La anencefalia es una malformación que se presenta durante el primer mes de embarazo. ‘A’ privativo + ‘céfalo’, cerebro = sin cerebro. Es decir, no logra formarse correctamente la cabeza del feto, anomalía que produce la ausencia de cerebro, cráneo y cuero cabelludo. Y, sin lugar para demasiado debate, acordamos en que la cabeza es una parte bastante importante del ser humano.
Abandonemos el tono académico y acerquémonos al tono mundano. Conservemos, sí, el lenguaje alambicado, que siempre resulta más esmerado y noble pero usémoslo para hablar de lo telúrico, lo profano, lo carnal, lo transitorio, lo frívolo. ¿Qué implica la ‘anencefalia’ en nuestra cotidianidad? ¿Cómo lidiamos con ella? ¿Bajo qué forma se presenta? Vayamos por partes.
La primera vez que utilicé el término fue referido a los trabajadores del Servicio Meteorológico Nacional [de aquí en adelante, SMN]. Era mayo y todavía no gozábamos de temperaturas invernales; si se usaban abrigos que fueran más allá de la ‘media estación’, probablemente deleitábamos a nuestros compañeros de oficina o a nuestros compañeros de departamento [o a nuestros pollos okupas, la versión vellosa del compañero de departamento] con un recalcitrante olor a sudor. Sin embargo, para ese día, el SMN anunció que iba a refrescar, que nuestro hemisferio finalmente iba a alejarse del sol por los próximos seis meses, que mejor sacar del ropero el abrigo pesado sin miedo al olor penetrante que nuestra piel produce al estar en contacto con … ella misma. Pero no, se equivocaron. No sólo no hizo frío sino que llovió. Todas las variables erradas. Todas. Si las acciones de los antitranspirantes crecieron a lo largo de esa jornada, los trabajadores del SMN deberían haber recibido un bonus. Lo asombroso del –así llamado- ‘servicio’ es que su equivocación es sistemática. Y uno entiende que su ciencia no es exacta, que se guían a través de estadísticas y probabilidades pero, ¿cómo puede ser que siempre sus predicciones caigan por fuera de los tres primeros intervalos de confianza? Eso deja un 0.02% de error. La habilidad de los trabajadores del SMN es, evidentemente, caer, una y otra vez, dentro de ese 0.02%. No deberíamos quitarles mérito: el 0.02% es, realmente, una posibilidad pequeñísima que ellos siempre aciertan. Ejemplo de anencefalia cotidiana número 1. Brindemos.
Luego de repetidas demostraciones de anencefalia cotidiana, se aprende a lidiar con ella. Aquí hubo un único ejemplo para evitar el tedio. Y ni siquiera sólo por eso: podría caer en una reivindicación burda de cuestiones de género que me dejarían del lado de la anencefalia que pretendo impugar, por lo que, evitaré dejarlas por escrito [debilidades tenemos todos, la fortaleza está en saber esconderlas con eficiencia]. Existen múltiples alternativas para combatir la anencefalia. La más útil, pero también la más radical, es el ostracismo. Se recomienda como período mínimo una semana. No debe haber contacto con nada que implique una potencial exposición a la patología. Es una idea esencialmente sanitarista: si el SMN es nuestra principal fuente de desgracia, evitémoslo. Asomemos el brazo por la ventana, cautivemos a nuestros vecinos con el pijama de ositos o los calzones agujereados y pongamos pie en el balcón para saber cuál es la verdadera temperatura, si hay nubes acechando, si canchereamos con los anteojos de sol estilo Roy. Mejor prevenir que curar: si no hay contacto, no hay demostración y, por lo tanto, tampoco hay reacción. Todo solucionado. Brindemos.
¿Bajo qué forma se presenta la anencefalia? Infinitas. Incontables. Inagotables. La anencefalia brota en tanto humanos y, por ende, en tanto capaces de equivocarnos. Ahora bien, no hay que confundir: la falla no nos hace anencéfalos; reincidir en ella sí. En un capítulo de Los Simpson, Lisa quiere establecer las diferencias entre su hermano y un hámster, con la hipótesis de que su hermano es más estúpido que el hámster. Y lo corrobora: electrifica un muffin y el hámster, luego de la primera electrocución, desiste, mientras que Bart intenta agarrarlo repetidas veces, a pesar de recibir la descarga eléctrica. Confirmado: la insistencia en el error hace de Bart un anencéfalo. Brindemos.
Hace menos de un mes se cumplieron 44 años desde el lanzamiento de Abbey Road, último disco de estudio de los Beatles [aunque anteúltimo lanzamiento]. Las grabaciones del disco previo, Let it Be, habían sido catastróficas: George había amenazado con irse del grupo porque decía que menospreciaban su talento, John, en un intenso viaje toxicómano acompañado por Yoko, había sugerido reemplazar al guitarrista por Hendrix o Clapton [quien, eventualmente, le roba la mujer a Harrison, o la mujer escapa, o Harrison la deja escapar, o una combinación de todas], Paul procuraba poner paños fríos y Ringo … bueno, probablemente sumergido en una montaña de polvo blanco. Una vez grabado Let it Be [pero no lanzado], Paul, víctima de un ataque melancólico, acuerda con el tradicional productor de la banda, George Martin, para hacer un disco “como antes”. Y ese antes es Abbey Road. Las sesiones de grabación son pacíficas, dan con un nuevo método de trabajo en conjunto, se incorporan canciones de George –dos, no una, ¡dos!- e, inclusive, de Ringo. Tanto Paul, como George, John y Ringo, entran a ese estudio de grabación sabiendo qué iba a suceder: ese sería el último disco de la mejor banda de la historia y había que hacerlo de la manera más civilizada posible. De perseverancia en el error, ni un atisbo; ellos habían aprendido de la experiencia pasada. Confirmado: los Beatles no eran anencéfalos. Brindemos.
Cerremos: ¿la moraleja? Evitar a los anencéfalos y evitar transformarse en uno. ¿Cómo? La racionalidad suele ser un buen amigo del hombre, aunque todos sepamos que los deseos inconscientes también suelen prevalecer por sobre aquello que el amigo prusiano Immanuel se ocupó de teorizar. Muy a nuestro pesar, tenemos que admitir que el derrotero vivencial poco depende de decisiones tomadas a conciencia y que más depende de algunas circunstancias, determinadas coincidencias, un poco de alineación planetaria y sí, quizá, un pellizco de trabajo propio. Si tenemos en cuenta esto último, la racionalidad queda en un segundo plano y, tal vez, optamos por preferir al deseo por sobre la razón. ¿Quién no se arrepintió de ese ímpetu represor que logró vencer al apetito pulsional? Al fin y al cabo, Sigmund nos decía que era ese mismo impulso el que conducía nuestra vida [y John le dedica el sexto tema de Abbey Road]. Brindemos, que el alcohol ayuda a desdibujar las fronteras racionales y el plano inconsciente se torna más protagónico. ¡Salud! ////PACO