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Hace tiempo que vengo pensando la figura del turista. En los viajes me atraen menos los paisejes y los monumentos que las personas detrás de las cámaras y los mapas.
Mi pregunta es simple, casi rudimentaria: ¿Qué busca?
¿Qué busca un turista cuando ve lo que ya marcó en la guía, en el mapa, lo que le recomendaron, cuando ve eso que fue a ver?
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Creo que la respuesta tiene que ser esta: una experiencia.
El turista, de viaje, busca una experiencia.
Entonces, como en un laberinto, consigue un mapa, camina decidido y se dirige allí: a ese monumento, ese museo, ese canal.
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El turista quiere hacer la experiencia él y que no se la cuenten. Él viajó a Roma y él quiere ver la Capilla Sixtina, El Coliseo, La Fontana Di Trevi. Él viajó a Roma.
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En este punto empiezan los problemas. El turista quiere hacer una experiencia, pero nadie es tan tonto para creer que una experiencia sea observar, ¿o sí?
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La primera pregunta se multiplica: ¿acaso El Coliseo, para poner un ejemplo, puede, en tanto monumento, ser una experiencia?
La respuesta es categórica: no.
En los alrededores del Coliseo, miles de turistas alredeor de miles de guías que prometen explicar qué es el Coliseo.
Estamos, entonces, no frente a una experiencia sino frente a un jeroglífico. Esas piedras, ese teatro, ese estadio, ¿no tienen la suficiente fuerza para ser una experiencia por sí solos?
Acá se dividen las aguas.
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Pensemos en los museos. Hay tres o cuatro grandes grupos que los recorren.
El primero: suelto, libre, mira las pinturas, trata de ver y sentir algo. No importa qué son, qué significan, de qué periodo, de qué familia. Quiere ver. Quiere hacer el recorrido solo. Quiere, básicamente: tener una relación sujeto-objeto. No quiere mediaciones.
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El segundo grupo hace el recorrido con un Audioguía. Paga uno de esos aparatos con la historia de cada imagen grabada, y al acercarse, al enfrentar la pintura o la escultura que ahí, quieta, lo mira, busca el número correcto, lo apreta y espera el milagro de que ese aparato hable y le cuente qué cosa es eso que ve.
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El primer grupo (joven, rebelde, irresponsable) que hace el recorrido solo, odia a este segundo grupo que recorre el museo con ese bastón: un Audioguía.
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El tercer y cuarto grupo son similares: tienen un guía real, de carne y hueso. La explicación del cuadro depende de un hombre particular, un ser humano, un estudiante de Arte, alguien que le pone amor a la explicación de qué es eso. El primer grupo, libre y sin ningún bastón, redobla su odio a este grupo (jubilados, padres de familia, burgueses). Sin embargo, sin notar la contradicción, suele acompañar a este grupo enemigo uno o dos pasos, disimulando su presencia e intentando (sin pagar, por supuesto) escuchar la explicación del estudiante de Arte. Este es el cuarto grupo.
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Estas cuatro formas se siguen de nuestras edades, nuestro poder económico, nuestra mirada del mundo. Se siguen también de nuestra idea de qué cosa es la experiencia. Pero lo que casi ningún turista reconoce es que la experiencia no sólo incluye a ese objeto observable, distante, rígido, sino que también ellos, turistas circunstanciales frente a monumentos eternos, son parte.
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Pongamos un ejemplo: no es lo mismo (doy fe) mirar El Coliseo un día cualquiera que un día caluroso, húmedo, con un dolor incisivo de muelas.
Las piedras que lentamente levantaron los romanos y que configuran el estadio más grande de la antigüedad, son otra vez piedras y el único objetivo claro del turista es terminar la visita y buscar una farmacia para calmar su dolor.
Al Coliseo, enorme, lo ridiculiza una pastilla de dos o tres centímetros, roja, que calma al turista.
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Sin embargo, el turista en cuestión nada aprende de ese hecho revolucionario y al volver y escuchar las preguntas de amigos y familiares, responde: «El Coliseo es impresionante», sin darle atención, olvidando por completo, su propia experiencia.
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No hay que mezclar los tantos. Una cosa es el relato (falso, grandilocuente, pretencioso) y otra diferente es el viaje en sí.
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El viaje, lo comprobé no hace mucho, es un cuerpo vivo.
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Es cierto que hay dos tipos de turistas desde el vamos (aquellos que programan cada detalle y aquellos que no), pero el viaje, autónomo, impone su azar.
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Ese pequeño dolor de muelas vale como muestra.
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Y el viaje es un organismo vivo por una sola razón: es un montón de tiempo hendido en medio del tiempo regular, continuo, rutinario de la vida.
No por nada cuando uno vuelve de un viaje, pregunta, ansioso: «¿Qué pasó en el país?». El residente, con asombro, que trabajó normalmente esas dos o tres semanas, que hizo su vida con sencillez, responde: «¿Qué va a pasar? Nada».
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Es que esas dos o tres semanas de vacaciones es tiempo robado el tiempo, si se me permite.
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Es como si uno viajara a otro mundo y después volviera.
Y ese viaje, vivo, se demuestra autónomo con la regla más simple: su azar.
Una tarjeta de crédito perdida, una tormenta que inunda la ciudad, una pelea furiosa, un olvido, un dolor, un problema: ahí está el viaje.
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Claro que el turista nada de todo eso cuenta, pero sí lo vive.
Regresemos a la pregunta original: ¿Qué busca un turista?
Dijimos: busca una experiencia.
Dijimos: cree que la experiencia está ahí y ansioso va.
Dijimos: no sabe que él, todo él, forma parte del experimento.
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Ahora una infidencia o dos.
Hace un año viajé a Europa con mi novia.
Lamentablemente estas ideas me siguen y me hacen sacarle fotos a otros turistas y también me hicieron medir el tiempo que dura la sorpresa. Digamos: ¿cuánto dura la maravilla de ver y perderse en eso que vemos?
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Breve explicación: un día descubrí que más allá de todas estas ideas, habían cosas, momentos, monumentos, que lograban hacer su experiencia por sí solos.
Un contraejemplo: la Capilla Sixtina. Rodeado de otros turistas, apurado, con tortícolis por levantar tanto la cabeza, no genera nada y es preferible verla en fotos.
Un ejemplo: la biblioteca de Coimbra.
Pero vayamos a algo más vulgar y conocido: un viaje en góndola por el Gran Canal de Venecia.
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Uno cuenta con todo un imaginario sobre lo que tiene que sentir en esa góndola: romanticismo, amor, sensibilidad.
Miles de películas lo obligan a uno a sentirse especial ahí.
Digamos también que el fenómeno es más femenino que masculino (sin entrar en discusiones de género), pero el sentimiento está ahí, en el aire (o en el agua).
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Olvidémonos, de ser posible, que todo es un comercio, que el gondolero canta por más dinero, que son como los taxistas, que te llevan de mala gana.
Tratemos de olvidarnos de todo eso.
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A mí me sirvieron dos o tres cosas para olvidarlas. La primera, era nuestro último día en Venecia. La segunda, negocié el precio. La tercera, fundamental, estábamos apurados porque el cielo prometía lluvia.
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Ese apuro me sacó del medio y por varios minutos disfruté el paseo. Esos varios minutos fueron ocho minuto.
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O sea: durante ocho minutos me olvidé de mí, me olvidé de ser yo quien ahí viajaba, me olvidé de todo y el sentimiento de la góndola se apoderó de mí, se apoderó de nosotros y disfrutamos.
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Ocho minutos después empezó a hacer frío, subía mal olor, nos mojaba el agua, la góndola chocaba con cuanta pared se enfrentara, otros turistas nos sacaban fotos, etc.
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Quedaban treinta y dos minutos de paseo, pero la experiencia ya había sido hecha.
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Pero retomemos, por segunda vez, la pregunta inicial («¿Qué busca un turista?»). Otra respuesta posible, respetable, sería: perderse a sí mismo.
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Claro que con mapas, cámaras de fotos, guías de viaje y miles de personas alrededor, perderse a uno mismo parece complicado.
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El pobre turista, en fin, intenta hacer una experiencia única, personal, absoluta, y no encuentra otra cosa que otros turistas y la propia frustración de estar siempre ahí.
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Termina creyendo que está mejor en su ciudad, con su trabajo, en sus bares, con sus hobbies. Prefire estar acá, cansado, agotado, enojado, pero al menos sin grandes objetivos que pueden llevarlo a grandes frustraciones.
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Y entonces vuelve feliz, decidido a mentir todo lo que haga falta, decidido a decir que la Fontana di Trevi es maravillosa y la Capilla Sixtina una experiencia única. Decidido a mentir y a engañar a todo aquel que pregunte por su viaje y su experiencia.
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Con los días el relato del viaje supera ampliamente al viaje y ya nada recuerda de lo que allí sucedió, hundido en las descripciones de la guía que repite, feliz.
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Su experiencia, signo de interrogación, será sólo suyo.
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Quizás sea lo mejor: al fin y al cabo quién quiere escuchar las estupideces que le pasan a otro en vacaciones por Europa ////PACO