Cuando yo era chica y había sólo cuatro canales de tv, mi hermana y yo éramos fanáticas de las trillizas de oro. Teniendo en cuenta que mi mamá estaba embarazada, pensábamos que cuando esa bebé llegara, estarían dadas las condiciones para poder ser como ellas. Todas nuestras fantasías lúdicas terminaron cuando nació un varón, que en principio no tenía ningún interés en sus hermanas mujeres ni en nada más que no fuera comer y dormir. Todavía me acuerdo de la desilusión que sentí en el momento en el que el obstetra nos felicitó suponiendo que estábamos contentas por la sorpresa. Claro, a fines de los 70´s las ecografías anticipatorias no estaban de moda y salvo que se confiara en la intuición, nada se sabía del sexo del bebe hasta que atravesaba el canal de parto. Tardé unos cuantos días en admitir que no estaba muy feliz con el nacimiento, incluso me enfermé en señal de disconformidad y cuando por fin pude hablar dije: “no me gustan las sorpresas, alguien nos tendría que haber avisado”. Mi mamá, puérpera y todo, me contestó que estaba equivocada, que no había nada más lindo que ser sorprendido, y que de los regalos, lo más interesante es el paquete cerrado y el placer que produce romper el papel para descubrir lo que hay adentro. Probablemente no me lo haya dicho con esas palabras pero la idea fue más o menos esa.

Cada texto sobre algún producto mediático parece hacer surgir un ejército de policías virtuales que con teclas “delete” están dispuestos a bloquear al que se anime a anticipar algo más que aspectos generales de la trama.

A mediados de los ochenta, mis padres trajeron una nueva sorpresa a mi casa. Esta vez se llamaba VHS y era un aparato que permitía ver películas en el living. Al entusiasmo inicial se le sumó la posibilidad de grabar los programas que quisiéramos. Para los noventa, época en la que nuestras obligaciones ya no nos permitían ver siempre y a la misma hora nuestros programas favoritos, esta posibilidad fue un gran hallazgo. Fueron también los años de la explosión de la TV por cable y un poco más adelante, las primeras conexiones a internet por dial up. Los hogares se volvieron esos lugares donde no sólo se tenía acceso a contenidos de cualquier parte del mundo, sino que además sus habitantes producían material con algunos pocos dispositivos domésticos.  De pronto todos empezamos a compartir partes de nuestra vida cotidiana, mandábamos correos electrónicos que incluían fotos y hasta algún video casero. Y entonces la TV tradicional con sus programas y sus tandas publicitarias debió adaptarse a un público que se creía con más derechos que el de sólo mirar la pantalla de tubo catódico con un control remoto en la mano. Así, los estudios en comunicación comenzaron a esbozar nuevas teorías sobre la configuración de las audiencias del siglo XXI. Teorías que cuestionaban, incluso, el mote peyorativo de “caja boba”; dudosas, pero teorías al fin.

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Más allá de los cuestionamientos acerca de las nuevas y posibles teorías sobre las maneras de consumir medios de comunicación, las tecnologías abrieron un inmenso abanico de opciones inventando nuevos modos de consumo. Nadie podría negar que ante cada serie, película, novela, reality show, pero también noticiero o programa político de opinión, proliferan discursos paralelos en las redes sociales. Y tanto es así que hace un tiempo alguien afirmó que Twitter había cambiado las maneras de ver televisión. Una frase que por su ambigüedad puede prestarse a equívocos optimistas sobre inteligencias colectivas y contenidos colaborativos pero también induce a pensar fenómenos emergentes. El surgimiento de nuevas palabras, o términos resignificados en el contexto de estudio de audiencias no es un dato menor. No llama la atención que hace unas semanas un diario de gran tirada publicó un artículo sobre el fenómeno de los spoilers: un grupo de gente “despreciable” que se dedica, en las redes, a adelantar la trama de la serie del momento o contar el final de la película antes de que la gente la vea en el cine. El artículo iba un poco más allá y hablaba de una especie de solidaridad “antispoiler”, una práctica que conjuga al mismo tiempo un espacio de contenidos compartidos sostenido en reglas de convivencia: tener cuidado de “no spoilear” es la primera máxima, las demás, son discutibles.

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Es curioso, pero cada texto que refiere a algún producto mediático parece hacer surgir un ejército de policías virtuales, que muñidos de teclas “delete” están dispuestos a bloquear a todo aquel que se anime a anticipar algo más que aspectos generales de la trama, por descuido o negligencia. Con cada crítica cinematográfica se debe aclarar que no se comentan más que ideas centrales, que lo que se expone es simplemente un punto de vista acerca de ciertos problemas que allí se plantean y nada más. Incluso existen foros para repudiar el mal accionar de los habitantes de la red que infringen las normas “anti-anticipación”, aún cuando esa violación no haya sido intencional.

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¿No resulta paradójico que cuando los contenidos están disponibles a toda hora se constituya una logia que penalice a quien cuente el final de la última película de zombies?

Todo un sistema subjetivo puesto al servicio de construir normas de buena conducta. ¿No resulta paradójico que en una época donde los contenidos están disponibles siempre y a toda hora se constituya una logia que penalice con el exilio virtual a quien cuente el final de la última película de zombies? Podría suponerse que en un universo hiperglobalizado e hiperconectado resulta imposible exigir sorpresa en las tramas, o evitar que se filtren datos. Pero la “histeria antispoiler” debe tener sus razones. Tal vez frente a la enorme cantidad de estímulos recibidos y producidos al mismo tiempo, ella sea la última resistencia a un  mundo que parece haber sacrificado la posibilidad de sorprenderse. A lo mejor, configurados en una cultura que no termina de resignarse al abandono de un tiempo y un material analógico, la exigencia de no “spoilear” sea una manera de reivindicar la adrenalina que produce el volantazo del último momento o la emoción del paquete cerrado. Y si se defiende con tanto ahínco y se castiga de manera tan evidente al que viola las normas, será porque en el fondo seguimos añorando esa infancia de cuatro canales y de embarazos sin ecografías anticipatorias y de regalos envueltos cuidadosamente. O tal vez esto no sea más que una mirada romántica sobre el asunto y la defensa encarnizada forme parte de la ira y la irritación que suelen leerse a diario en las redes sociales. Esta vez elijo la primera opción/////PACO