Hace algunas semanas leí Hijos como trofeos, una nota muy buena en la que mi colega Agustina González Carman barajaba las cartas que la maternidad como institución sacrosanta prefiere mantener en la penumbra. Dejando de lado el manto de histórico amor como motivo condicional para reproducción –o la producción de hijos–, a la pregunta “¿por qué tenemos hijos?” se le pueden adjudicar tantas respuestas como progenitores posibles: por desprolijidades en la anticoncepción, por negligencia, para prolongar relaciones de pareja de manera forzosa, para acatar un mandato familiar o, simplemente, para ganar status y tener una muñeca a quién vestir. La carta harto jugada del amor funciona como un comodín, una respuesta que pone a salvo cualquier cuestión que pueda vulnerar la verdadera razón por la que se trae gente al mundo. Y los hijos, esos locos bajitos, pueden llegar a ser la carte blanche por la que sus padres hagan los más épicos sacrificios o cometan las locuras más infames. En las últimas líneas de la nota, @angulita explica: “A pesar de la destrucción de los matrimonios, de las complicaciones económicas, de la inexistencia del deseo de procrear, de la poca empatía que tengamos con los niños, del egoísmo, de la tendencia individualista, del peso del hedonismo, de la falta de espacio, cada año metemos entre 60 y 80 millones de niños en el mundo. El estatus sale caro, mantener hijos también, pero parece que la mayoría sigue estando dispuesta a pagar el precio”. Todo lo que pude preguntarme después –parafraseando–  fue: ¿cuál es el costo de hacerle el paga Dios a los buitres de la maternidad?

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¿Cuál es el costo de hacerle el paga Dios a los buitres de la maternidad?

Tengo 31 años y a la luz de las tradiciones, soy soltera y heterosexual. Tengo un trabajo que hago sin mayores complicaciones y que me devuelve lo necesario. Leo y escribo porque me saca del tedio. Soy de Aries con ascendente en Aries, y hace poco me dijeron que tengo Luna en Escorpio, algo que en la logia de la astrología no son a priori buenas noticias. Convivo con tres varones –mi pequeño matriarcado– y la simpatía de una perra. Hago terapia desde hace más tiempo de lo que estoy dispuesta a admitir. Soy de River como mi papá y mi hermano, me gustan el fútbol y los futbolistas. En cada oportunidad que tengo me subo a un avión y me las tomo. Lo que más disfruto en el mundo es el gusto a silencio que tiene la vida cuando nadie me rompe las pelotas. Y hace pocos días, en el casamiento de una amiga y con una beba de 8 meses en brazos –el nudo a la institución no se afloja tampoco con el progresismo–, descubrí que los niños me resultan encantadores y que mi problema no es con ellos sino con las imposiciones de la maternidad. No tengo hijos. Juego con la aguja del metrónomo biológico a mi antojo. Qué digo. El tiempo tirano es quien nos tiene de hijos a nosotros.

Somos las NoMo –del evidente Not mothers o no madres–, una categoría de adultas a las que se mira con un dejo de duda.

En Estados Unidos a las mujeres que no tenemos hijos –y a las que al menos desnaturalizamos la maternidad– ya nos bautizaron. Somos las NoMo –del evidente Not mothers o no madres–, una categoría todavía atípica de adultas a las que se mira con un dejo de duda, en un gesto que inclina la cabeza al costado y que despide cierta lástima. No tener hijos presenta la cualidad de la carencia, de la ausencia y el vacío, en una sociedad que equipara la calidad de ser mujer con la de ser madre. Por eso, el surgimiento de la generación NoMo comienza a construir un nuevo arquetipo femenino que ya no solo modificará a las féminas a nivel íntimo sino que, en su prolongación, hará su eco en expresiones demográficas. Un estudio realizado por la organización Pew Research Center, indica que se ha duplicado apenas en 40 años, la cantidad de mujeres americanas –de todos los grupos raciales y étnicos, y niveles de educación– que  finalizan su período fértil sin descendencia. La supuesta baja del prejuicio social, la extensión de los años educativos y el posicionamiento en el mundo laboral son tres de las posibles razones que se le pueden adjudicar a esta tendencia.

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Entre las NoMo hay una escisión necesaria que genera, incluso dentro del grupo, diferencias irreconciliables. Las childfree (cuya torpe traducción sería “libre de niños”) son aquellas mujeres que no son madres por elección, totalmente activas en la toma de decisión de no reproducirse. Las childless (“sin hijos”, si se atiende que -less trasmite una falta) son, por el contrario, mujeres que por diversas razones no han podido tener hijos. Esa incapacidad puede corresponderse desde predisposiciones biológicas para concebir, enfermedades crónicas, la falta de recursos para hacer tratamientos médicos hasta ser una víctima más de lo que hoy se conoce como infertilidad social–síndrome que describe la imposibilidad de encontrar un compañero o una pareja adecuada para “tener familia”–. Mientras que el primer grupo, el más acotado, goza y articula su vida desde la tranquilidad de la decisión, el control y la libertad, el segundo conjunto sufre y se lamenta hasta el último instante por no haber podido hacer realidad el proyecto de la maternidad. Para ellas se organizan charlas motivacionales y conferencias –donde se resalta lo imprescindible del apoyo de las sisters para atravesar las circunstancias– y se escriben cantidad de libros de autoayuda muy al estilo norteamericano: cómo tener una vida plena sin hijos en 12 pasos, cómo ser una no mamá próspera, etc. Algunas de las recomendaciones van desde concentrarse en emprenderse en nuevas carreras universitarias a mantenerse alejadas de Facebook, el oasis de las mamis orgullosas.

“Podrías congelar unos óvulos, ¿no te parece?”

De la manera que sea, desnaturalizar y desnudar del manto sagrado a la maternidad no es una tarea sencilla. El precio que se paga no es a expensas de las horas sin dormir  o del flagelo de los kilos post parto; es el manejo simultaneo de la fantasmática propia y la obediencia biológica social. “¿Y vos para cuándo?”, “Serías una buena madre”, “Dejá de perder el tiempo”, “Podrías congelar unos óvulos, ¿no te parece?”. Las preguntas y los comentarios son incisivos y la mayor parte de las veces sexistas, porque un hombre que no tiene hijos está mucho más asociado a la calidad de bon vivant que a la de un tipo deficitario. La procreación sigue teniendo ese tinte romántico en la que la mujer “es presa de una vida terca y extraña que todos los meses hace y deshace en su interior una cuna; cada mes, un niño se dispone a nacer y aborta en el derrumbamiento de los rojos encajes; la mujer, como el hombre, es su cuerpo: pero su cuerpo es algo distinto que ella misma”, versa El segundo sexo de Simone De Beauvoir.

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Escucho que con un hijo uno nunca más va a estar solo, a la par de la amenaza de que si no me embarazo me voy a arrepentir.

Cuando era más chica decía que no quería tener hijos solo por la rebeldía de ofuscar a mi madre. Ahora, con unos cuantos abriles más en mi haber, me considero una NoMo en veremos solamente por cargar con el interrogante del por qué tener hijos que plantea Mario Sebastiani, y con otra serie de preguntas que se acercan más a la nimiedad. ¿Soy capaz de soportar la demanda constante que implica hacerse cargo de un hijo? ¿Tengo ganas de cancelar mis viajes sin destino? ¿Estoy dispuesta a modificar mi vida social y laboral, a postergar mi vida sexual por otro? ¿Ser madre me va a convertir en una persona capaz de compartir la intimidad de la vida intrauterina de las ecografías en los muros de Facebook? ¿Tengo ganas de engordar, de que se me manche la piel, me salgan estrías, se me desgarre la vagina y me sangren los pezones? El imaginario materno nunca apela a la lógica, sino que recae  en el amor, en la excusa perfecta de la abnegación. “El dolor de parto es el dolor más lindo del mundo”, diría mi madre, quien todavía se enfrenta al castigo de no ser abuela. Mientras tanto para mí dolor lindo es cuando me acuesto por horas en la camilla del tatuador. Me cuesta concebir una vida que no esté centrada en mis necesidades, mis caprichos o mis deseos y de momento, el instinto materno no aparece más que en breves lapsos de ternura cuando estoy con mi ahijada o los hijos de mis amigas. ¿Cuál es mi falla, Laura Gutman? ¿Será que quiero “matar a la madre”? ¿Por qué es tan difícil de aceptar que una mujer tiene la vida que quiere justamente porque no se reprodujo? Si la familia –y no los individuos– es la base de la sociedad, ¿adónde me paro para la foto? ¿Existo o existiré gracias a la existencia del Otro? Pasa el tiempo y las menstruaciones, los amantes y los novios, y me sigo preguntando por qué nos enseñaron que los hijos son condición necesaria para conocer el verdadero significado de la vida, del amor y la felicidad. Escucho que con un hijo uno nunca más va a estar solo, a la par de la amenaza de que si no me embarazo me voy a arrepentir. Demasiada presión sobre los que vienen al mundo cuando la única garantía que tenemos para ofrecerles es la muerte. Expectativas demasiado altas para una realidad bastante más hostil. ¿Dependemos de los hijos para ser felices? Mujeres, emancipación y otros cuentos cortos///////PACO