Amantes. Si bien las amantes – mujeres que están con hombres comprometidos a sabiendas de la situación– nunca han gozado de la mejor fama, de un tiempo a esta parte se ha ido instalado una idea que, a mi criterio, es un tanto peligrosa: que la mujer amante no es sorora.
Que no es sorora quiere decir, también, implícitamente, que es machista, que le hace el caldo gordo al tipo, que juega para el bando contrario…¿El bando de los machos infieles?
Hay una escena de la película «GoodFellas» (Martin Scorsese, 1990) que retrata muy bien la mirada de la esposa- que encarna el juzgamiento social- respecto de la amante. Ella, la esposa, va a la casa de la amante y le dice que es una puta y que le va a decir a todo el edificio que ahí vive una puta; la escena termina con una frase que es la más interesante de todas: conseguite tu propio hombre. Me interesa pensar qué fantasías femeninas se desprenden de esto. Por un lado, que la amante es aquella confinada – por el hombre- a un uso exclusivamente sexual. Y por el otro, esta idea de que la amante es amante porque no puede acceder a otra posición, que no puede- pero anhela- ocupar otro lugar en relación a un hombre. Que busca, necesariamente, acceder al lugar de la mujer.
Ahora bien, como con los años una de las banderas que el feminismo ha levantado es la igualdad por el derecho al goce sexual, es decir, que la mujer también sea contemplada como un ser deseante y no un mero instrumento del goce de un hombre; y, a su vez, se ha puesto en discusión la idea de propiedad que conlleva, o conllevaba, toda pareja establecida, las fantasías femeninas en torno a la amante han quedado desactualizadas y políticamente incorrectas.
¿Pero puede lo «políticamente incorrecto» disolver los fantasmas femeninos que se erigen en torno a la otra? La respuesta pareciera ser que no.
Tal vez me equivoque, pero mi interpretación es que mutar la figura de la amante de puta a no-sororano es menos peyorativo ni menos defensivo.
De hecho, es un mecanismo tan coercitivo como lo fue, años atrás, avergonzarla por su conducta sexual.
Creer que las mujeres competimos entre sí, que envidiamos el hombre ajeno, o, por el contrario, creer que todas las mujeres nos apoyamos y establecemos lazos de solidaridad y respeto, son dos caras de una misma moneda. Una moneda en la que el gran ausente es el deseo. Seguimos, de una u otra forma, intentando regular, legislar, al deseo. Cambian los mecanismos, cambian los modos en que nos convencemos de lo aceptable, pero no cambia la esencia: el miedo y su guardaespaldas de siempre, la moral.
Irresponsable afectivamente. Hace unos días leí una entrevista que le hicieron a Alexandra Kohan – psicoanalista y docente de la Facultad de Psicología de la UBA- en relación a la responsabilidad afectiva, el feminismo, los vínculos actuales y la violencia de género. La entrevista me gustó mucho y, además, me reafirmó cierto camino que, humildemente, y con las herramientas que tiene una mina que sólo empezó carreras para abandonarlas, hace un corto tiempo emprendí: el de cuestionar al feminismo. Al menos, ese que se vende en grandilocuentes titulares como axiomas.
Además de que me parece súper valioso que promueva e incite a repensar, que le quite el velo de lo incuestionable al movimiento, me cagué de risa. Porque en la mayoría de los ejemplos que daba, yo estaba interpelada: El comité en el whatsapp analizando lo que el otro mandó, las señales de la primera cita que pasamos por alto, etc. Un sinfín de claridades – no me gusta decir verdades porque no daría lugar a nada más- que nos interpelan directamente.
Volviendo a este espacio, a mí me gusta más pensar que rodeo frecuentemente ciertos temas a que soy insistente; porque el rodeo, creo, tiende a preservar al tema de la dicotomía. La insistencia, por el contrario, apunta al convencimiento. Y quien parta de ahí, muy probablemente, crea tener la razón.
Yo no tengo razón ni certezas en nada. Pero sí tengo algunos rasgos neuróticos, que vulgarmente se traducen en valores, y algunas experiencias, que sólo se traducen a palabras, que me obligan a seguir ejercitando la escritura.
En una entrevista que dí para esta misma revista hace un par de semanas dije algo así como que me sentía – en relación a mi vínculo con el amor y el blog- como el crítico de cine al que le adjudican la frustración por la dirección. Una de las cosas que descubrí, mientras respondía vía mail – porque la escritura además genera eso, una suerte de revelación- es que escribir sobre amor, o sea, sobre la falta de amor, porque no hay otra forma de nombrarlo sino desde allí donde no está, no es eso que hago mientras preferiría estar amando. De la misma manera que no creo que el crítico vea una película deseando estar en el set de filmación.
No quiero decir con esto que experimentar al amor no me interese. Pero sí soy medianamente consciente de que para hacerlo hay que tener cierto grado de sanidad. Entendida como un mínimo de integración entre lo que uno cree que quiere y a lo que uno se expone.
Porque si no, nos vemos envueltos en situaciones donde tenemos que elegir entre el orgullo y el sometimiento, aleccionar o vengarse, decir o callar. Un sinfín de situaciones que nos colocan en el centro de la escena, como si fuéramos los protagonistas de algo donde nos olvidamos de que hay un otro involucrado. Claro que, a veces, hay relaciones en las que uno más que otro decide, pero no suelen ser de las que nos quejamos.
Aún así, teniendo más o menos clara la teoría, más de una vez tuve que repensar por qué no ir en pos de mi elección, por qué ponerse a pensar al otro como ese que usufructúa con uno. Por qué no pensar a la elección como la potestad misma del deseo. Por qué carajo el acceso a un otro se ha convertido en quitar u otorgar, en vez de intercambio. Y el intercambio no es justo, no tiene por qué serlo, y quien crea que encontrará justicia en un vínculo, sólo se topará con desilusión. ////PACO