“Su suicidio es en realidad un asesinato. ¡Ya basta de tanto abuso!
Que su sacrificio sirva para entender que la lucha política tiene límites.
Que no se puede jugar con la honra y libertad de las personas”.
Rafael Correa, 17 de abril del 2019
El 17 de abril de 2019 murió por propia mano el dos veces presidente de la República del Perú Alan García Pérez, después de agonizar por algunas horas en el Hospital Casimiro Ulloa. Un disparo en la sien acabó con la vida de una personalidad que marcó la política del país por cuatro décadas. Unos minutos antes, agentes de la Policía y un fiscal iniciaban una diligencia judicial que tenía como fin su detención preliminar, ordenada por el juez Juan Sánchez Balbuena. En la resolución se esgrimía que en el segundo gobierno de García (2006-2011) se habían dictado normas para acelerar la construcción de las obras de la Línea 1 del Metro de Lima y los tramos 2 y 3 de IIRSA Sur (carretera interoceánica que conecta el Perú con Brasil) beneficiando a la empresa Odebrecht.
¿Qué llevó al exmandatario a tomar la decisión del suicidio? Si nos dejamos llevar por la mayoría de columnas de opinión, reportajes y libros que han aparecido en Perú –y siguen apareciendo– desde su fatal determinación, el motivo que empujó a Alan García sería el cerco judicial que contaba, después de años de buscarlas, con las pruebas irrefutables de su corrupción. Para el público poco atento, sea peruano o no, tal unanimidad roza con la verdad indudable. Pero hay un detalle que los defensores de esta versión de los hechos pasan por alto. Son pocos los que reconocen, al esgrimir la fuga de la justicia como la razón del suicidio, que ellos eran opositores políticos del expresidente y de su partido, el más antiguo del país, el Apra (Alianza Popular Revolucionaria Americana).
Hay una lectura distinta de estos hechos, que trataré de explicar con la objetividad que la pasión de un acontecimiento tan fuerte y cercano permita. ¿Y si lo que sucedió fue un magnicidio, ya que lo que se buscó desde el primer momento fue eliminar al rival más hábil del gobierno detentado por Martín Vizcarra? Como había sucedido con Keiko Fujimori, lideresa del partido con más congresistas en aquellos días, en este caso la intención era mostrar a García en los medios de comunicación con un ominoso chaleco antibalas, la palabra “detenido” y las manos esposadas, y destruir así una imagen política elaborada con paciencia durante muchas décadas. No olvidemos la leyenda urbana que decía que Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del aprismo y el político que marcó el siglo XX peruano sin haber llegado nunca al poder, lo preparó para ser presidente.
El operativo de detención fue chapucero, por no usar un término más fuerte. Tan es así que la oficial encargada de filmar lo que sucedía no lo hizo de corrido, e incluso no grabó el audio. Unos borrosos segundos de esa filmación han valido para que se cree el mito de que Alan García atendió desde la escalera a los agentes policiales con una pistola en la mano. En el libro Vivo o muerto, del periodista José Vásquez Cárdenas, se da por cierta esa especie. En el portal IDL-Reporteros también se aseguró tiempo después que Alan García bajó para disparar a un fiscal en particular, José Domingo Pérez, quien daba constantes declaraciones a la prensa y que ganó protagonismo defendiendo la detención de Keiko Fujimori. Un trascendido anónimo de su círculo íntimo, aseguraba esa página web sin más detalles. Sin embargo, esos segundos borrosos ni siquiera resultan lo suficientemente claros para determinar si lo que empuña es un arma o un llavero.
El hecho es que Alan García tuvo tiempo de encerrarse en su dormitorio, hacer un par de llamadas –una a su abogado y otra a la madre de su último hijo– y dispararse en la sien. Martín Vizcarra, quien detenta el poder en estos momentos, estaba al tanto del operativo y seguía las incidencias desde Palacio de Gobierno con su Concejo de Ministros. La determinación de Alan García de suicidarse antes de ser detenido era conocida por sus más cercanos y es más que probable que el Gobierno sabía de esta decisión. La torpeza con la que se condujo su detención, por lo tanto, abona a la hipótesis de que lo que se buscaba era un desenlace fatal. Tal vez, especulo, se buscaba repetir lo de los disparos al aire que hizo Alan García en 1992 para escapar de una detención ordenada por Fujimori y tener así una justificación para abatirlo. Lo concreto es que se le dio el tiempo para dispararse. No consiguieron la foto de Alan García esposado, pero sí la de su cuerpo agonizante.
Una anécdota contada en el referido libro Vivo o muerto grafica el ánimo de quiénes cumplieron con la orden de detención. Se señala que, cuando el ex presidente y líder del Apra agonizaba en el Hospital Casimiro Ulloa, llegó su abogado Erasmo Reyna. Al enterarse de la situación, fue a reclamarle al coronel de Policía, Harvey Colchado, encargado del operativo y presente en el nosocomio, por el desafortunado desenlace. Reza el libro que “Colchado, ya fastidiado, le dijo [al abogado] que terminaría preso y que él mismo se encargaría de internarlo en un penal”.
Pero recapitulemos. Desde su primer gobierno (1985-1990), el sambenito que le colocaron sus opositores, en especial los de derecha, fue que Alan García era corrupto. La animadversión que causó en sectores de la clase alta y media alta el intento de estatización de la banca que hizo su gobierno tal vez explican este sentimiento. Se habló de una casa en La Florida, una mansión al lado de la de Julio Iglesias. También se difundió como verdad unos movimientos bancarios en Islas Gran Caimán. Acabado su gobierno, se le investigó por el Poder Judicial, siendo absuelto. Llegó entonces el autogolpe de Alberto Fujimori, el 5 de abril de 1992. Ese día, el hogar de Alan García fue baleado por militares con cuatro de sus hijos dentro. Él escapó por los techos, refugiándose en la casa de un vecino, un exprimer ministro de Alberto Fujimori, Juan Carlos Hurtado Miller. Durante la huida hizo disparos al aire para ganar tiempo. Semanas después logró salir asilado –primero a Colombia, después a Francia– junto a su familia.
Se puede entender la aversión de Alan García a la cárcel. En su libro póstumo, Metamemorias, el propio político cuenta cómo le chocó el no haber conocido a su padre de niño por estar éste en prisión. Prisión por ser aprista, dicho sea de paso. Alan García salió del país al implantarse un régimen que no había dudado en disparar contra la casa que habitaba con sus cuatro de sus hijos y su esposa. Sin embargo, la versión que repiten los mismos que difunden la historia del suicidio como huida de la justicia es otra. Su asilo solo era una forma de disfrazar su escape a los procesos judiciales que se le avecinaban. Pero como señalé antes, estos ya habían sido sobreseídos.
Durante los ocho años siguientes al autogolpe de Fujimori (1992-2000) se reabrieron casos y se presentaron testigos que, caída la dictadura, luego se desdecían. Varios políticos construyeron su carrera teniendo como única consigna demostrar la culpabilidad de Alan García. No importa que sus versiones fueran contradictorias. Un día el dinero corrupto había seguido una ruta; al siguiente, otro. La casa al lado de la de Julio Iglesias, por otro lado, nunca apareció. Aún así, repetir y repetir los supuestos entuertos, se suponía, haría una mella irreversible en su figura. Caído el fujimorato, Alan García volvió y estuvo a muy poco de ganar por segunda vez la presidencia. Cinco años después, la suerte no le fue esquiva y llevó al Apra al poder, logrando un gobierno exitoso (2006-2011) si se considera la reducción de la pobreza, la construcción abundante de infraestructura, la refracción de los llamados colegios emblemáticos y la construcción de más de cuarenta hospitales. Para 2011, el partido no supo aprovechar las ventajas de una buena gestión y se presentó a las elecciones sin candidato presidencial. Lo sucedió Ollanta Humala, un militar que se hizo conocido por sublevarse contra Fujimori en los estertores de ese régimen y que se declara admirador del dictador Juan Velasco Alvarado. La campaña de aniquilación a la figura de Alan García volvió, impulsada por la consorte de Humala y cogobernante de facto, Nadine Heredia.
Otra vez, nuevos políticos quisieron hacer una carrera a costa de fungir de sicarios mediáticos. Jornada tras jornada, revelaban minucias que no llevaban a ninguna parte. El resultado: no se le encontró desbalance patrimonial, pero su figura se vio muy manoseada. En 2016 se dieron unas elecciones atípicas. El Jurado Nacional de Elecciones sacó de carrera a un par de candidatos con posibilidades. Alan García no levantaba en las encuestas. El injusto mote de “fujiaprismo” hizo más mella de lo esperado y apenas logró superar el 5 por ciento. Luego vino Pedro Pablo Kuczynski, PPK, quien ganó por una cantidad irrisoria de votos a Keiko Fujimori. Paralelo a los vaivenes de la política peruana, explotó el caso Lavajato. Grandes empresas brasileñas como Odebrecht se habían especializado en corromper funcionarios y políticos para ganar licitaciones. Se generó así una situación de gran inestabilidad, con indicios de corruptelas en el elenco estable de la política peruana y de diversos países de la región.
Recordemos que la judicialización de la política es un fenómeno que afecta desde hace un tiempo a toda la región, en especial a los gobiernos que no son afines a ciertas políticas neoliberales. Enumero algunos sin entrar en discusión de si estos casos tienen asidero en la justicia o en la revancha política: la brasileña Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, no pudo concluir su mandato por un ucase surgido del parlamento de su país; Lula Da Silva, líder histórico del Partido de los Trabajadores y con gran popularidad, tampoco pudo intentar el regreso al poder por razones judiciales. Quien llevó a cabo el proceso contra en su contra, el juez Sergio Moro, terminó de ministro de Justicia de Jair Bolsonaro. En Ecuador, otro caso de judicialización de la política sucede con Rafael Correa, impedido de participar como candidato a vicepresidente, y otro tanto ha sucedido en Bolivia con Evo Morales y sus partidarios, al igual que en Argentina con varios funcionarios del kirchnerismo.
Una de las víctimas colaterales de las revelaciones de Odebrecht fue el propio PPK. Una empresa suya –Westfield Capital– hizo negocios con Odebrecht en la época en la que él era ministro de Alejandro Toledo (primero de Economía, luego premier). Lo sucedió Martín Vizcarra, quien capitalizó la llamada lucha contra la corrupción para perseguir a sus adversarios. Ya contamos lo que pasó con Keiko. Al expresidente García se le requirió constantemente de Fiscalía, pero otra vez las acusaciones eran gaseosas. Dimes y diretes, sin nada sólido. Tan es así que nunca se le hizo una acusación formal. Una versión de El proceso de Franz Kafka en los pasillos del Poder Judicial. Ya lo dijo Sofocleto: si Kafka hubiera sido peruano, sería escritor costumbrista. García iba y venía de España, donde residía con su nueva pareja y el menor de sus hijos, sin rehuir las diligencias judiciales. Pero a pesar de ello, en una de estas visitas de aparente rutina, se le comunica la prohibición de salir del país. Se le había citado para hablar del Metro de Lima, una de las obras emblema de su gestión, pero se canceló la reunión. Aprovechando su estancia, se le notificó que debía permanecer en Lima no por peligro de fuga sino por las diligencias que se tenían que llevar a cabo.
Alan García, político recorrido, olía lo que seguía. Intentó asilarse en la casa del embajador de Uruguay, sin éxito. Una campaña onerosa, que incluyó viajes de figuras de la oposición a Montevideo para presionar en contra del asilo, hizo que se le negara la justa salida ante el acoso judicial. Es en la casa del embajador que el dos veces presidente, manipulando un arma, se hiere en la mano. Esto es un hecho que conocían sus rivales en el gobierno. El estado emocional de Alan García no era de los mejores. Alejado de su menor hijo y de su pareja, se dedicaba a escribir sus memorias. Simpatizantes del exmandatario descubrieron a agentes del servicio de Inteligencia haciendo reglaje a su casa. El escándalo casi no tuvo repercusión en la prensa peruana, cada vez más dependiente de los ingresos por publicidad del Estado peruano. También es ocioso repetir los trascendidos que se iban sumando y contradiciendo entre sí sobre las supuestas fechorías de Alan. Los medios, monocordes, recogían las acusaciones en su contra y muy pocas voces en su favor.
Un colaborador eficaz, burócrata en el segundo gobierno aprista, quien había cambiado varias veces el origen dudoso de un depósito a su nombre, logró un arreglo con la fiscalía. Ofreció pruebas que nunca dio por un régimen especial para él y su familia. Esa fue la excusa de las que se valieron en la fiscalía para pedir la detención preventiva del presidente. La diligencia para detenerlo estuvo mal planificada desde el inicio. Ese mismo día, Alan García tenía que concurrir a una dependencia judicial. Se podía repetir el espectáculo que se hizo con Keiko Fujimori, cuando se le pusieron las esposas mientras cumplía con un trámite legal. Pero no, el escenario tenía que ser otro. La prensa, montando guardia, esperaba en la madrugada del 17 de abril la imagen del líder político saliendo enmarrocado.
Rolando Rojas Rojas, en su excelente libro Cómo matar a un presidente, indica que el último presidente asesinado en el Perú fue el militar y dictador, perseguidor de los apristas, Luis Sánchez Cerro. Un aprista, Abelardo Mendoza Leyva, fue quien lo ajustició en 1933, en represalia por los miles de compañeros perseguidos y asesinados por el autócrata. Casi 90 años después, murió otro presidente instigado por sus adversarios políticos. El objetivo de la detención era destruirlo, a él y a lo que representa. Sin embargo, como lo dice en su carta de despedida, el resultado fue otro: “Por eso les dejo a mis hijos la dignidad de mis decisiones y a mis compañeros una señal de orgullo y mi cadáver como una muestra de mi desprecio hacia mis adversarios”.
Aún hoy, año y medio después, no se han mostrado las pruebas incriminatorias contra Alan García. No obstante, sus compañeros y su familia deben soportar que sus adversarios políticos enrostren su suicidio como si fuera una vergüenza. ¿Salvador Allende suicidándose antes de rendirse ante el asesino Pinochet cometió un deshonor? El mejor homenaje del enemigo es que sigue la persecución hacia Alan y sus correligionarios. Dice una vieja arenga que “el Apra nunca muere”. Lastimosamente, el antiaprismo tampoco////PACO
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