-¿Crees que existe el alma?
-Sí. Sí creo.
-¿Y qué es?
-Es aquello que logra unirse con la energía vital (de los otros, de la naturaleza) cuando mi mente no interfiere, y es aquello que contiene a la mente y puede observarla y decirle “tú no eres lo que yo soy”.
El asunto del Alma se renovó en mí en forma de pregunta tras la lectura de varios libros que la señalaban, ya como fondo, ya como ausencia, ya como construcción política. Discutir esencias absolutas está quizá fuera de mi alcance: vivirlas no. Y así, viviendo, uno se interroga como lo harían los niños, que inquieren directamente sobre todo aquello que perturba el pudor, los límites y el entendimiento de los adultos (ese género supremo de lo esencial llamado “niñerías”). Tal capacidad y el añejo gusto por el juego como ley de vida será probablemente lo único que consigamos, con esfuerzo, salvar de la infancia.
Mis preguntas de partida fueron simples. ¿Creo o no en la existencia del alma? En caso positivo, ¿en qué consiste tal cosa? Dadas esa vivencia y esa infantil claridad, eran también procedentes. ¿Quién sino el hombre, que “posee” un alma (o así lo cree) puede y debe reflexionar sobre ella?
La discusión sobre el tema, y esto la hace aún más necesaria, ha sido largamente desterrada del mapa intelectual que se nos ofrece, como ya apuntaba Huxley en el 52 en su prodigioso Los demonios de Loudun, uno de los libros que me devolvieron al tema. Me devolvieron, digo, porque mi interés no fue una llegada, sino un regreso. No voy hacia la pregunta, sino que retorno, inevitablemente, a ella, como se vuelve a todo lo importante.
Pero retornar me permite añadir otras cuestiones, que ya no serán las de la simple curiosidad infantil, y que convierten este texto en una recolección de preguntas para uso público: ¿Por qué se ha olvidado el alma? ¿Se ha olvidado realmente, a todos los niveles? ¿Qué constructo o constructos han sido colocados en su lugar? ¿Cómo se pude suplantar un elemento milenariamente central de nuestra cultura (y de cualquiera)? ¿Hemos superado el alma? ¿Hemos abolido el alma, como pedía Ciorán?
Mi intento de contestación comenzó como un tanteo, mientras tomaba notas sobre otras cosas, y ha derivado en una maleza a medio desbrozar, en la intuición de una senda. Entiéndase de este modo el proceso, con sus errores y sus imprecisiones, y entiéndase que intento principalmente dar fe de ese regreso al territorio; narrar su transcurso accidentado, contar como, casi sin quererlo (no sin desearlo), retorné a esas preguntas incómodas, que yo me hacía hace años y que, con el mundo mismo, había dejado de hacerme.
Intentaré algunas conclusiones parciales, pero anticipo lo obvio: que lo que yo resuelva importa menos que aquello que el lector desarrolle. Como bien apuntó mi hermana mientras discutíamos el asunto, yo soy “muy prefilosófico”: apenas un tipo de primitivo vagamente iluminado. Y mi interior de los últimos tiempos es poco fiable y claramente pan-animista: ve alma, o almas, en todo. Creo, en efecto, que todo tiene alma, o, más bien, que todo vive en el alma, incluso los seres humanos. Estos, sin embargo, capaces de conceptualizar (y convencidos de que al nombrar crean y de que al acotar falsamente algo ilimitado lo han inventado ellos) se han ido alejando más y más de su vivencia, hasta ser, sin duda, lo más desalmado que conocemos. ¿Estoy diciendo, entonces, que para mí rocas, plantas y animales tienen alma? Oh, sin duda los incluyo en mi idea de todo, sí (1). Mi visión, sin embargo, es que criaturas y cosas, como digo, viven en el alma, no que la tengan, del mismo modo que creo que el escritor no posee un mundo subconsciente, sino que un mundo subconsciente lo posee a él, como a una más de sus criaturas y manifestaciones. No se puede poseer aquello que nos crea, nos nutre y nos abarca. Tampoco se posee aquello con lo que dialogamos. Y no siempre nombrar es crear, pese a que las modernidades líquidas al uso prefieran creerlo así.
De igual modo, y ya dejando aparte mis convicciones intuitivas, creo con Huxley, y con mi hermana, que existe una investigación sobre lo incognoscible que es constitutiva de lo que somos como hombres. Esa investigación se abandonó, trágicamente, en algún momento histórico cercano, dejando en nosotros un sentimiento de orfandad que rara vez se ha sabido expresar con justeza. Nunca, desde luego, desde la cultura alternativa oficial, más dada a la invención momentánea que al reencuentro con lo permanente, y que puede ser vista, en cierto modo, como una interminable sucesión de manías de la época (2). Esa orfandad sería subsanable, sin duda, neutralizando las fuerzas negativas que prefieren que el alma permanezca fuera de campo. Bastaría con que nos comprometiéramos a hacernos de nuevo las preguntas que están siempre a un paso de distancia. Porque la idea del alma se ha eliminado del campo intelectual visible, sí, pero no por eso deja de manar en el interior personal. El acatamiento de su negación no puede llevar sino a una neurosis grave, colectiva, por mucho que, como a tantas otras, se la disfrace de normalidad integrada o de canon occidental.
Algunos creen en el alma porque creen, y al pararse a pensar sólo constatan el hecho y, propensos al misterio, prefieren vivir en él que desentrañarlo. Sabios, su intento dominante es el de fluir, no el de catalogar. Otros creen en ella, o tienen una idea de ella, más bien, porque la han pensado. El de más allá ofrece una respuesta tipo porque se la dio un catequista hace treinta y cinco años y porque posee la benéfica y útil estupidez de no discutir jamás la autoridad. El otro no cree, pero acaso ni siquiera ha pensado en qué es aquello en lo que no cree, ocupando el lugar del catequista un concepto vago de la ciencia como eliminador de obstáculos, ya sean estos necesarios.
En todo caso, un mini estudio de campo en mi entorno y el de otros (la cita de apertura es sólo un ejemplo) me muestra dos realidades: la primera, que la idea preexiste; la segunda, que tal idea lleva, por lo general, décadas sin ser enunciada o discutida en el exterior o el interior de esas personas. El alma dice, pues: “Estoy, aunque no queráis hablar de mí”, afirmación que las simples ideas humanas coyunturales no pueden esgrimir: cuando se las deja de enunciar, discutir, negar y afirmar, mueren, como un dios cualquiera.
En resumen, mis tres pasatiempos de este marzo de 2019, que pareció un agosto y que agoniza mientras comienzo a escribir, fueron garabatear ideas en la cocina, de mañana, y tratar de domarlas por las tardes, frente al ordenador, escuchando música abstracta y viendo como la pregunta se colaba por los resquicios y goteaba hasta ocupar todo el espectro de visión. También, no menos importante, fumar, y caminar con mi alter ego Minino Sigilosus, una kajhit de nivel siete, por las catacumbas de Oblivion, bajo los cielos irreales de Cyrodiil, a través de las cenicientas cloacas de la Ciudad Imperial, en un transcurso mágico extraordinariamente parecido a lo que otros deben entender por meditación (3).
Y ahora buceemos en el fango, nuestro hermoso elemento natural.
Hacia el fracaso del ojo interior
“A finales del año pasado mi amigo se desnudó, se pintó la cabeza y la cara de color bermellón, se metió un pepino en el ano y se ahorcó”. Así podría haber empezado Kenzaburo Oé su libro El grito silencioso si fuese un escritor occidente unificado. ¡Qué manera tan potente hubiese sido esa de empezar una novela! (piensa ese escritor americano, o español). ¡Qué cúmulo de cosas grotescas e incomprensibles, misteriosas! Y qué sobredosis de escatología -en los dos sentidos de la palabra- confluyendo sobre una pregunta: ¿Por qué? Casi podemos ver a tal novelista prototípico encendiendo un pitillo, satisfecho, recostándose en su sofá y pensando: “Ya he creado el anzuelo perfecto, hora tiraré del sedal. El día está hecho”. Por suerte Oé no es ese hombre, y en consecuencia la frase irrumpe sólo tras cuatro largas páginas de angustia estancada, y cuando llega bucea ya indistinta en la corriente, en el insano grumo tumoral que es la novela misma.
En el lapso, se nos ha presentado a Mitsu, que será nuestro guía a través de la planicie de más de trescientas páginas. Está a nuestro lado, insomne y acechado por terrores existenciales. Camina como sonámbulo por su casa, golpeándose con las cosas. En su extenuante lucha, establece que busca “el sentimiento de la ardiente esperanza perdida”, que, explica, “no es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de esperanza ardiente en sí”. Pero esa búsqueda no sirve como muro de contención, y cae: “(…) dentro de mi cuerpo doliente, el desolado veneno amargo crece, como si fuera a salirme por oídos y ojos, nariz y boca, ano y uretra igual que la gelatina sale lentamente de un tubo”. Vamos, pues, de la mano de ese hombre estrujado como un tubo de dentífrico podrido; ese que decide una mañana oscura (así comienza todo) descender al hueco que los operarios han cavado junto a su casa para hacer un pozo negro, y que se queda allí, en el fondo, abrazado a un perro que ha encontrado en la calle. Sólo entonces Mitsu, enterrado hasta el culo en el agua que parece “jugo de carne exprimido”, piensa en el amigo muerto y la imagen externa aparece: “A finales del año pasado…”.
Para entonces las preguntas ya se han multiplicado y enredado en un nudo. La posibilidad de una novela de tiralíneas se ha esfumado, ahogada como un cachorro en un balde de agua sucia. El juego, si es que se puede hablar de juego, es otro.
Yo había tomado El grito silencioso, en realidad, para descansar de la apasionante pero densa lectura de The One-Eyed God. Odin and the (Indo-)germanic Männerbünde (JIES Monograph 36), de Ian Kershaw. Entré en la historia como quien sale un rato al parque y se encuentra de pronto chapoteando en una especie de podredumbre cancerosa e informe. Sentí entonces un tipo de desolada simpatía, opuesta a la ligereza que buscaba, y me vi en el espejo: circulaba yo mismo por los incomprensibles rituales de un año que más parecía una masacre, y la asfixiante aridez del libro y sobre todo de su estilo se parecían a mí confusión y a mí vida; a su aparente falta de guión y a mi intento –ritual, tragicómico- de sacar el culo fuera del fétido líquido aprovechando el arranque de un nuevo año.
Así, éramos hermanos, en efecto, yo y el pobre Mitsu. Volviendo lentamente a la pregunta sobre el alma lo seguí a él, de retorno a su pueblo natal del despojado interior japonés. Lo vi cargar con su penosa vida de casado, con su no menos penosa vida interior, con su inevitable crisis de la mediana edad y con el remordimiento -compartido con su mujer, si tales cosas se comparten, no por ello más leve- de un hijo monstruoso internado en un sanatorio (4). No le iba mucho mejor a Taka, su hermano menor, regresado de América con ideas confusas de cambio, megalómano, portador de un concepto de la justicia histórica y la revolución que el sentido de culpa convertía en grave tara personal. Patéticos ambos, aquejados de invención sistemática del recuerdo y otras lacras, Mitsu resultaba sin embargo más asumible por el lector porque él mismo es un “lector”: observadora pasividad, contención racional, inacción mientras el mundo colapsa. Pero si Mitsu somos nosotros, Taka somos nosotros también: el deformado gemelo especular; la torpe y cruenta sublimación de todo lo que el primero es incapaz de hacer aunque lo piense, lo comprenda o lo desee.
El tuerto Mitsu es además la presa de su propio ojo interior: “(…) le di una finalidad a ese ojo que se había quedado sin función”, reflexiona: “hice que se volviera hacia la oscuridad de mi cráneo, una oscuridad llena de sangre y de un calor más intenso que el del resto de mi cuerpo. Mi ojo se convirtió en un centinela al que puse de guardia en el bosque de mi noche interior, y me forcé así a adiestrarme para vigilar lo que ocurre dentro de mí”. Un ojo interior que acabará por revelarse también inútil y que como veremos, tiene su potencial contenido simbólico.
Estos hermanos especulares (todos lo son, de un modo u otro) comparten con el resto de los entes que pululan por la pesadilla su condición de seres mixtos. No sólo por su marginalidad o imperfección, sino por pertenecer a una cultura, la del Japón de posguerra, que tras siglos sellada acaba de ser finalmente vencida, abierta en canal, contaminada y puesta en duda desde el exterior, pero sobre todo desde el interior. El uno, bondadoso a su críptica manera -y que, acaso como resistencia, se declara seguidor del Henry Miller más optimista- no puede evitar, sin embargo, ser un absoluto e irritante cenizo. El otro es una especie de ridículo guerrero contracultural, cuyos mejores momentos se parecen tanto a la gloria como un desagüe fecal.
Ambos son japoneses de nuevo cuño y su destino y lugar -igual que el de un país en el proceso de reconstrucción- parece estar por decidirse. No muy distintos, en segundo plano, son la silenciosa y alcoholizada mujer de Mitsu, el sacerdote budista del pueblo o los habitantes de este, peones de una cultura milenaria y cerrada que ahora se disuelve, como los frescos de una tumba a su final contacto con el aire exterior.
Mal para bien
En el sentido técnico, que en él alcanza una sobriedad metafísica, Oé pertenece a la dinastía ilustre de los Moravia, Cèline, Melville o Baroja; aquellos que saben que para escribir bien a menudo hay que escribir mal. Aquellos que trascienden con dolorosa astucia y por debajo el largo imperio de la normatividad neoclásica. Aquellos que han entrado en otro estadio, en el que la carne y el espíritu del ser humano se hacen de pronto indistinguibles, igualmente dolorosos y malformes. Culpables, todos, en último término, de transgresiones encaminadas a que lo contado no sólo narre la vida sino que sea, en todo lo posible, la vida.
Así, el fango narrativo no sólo cubre a los personajes. Al contrario, para contemplar de modo completo esta solución literaria hemos de entender que afecta siempre a tres niveles superpuestos. Así, en El grito silencioso la horrenda mermelada existencial de trauma y parálisis de la que todos los personajes tratan de huir, infructuosamente, carcome de igual modo al autor y al lector. Lo preclaro de Oé reside en su precisión para dotar a sus personajes de absoluta imprecisión. Para incapacitarlos plenamente a ellos y así incapacitarse a sí mismo, como quien (escritor, rey) envía voluntariamente a exploradores tullidos (los personajes) en busca de un grial que ni siquiera existe.
Pero ¿a qué gran verdad puede llegar el novelista usando a un personaje incapaz de alcanzar verdad alguna? se preguntará quien me lee sin ironía. ¿A la verdad de que no hay verdad? ¿A la verdad de que aunque la haya jamás llegaremos a ella? Es sencillo: al dotarse de herramientas melladas, es decir, de seres humanos (o lo más cerca que un narrador pueda llegar de tal cosa), quien escribe se imposibilita e imposibilita también al lector, pero al mismo tiempo le está transmitiendo vívidamente un tipo de esencia (con la que podemos o no estar de acuerdo). Por ejemplo, se me ocurre: que somos limítrofes con la total incapacidad, que nuestros esfuerzos son en general absurdos y que nuestros hallazgos se limitan a esferas diminutas. Y que, en tal contexto, el ansia de la búsqueda deviene patética, pero también mayor. Pero contado así –aquí, por mí- estas son ideas simples que usted puede masticar cómodamente en su casa. Actuadas por Oé y sus títeres de carne en descomposición, lo convierten a usted también en amputado. Transmiten dicha esencia casi más por contacto que por comprensión. Leer a Oé es muy cercano a adquirir, temporalmente una incapacidad luminosa. Esa es la magia.
Hay que recordar que mitológica y místicamente –y eso ha perdurado en el orden interno de toda sociedad- no hay luz sin sacrificio previo, sin amputación constitutiva. De ahí entre otras cosas la fascinación por los tullidos, los ciegos, los locos y otros deficientes; el eterno temor reverencial, la fascinación, el asco, la permanente sospecha –no siempre ajustada- de que ellos saben cosas que nosotros desconocemos y que circulan por fondos de conciencia que nos son inasibles. Desde esa triple parálisis de lector, autor y personajes, se va, entonces –paradoja sólo aparente- hacia la luz. Oé se corta a sí mismo el tendón de Aquiles pero sólo para poder renguear, lenta, dolorosamente, hacia lo terrible, que es otra manera de nombrar a la verdad.
El Paraiso y otros recuerdos inventados
Hasta aquí todo era relativamente prodigioso. Hubiese sido fácil quedarse en lo histórico (soberbiamente reflejado) y en lo estilístico (grotescamente sublimado). Diríamos entonces que la novela retrata a varios seres traumatizados por la historia reciente de su país y por la propia, sólo a medias occidentalizados, y que representan, cual pequeños microcosmos, las distintas actitudes de ese país frente a las nuevas situaciones del mundo. Argumentaríamos que, al situar a esos personajes en las convulsiones en miniatura del Japón rural, aislado, el color base permite un mayor realce de tales figuras y una más clara identificación de los problemas, y que clarifica las metáforas. Apuntaríamos que el estilo reiterativo y cruento es el necesario para contagiar el debatirse del espíritu en tiempos de cambio y escisión. Dando un paso más –lo daremos- descubriríamos que hay ritos que son expresiones permanentes del espíritu y florecen de modo idéntico en culturas dispares, sin necesidad de un viaje físico.
Sin embargo, ahí es donde comienza la búsqueda.
Mi segunda impresión sobre El grito silencioso -la más importante, aunque ahora me resulte obvia- fue la de que aquel era un grito sobre el alma. O, más precisamente, un grito ante la ausencia del alma (personal y social). Y un grito sobre lo intolerable y potencialmente enloquecedora que es el alma cuando se la contempla sin el velo de la idea, sin el símbolo de comprensión/aceptación que interponíamos entre ella y nosotros y al que, cuando lo usábamos, antaño, llamábamos igualmente “alma”. (5)
Regresemos al modo en que Mitsu consigna su angustia en las primeras páginas: nuestro guía busca “el sentimiento de la ardiente esperanza perdida”, que “no es un sentimiento de carencia, sino un anhelo positivo de esperanza ardiente en sí”. El personaje deja caer, desde el inicio, que la clave de la historia es la ausencia de un elemento sin el cual un ser humano no vive sino que apenas repta. Sin el cual el ser no es.
Me apuntó una amiga, que leyó el libro sobre la misma época, lo difícil que era empatizar con los personajes, y como eran en gran medida sólo sus errores, sus neuras y sus carencias. Pero, ¿no es así siempre en nuestra querida postmodernidad? ¿No es ese el verdadero canon de nuestra época, la construcción en torno a un hueco, la vertebración a través de deficiencias? En otro mensaje, mi amiga me indicó “lo lejos que están de Dios” esos mismos personajes, observando que eran “sólo egos torturados”. Y en efecto, así es. Ahora conectemos las dos ideas invirtiendo su orden: “Tales personajes son sólo egos torturados PORQUE están lejos de Dios”. Ahora transmutemos la frase para adaptarla a nuestra propia idea de Dios: “Son sólo egos torturados porque están lejos del Alma”. O bien “son sólo egos torturados porque no encuentran el Alma (o la ardiente esperanza perdida)”. O bien “Son sólo egos torturados porque no pueden vivir (ser) en el alma”. Son gente, es cierto.
“Es el mito bíblico del Jardín del Edén”, me explicó luego mi amiga, como quien hablase con un niño precoz pero perdido, “que cuenta precisamente como el hombre se separa del alma cuando prueba el fruto del conocimiento”. Y siguió: “Oé quiere que sus personajes retornen al Edén, pero el jardín al que llegan es una versión oscura que no les resuelve esa separación. Cuando llegan al pueblo no hay sino un bosque tétrico en el que da miedo entrar. El único cuadro que hay en el templo es uno del infierno. Y así todo…”.
Sigo raspando esa idea: ¿Es realmente ese pueblo rodeado de bosque, cuajado él mismo de imposibilidades humanas, una versión tarada del Paraíso perdido? ¿O es el lugar al que se va, precisamente, cuando se ha perdido el paraíso, es decir, el contacto con Dios, es decir, el vivir en el alma? ¿O son ambas cosas lo mismo? ¿Vivimos, cuando caemos, en una versión risible del paraíso, de Dios, del Alma, del lugar del que hemos sido expulsados? ¿No es esa acaso la fantasmal esencia de cualquier recuerdo? Y, lo que es más importante, ¿Se puede salir de ella, de ese estado grotesco, de ese recuerdo deforme que hemos creado?
Si la respuesta es que hay salida, el pueblo bien podría considerarse (desde nuestra mente “cristianizada”) un purgatorio, una oportunidad. Si no la hay, en cambio, el pueblo es el infierno, y la vida lo es con él, por extensión.
Pero incluso Oé se permite un resquicio de luz ambigua al final de la historia, hay que reconocerlo. Tenuemente niega esta última posibilidad. La esperanza, dicen, es lo último que se pierde, ardiente o no.
De la verdad como proceso
Pero otras preguntas me acechaban, obsesionado como estoy con la idea de proceso: ¿Y si esa vida que retrata Oé y la nuestra misma no son ese lugar alejado del alma, en realidad? ¿Y si lo que son es el proceso mismo de alejamiento? ¿Y si el alejamiento del alma no ha acabado sino que vivimos en él, en su ejecución? ¿Y si no estamos exiliados del alma, sino aún alejándonos? ¿Y si el mito de la pérdida del Edén es aquí y ahora, y no somos más que Adán y Eva caminando cabizbajos bajo el signo de dirección de una espada de ceniza? ¿Y sí lo que sentimos no es la pérdida de lo que fue sino el alargado trance mismo de estar perdiendo algo? La pervivencia de la idea del alma pese al sepulcral silencio en torno a ella podrían apuntar en esa dirección. Aún recordamos el alma, pero miramos en torno, nos tocamos la ropa, y no la encontramos en ninguna parte. Te juro que la llevaba al salir de casa…
Vuelvo aquí sobre un par de ideas (mías, pero probablemente de muchos otros antes). La primera, ya esbozada, es que se vive en el alma y que, por tanto, tal alma es en cierto modo un proceso que nos lleva, nos contiene o nos alcanza, y no un hecho fijo, cerrado o transportable.
La segunda es que el arte no tiende necesariamente a la belleza (aunque la encuentre, inevitablemente, signo del camino correcto), sino que es una búsqueda de la verdad. Pero de una verdad distinta a lo que entendemos comúnmente por tal. Como la verdad es por definición inencontrable, la única verdad posible es precisamente esa búsqueda. Es decir, la verdad en el sentido artístico y filosófico no es otra cosa que la búsqueda de sí misma: he ahí la verdad como proceso. Casi podríamos añadir que como proceso circular. E igual que yo y otros entendemos tal verdad como la acción de buscarla, Mitsu (y quizá Oé) entiende el sentimiento de falta de la esperanza no como una ausencia radical sino como unida a un anhelo positivo.
Y por último estoy yo, de nuevo, preguntándome si la caída -la expulsión del Edén- ha sucedido o bien está sucediendo.
Así, el alma por la que nos preguntamos, la verdad que buscamos y la esperanza que Mitsu trata de recuperar, son tres procesos, y quizá una misma cosa. Hay un anhelo de fluidez que corre al fondo de estas ideas, unificándolas. He ahí una respuesta, primeriza y personal, pero respuesta al cabo, entre tantas preguntas: deseamos la fluidez. Es nuestro modo de buscar el alma y al tiempo nuestro modo de concebirla.
Y regresamos, y las preguntas se acumulan: ¿Qué es el alma? ¿La verdad? ¿El anhelo? ¿la fluidez? ¿La pérdida misma? ¿La falta? (“Ese agujero es el alma”, me dice otra persona)
Mitsu, Taka, contadme algo, cabrones.
Lobos del sol naciente
Me permitiré un respiro luminoso, ahora, en este recodo del camino donde las preguntas cuelgan como frutas de un árbol de sombra extraña pero fresca, junto a un pozo. Miraré al horizonte del valle, abajo, y contaré otra cosa que encontré, con la ligereza y falta de profundidad de quien en efecto ha parado sólo para coger aire y toma mera nota mental de una imagen.
Hay un vector en la novela de Oé, lateral al que contemplábamos, que es el histórico y sociopolítico. Es tan aparentemente sólido como engañoso en realidad. Durante la lectura de El Grito Silencioso aprendí varias cosas importantes sobre la historia del Japón, pero, lo reconozco, las olvidé con toda naturalidad en los días siguientes. Quizá fue en parte así porque cuando Oé habla del país parece hablar siempre del pueblo, cuando habla del pueblo parece referirse a la familia y cuando habla de la familia termina remitiendo al hombre como elemento eterno o despreciable, quizá ambas cosas. Es una especie de embudo que va hacia el espíritu aunque empiece en el gobierno de las naciones. Y el espíritu está abajo. Su concepto de una historia forzada a la circularidad por la acción violenta de hombres que sólo la conciben como circular es un curioso modo de retratar al ser humano como cloaca trascendente, como arcano fregadero. Su observación social es tan afinada, detallada y legalista en apariencia como metafórica en esencia. Y hay algo siniestro, por preconsciente, detrás de tal análisis histórico; más aún por cuanto Oé elabora su descenso hacia el sentido con esa fineza oriental, lindante con la brutalidad, que siempre nos sorprende a los occidentales. (6)
Empecé El grito silencioso, como dije, como un paréntesis que se convirtió por sorpresa en otra cosa. Mi segunda sorpresa, mayor, llegó cuando a mitad del libro, entre las permanentes nieblas del bosque japonés, empezaron a dibujarse los jóvenes danzantes tocados con pieles animales, la antigua compañía extática de los lobos. Cuando, sin previo aviso, de entre la maleza del Jardín de las Delicias, comenzó a surgir una teoría antropológica protogermánica sobre el peculiar modo que algunas sociedades usan para su renovación, canalizando la energía juvenil al viejo estilo odínico. Sí, han leído bien.
La Männerbünd -cito someramente del inicio de The One Eyed God- es “un culto y hermandad guerrera de machos jóvenes, atados por juramento a un Dios y entre sí mismos y en unión ritual con sus ancestros, que se hayan en proceso de entrenamiento para ser los hombres o los líderes de su sociedad”. O bien (en plural, Männerbünde) “bandas de guerreros extáticos en unión ritual con los guerreros muertos del pasado de su nación”. Odín, en una de sus representaciones de mayor resonancia arquetípica, es “el dios que lidera a sus guerreros a una danza extática”, “el líder de un ejército de guerreros-lobo extáticos”; este tipo de congregación floreció bajo su ambiguo auspicio (aunque el origen del embrollo está, nos dice Kershaw, “en la india pre-védica, en un juego de dados ritual mediante el cual se elegía al líder de tales grupos”).
Temporal escisión del cuerpo social, se encarna en la llamada Wild Hunt o Furious Host, espectral cabalgata guerrera de ultratumba, que toma cuerpo social en procesiones de jóvenes, enmascarados con pieles de lobos, osos u otros animales simbólicos, y que han sido previamente seleccionados entre los adolescentes de la tribu para que los guerreros muertos se encarnen en ellos por un día. Pese a lo aterrador, la gente, explica Kershaw, la esperaba porque traía fertilidad a la tierra y al ganado. El mito nuclear es descrito por el autor en un párrafo que nos devuelve al centro de este artículo:
“(Existe) la universal creencia de que hay algo en el hombre que tiene un origen más alto o incluso divino. Luego está la extendida creencia de que hay una fuerza divina o santa tras el milagro del crecimiento. Podría parecer igualmente general la creencia de que hay algo en el hombre que no es destruido por la muerte física. Y que lo que sigue viviendo no es la moderna y convencional idea del alma como un aliento sin cuerpo. Lo que sigue viviendo es la fuerza vital misma. Y, pese a la evidencia en contra, se cree que esta fuerza sigue viviendo en su propio cuerpo. Es la persona misma la que vive. Y ahora es inmortal, ya que no puede morir de nuevo. Tres ideas, escribe Meuli, gobiernan la concepción primitiva de la persona muerta: Continúa viviendo. Es poderosa. Es al tiempo bien dispuesta y maliciosa. La tercera indica una ambivalencia emocional por parte de los miembros vivos de la sociedad hacia el miembro muerto, que el segundo punto sólo aumenta, al indicar que el hombre muerto puede ser muy peligroso, aunque también pueda ser un valioso ayudante y defensor. Esta ambivalencia es universal, pero en algunas sociedades es el miedo hacia los muertos lo que predomina, mientras en otras lo hace el deseo de permanecer en comunión con ellos, de quienes se piensa que tienen un interés en el bienestar de su familia y su tribu. Entre los indoeuropeos fue esta segunda actitud la que prevaleció (…) Sus muertos son los ancestros a los que se honra, pero son más: son los inmortales en los cuales la fuerza vital, esa chispa divina, es mucho más potente y eficaz ahora que ya no son mortales. De hecho, son los guerreros muertos los que nos conciernen aquí. Haya muerto el hombre en batalla o de viejo, continúa viviendo como el guerrero en la flor de su juventud (…) La naturaleza de los muertos implica que no se los puede ver. Una función muy importante de los jóvenes iniciados era hacer que (tales muertos) pudiesen ser vistos en los periodos del año en que eran más activos. Se queda corto decir que representasen a los muertos. Realmente, hacen que los muertos estén presentes: ellos son los muertos. Y el modo de convertirse en los muertos son las máscaras”.
Así, de esa unidad mítico/práctica han derivado tantas cosas que la reflexión asociativa más leve nos permitiría viajar desde el carnaval de Ourense hasta la heroinómana Venice Beach de los sesenta; de Los chicos del Maíz a los Hell’s Angels de Hunter S. Thompson; de las comunas pacifistas a la contracultura paramilitar; de la toma de Münster a los Asesinos de Hassan-i Sabbah, de la fiebre de los zombis fílmicos al Rock&Roll mitologizante y de nuestros propios juegos guerreros juveniles al necesario replanteamiento actual de la familia como unidad social básica.
Baste decir por ahora que el momento de irrupción odínica en el libro de Oé es aquel en que el miserable Taka alcanza un súbito instante de lucidez y poder, no por fugaz menos cegador, al usar para sus objetivos de subversión el viejo ritual del baile del Nenbutsu. Es este, en esencia, una Wild Hunt japónica ya muy socializada, pero aún viva -a un paso del fósil antropológico en el que ha derivado en nuestras sociedades-. Se trata de un baile/desfile anual en el que los jóvenes encarnan a los espíritus de las figuras que a han sido importantes en la historia del pueblo. Taka canaliza a través de ese rito la retenida energía de la casta adolescente del lugar, y consigue replicar una rebelión de cien años atrás. La población se une a ella, claro, en un proceso de retrohipnosis y culpa suprapersonal. Así, de modo real pero también simbólico, se asalta el supermercado local, propiedad de un coreano enriquecido que llegó al lugar como esclavo de guerra y ahora es un potentado que ni siquiera reside en el villorrio. Durante varios días, al ritmo extático de los tambores, se trastoca el orden social, poniendo en el poder a una pandilla de desharrapados medio mongólicos y apenas mayores de edad (aunque no más mongólicos que sus viejos, ciertamente).
Normalmente esa repetición es, ya decimos, anual y estilizada. Ocasionalmente, como en este caso, produce un cataclismo verdadero, aunque de baja intensidad. Eventualmente, podría ser el apocalipsis, la revolución final, un Ragnarok de serie Z que aguardase a la vuelta de la esquina. Taka consigue su efecto a través de la manipulación casi instintiva de una estructura paramilitar de difusos confines místicos, invisible al ojo, pero que, al ser invocada de la manera correcta, aparece, porque siempre estuvo allí latente. Usa como arma el recordatorio normalmente regulado, ritualizado, de que la vida puede ser de otro modo.
Oé, en un juego de ciclos superpuestos -o una indicación de que sólo existe un ciclo, repetido una y otra vez-, hace que la narración historicista de las sucesivas y nimias rebeliones con las que el valle se había sumado a lo largo del tiempo a la convulsa historia del Japón desemboque en un corto pero violento paroxismo de réplica cuya claridad formal y coherencia interna sólo son explicables desde lo inconsciente colectivo.
En el espejo deformado del valle, eso sí, la hermandad de jóvenes machos danzarines aparece dibujada, también ella, como una caricatura vulgar; un grupo de tarados palúdicos e ignorantes a los que la población teme en el momento del éxtasis pero a los que también utiliza sin pudor y que finalmente fracasan en todo lo que intentan, con Taka a la cabeza.
Apuntemos una última percepción paganizante antes de dejar la sombra del árbol junto al pozo y volver, caminando, al valle: Mitsu y Taka, revisados a la luz del alma y de la Mánnerbünd, son perfectamente odínicos. Son, de hecho, Odín. Cualquiera familiarizado con la figura del Dios de los ahorcados puede verlo. Odín mostrando dos de sus caras (aunque ambas fracasantes). En una esquina del ring, Taka, jefe místico de feroces derviches justicieros que a las primeras de cambio se despeña, tras un festivo momento de genio furioso. En la otra, Mitsu, la divinidad amputada, que pretende “saberlo todo” (su ojo presente juzga lo exterior, su ojo ausente “lo que ocurre dentro de mí”) pero que –pasiva, intelectualizada en exceso- claudica finalmente y ni siquiera puede suicidarse porque, al contrario que su amigo muerto, ignora cuál es esa “última palabra” que querría articular con tal suicidio. Y un Odín incapaz de suicidarse es en realidad una paradoja hermosísima, casi una definición radical del ser (7).
Cuando Taka se ha convertido en jefe de la rebelión y dueño del pueblo, ambos hermanos hablan. La conversación reza así:
-(El levantamiento) apenas es una tormenta en un vaso de agua, Mitsu, y eso lo saben perfectamente todos los que han tomado parte en él. Pero, por el hecho de haber participado, han retrocedido un siglo de un salto y experimentan la misma emoción que quienes intervinieron en el levantamiento de Man’en. Se trata de una revuelta de la imaginación. Para la gente que no tiene esa capacidad de imaginación, como tú, Mitsu, este levantamiento no es revuelta ni es nada, ¿no?
-Exactamente.
-Lo sabía.
Queriendo olvidar unos días al viejo Dios y a sus locos muchachos, pues, había ido a darme de bruces con ellos. Casi agradecido, me sumergí ese momento mágico que suelo llamar “todos los libros el libro”. El alterado espacio en el que, absorbido por una obsesión, cualquier cosa que uno encuentre parece aludir a ese mismo motivo central. Situado allí, sabía que leyese lo que leyese a continuación las resonancias confluirían sobre la idea con la misma presteza que el gato de la casa (y acaso otros) aparece cuando uno le pone de comer. Es decir, con la misma presteza con la que una entidad compleja e insondable (y acaso otras) se acerca cuando uno la llama del modo correcto desde el lugar correcto.
En estas disquisiciones estaba cuando compré un ejemplar de Abaddón el exterminador, de Sábato, que encontré por tres euros en una librería de saldo. Pero apenas había avanzado algunas páginas en su relectura cuando tuve que abandonarlo unos días para irme de viaje a grabar un disco…
(CONTINUARÁ…)
NOTAS
1. Decía Jacques Legoff que en la edad media se consideraba que los animales estaban más cerca de Dios que nosotros. Sin creer en Dios, suscribo la idea. La parte de mi creencia en el alma que no es meramente instintiva le debe mucho a la observación de los animales y la convivencia con ellos.
2. De algunas de estas manías (con fondo profundo, sin embargo), hablé en un anterior artículo en dos partes.
3. ¿Es Oblivion el mejor juego de mundo abierto jamás creado? Probablemente.
4. Todo el trabajo de Oé está sobrevolado por la marca del trauma causado por el nacimiento de un hijo con problemas graves. Dejaré al lector la investigación al respecto.
5. Soy en esto junguiano, siguiendo bastante de cerca la idea de la religión como conjunto de símbolos explicativo/defensivos de/frente una realidad arquetípica preexistente. Símbolos no reductibles a otro lenguaje que el suyo mismo, y realidad demasiado extrema para ser contemplada sin la mediación de estos.
6. Sutileza amarga y alienígena para nosotros que los japoneses cultivan con regia y evanescente naturalidad, y que encontramos a menudo en El grito silencioso: un personaje, por ejemplo, puede estar urdiendo la muerte de otro y sentir amargura, sin embargo, porque una frase suya le haya traído al otro un recuerdo de mal sabor.
7. En su proceso de búsqueda de la sabiduría, Odín entrega uno de sus ojos a Mimir, protector del pozo del saber, a cambio de un trago de su agua. Posteriormente, en esa misma búsqueda de la sabiduría total, se sacrifica a sí mismo en honor a sí mismo, ahorcándose del Yggdrasil, árbol de la vida, y permaneciendo colgado en él por nueve días y nueve noches. Es decir, Odín se crea como lo conocemos a través un paradójico suicidio ritual de iluminación.
////PACO
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