tablada es el tema de investigación de su formación académica, mientras que para su amigo, Joaquín, se trata de la tragedia en la que su madre murió durante el asalto al cuartel. En El Dock, la novela de Matilde Sánchez, La Tablada vuelve a ser otro punto de partida, aunque en ningún momento se menciona directamente el hecho. En cambio, se lo ficcionaliza con el nombre de un barrio, El Dock, ubicado en la Avenida Crovara. La lectura del hecho político, en este caso, se aleja de lo testimonial y las consecuencias políticas se transforman en consecuencias personales para narrar la trama de una historia familiar disfuncional, donde la protagonista y su pareja, Kim, deben hacerse cargo de Leo, el hijo de Poli, asesinada en el destacamento del barrio El Dock.
Si consideramos nada más que estos objetos estéticos, lo que exhibe La Tablada no es más que una instalación política y estética en la que las imágenes televisivas se mezclan con las reescrituras literarias distópicas y utópicas. Desde esta perspectiva, la cadena de elementos disimiles apuntan a la decisión soberana del artista de crear algo más allá de su comprensión y justificación, apropiarse del espacio público para manifestarse en contra del vacío y la neutralidad del mercado y, en última instancia, “darle alguna forma a la resistencia”, en cuyo derrotero tenemos a El Dock, donde se corre el riesgo de reconstruir la resistencia bajo a un tenue melodrama familiar, o “El comando central”, donde lo que activa a la memoria es un resentimiento que termina con un norteamericano que emprende un viaje en moto para cazar a su padre. De una u otra manera, La Tablada podría ser analizada como “una práctica de la instalación que revela el acto de violencia soberana e incondicional que inicialmente instaura cualquier orden democrático”.
El carácter soberano-poético de la acción, en ese sentido, sería una respuesta a la categorización más banal de La Tablada como “una aventura de locos”, una acusación recurrente que no hace más que excluir y suspender las verdades de un otro que el orden democrático pretende (todavía) ocultar. Pero si La Tablada es más un acto de locura que de lucha política, ¿qué le queda al insano orden existente? ¿Será que lo “aleccionador” de La Tablada es la comprobación de que ninguna revolución se hace tirando flores? Y en ese caso, ¿cuántas de las acusaciones contra La Tablada son producto del temor de la clase política a mirar sus propias miserias y reconocer la completa carencia de ideas por las cuales arriesgar la vida? Hasta que estas preguntas puedan responderse, quizás la única forma de narrar La Tablada sea a partir del recorrido por los desplazamientos políticos y literarios que engendran un objeto único y pasajero, una suerte de disrupción que desnudó las ambigüedades y las tensiones de la democracia////PACO
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