El domingo, cuando me enteré de que iban a suspender las clases, me enojé. El lunes estuve todo el día a las puteadas, el martes, también. El miércoles me angustié y, para cuando decretaron el aislamiento obligatorio, ya estaba entregada. No siento ansiedad, no tengo planes ni fantaseo con hacer cosas para cuando volvamos a la rutina. Tampoco me prometo cambios para cuando todo termine, ni ando romantizando la vida como la conocía hasta antes de todo esto. No estoy pendiente de las fechas, es más, pienso que todo puede extenderse más allá de lo imaginable. Considerar esa opción me tranquiliza. Ejercer mi maternidad me entrenó en este sentido, como ya lo he dicho en otras oportunidades. Me enseñó a ser impotente sin volverme loca.
Estuve leyendo varios artículos sobre la sexualidad en tiempos de pandemia. Y me causaron un poco de gracia, algunos, debo decir. Pareciera que muchos se olvidaron de que antes tampoco teníamos el encuentro con un otro garantizado. De hecho, era una queja constante: se puede y no se quiere. Pero bueno, supongo que los seres humanos funcionamos un poco así, necesitamos de ese obstáculo externo para convencernos de que sin él todo sería diferente y mejor.
También están los que consideran a la masturbación como una forma útil de suplantar el acto sexual. Y se creen revolucionarios por escribir sobre eso. A mí me parece lo contrario, de hecho. Se justifica una práctica que no necesita justificación alguna. Y, además, se reduce la sexualidad a una suerte de mecanismo de descarga.
Estamos frente a una situación atípica, inédita. Estamos todos arrebatados, se nos impuso otro mundo, otra realidad. Una que pulveriza al sujeto capitalista. Ese que cree que todo lo controla y que acopia recursos materiales para establecerse sus propias reglas y prescindir del otro, o para hacer del otro un instrumento más. En este sentido, pienso que este presente, de limitaciones, miedos e incertidumbres, se le parece bastante a experimentar el amor.
Culpando al virus
Es casi imposible que el domingo siga teniendo, en plena cuarentena, esa impronta que lo caracteriza, ese ritmo melancólico, la pesadez propia de estar al borde del lunes. Era lindo tener un día reservado a la reflexión y a la añoranza. Al retiro, a la resaca, al sillón. A la familia, a la siesta permitida, a las facturas por la tarde. En cuarentena, creo yo, ningún día es domingo, al contrario de lo que piensan muchos. El domingo representa un final y un comienzo inminente. Ahora, todo es un continuo, una sucesión de días más o menos inútiles.
El domingo supone una jornada de duelo, de angustia. Es, también, un día para el deseo, porque algunos neuróticos funcionamos un poco así, bajo amenaza de que todo acabe, y, en ese sentido, hacía las veces de nuestra propia pandemia privada, nuestro propio Apocalipsis; nos enfrentaba con el absurdo de la vida, pero, también, nos brindaba una segunda oportunidad, la oportunidad de prometernos mejores decisiones para la semana entrante.
Qué difícil, además, que es escribir sobre amor, sexo y vínculos en este contexto. El aislamiento nos ha empobrecido la vida, también, en este sentido. Aunque, en mi caso, creo que muchas de las limitaciones que ahora reconozco como compartidas, ya estaban presentes en mí desde antes. Y no debo ser la única, pero bueno, quién soy yo para pincharles el globo diciéndoles que, sin coronavirus, tampoco iban a enamorarse o a coger tan fácilmente.
Esta realidad nos toma, nos aliena, con lo que ya éramos y con lo que ya teníamos. Entiendo que la tentación es muy alta, la tentación de empezar a elucubrar neuróticamente sobre que si no fuera por la pandemia, nuestro presente sería otro. Y está bien, como primer medida defensiva es, por lo pronto, aceptable. Es una forma de poner al deseo a servicio de la frustración, del enojo. No es poco.
No estoy tan segura de que sean tiempos óptimos para estar en análisis, aunque hayan salido todos los psicoanalistas, como locos, a hablar de las sesiones online. Sí creo que, aquellos que pasamos por esa experiencia, tenemos alguna que otra herramienta a mano. Porque, a fin de cuentas, tal vez el psicoanálisis no cure, pero nos vuelve sujetos más sensatos. Y, entonces, ya no culpamos a un virus de todo.////PACO
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