Por Mariano Abrevaya Dios
1) Una destemplada tarde de otoño del 2010, en un playón de un supermercado Día de la localidad de Caseros, provincia de Buenos Aires, se realizan una serie de actividades por la inauguración de un nuevo Espacio Cultural. Es un hecho social y político y hay que celebrarlo. Camilo Blajaquis lee un puñado de poemas de su libro “La venganza del cordero atado”. Luego, un dúo de Hip Hop canta algunas canciones con letras anti sistema. Más tarde, un artista callejero hace malabares con raquetas de tenis y pelotas de fútbol. Unas treinta personas, entre grandes y chicos, disfrutamos del espectáculo. De Capital, supongo, vinimos dos o tres.
Blajaquis hojeaba el libro y elegía el texto en función de algún tipo de emoción, o nervio, que operaba sobre su sensibilidad en ese mismo momento. Vestía un buzo Adidas y usaba gorra con visera. Leía con decisión. Sin prisa. Enfatizaba las oraciones más rabiosas y susurraba aquellos pasajes que destellaban por su belleza poética. Su madre estaba sentada sobre el cordón de la vereda, a algunos metros de distancia. Fumaba un cigarrillo rubio. Leía los mensajes de texto de su celular.
Luego de que Camilo cerrase la jornada cultural con una arenga contra la Gendarmería, varios amigos y vecinos lo rodearon para felicitarlo, o pedirle algo. Un movilero de un medio comunitario de la zona oeste le acercó un grabador digital a la boca para que le regalase una reflexión.
Yo opté por el cordón de la vereda. La madre seguía atenta a la pantalla del teléfono de última generación. La miré, tímido, pero inquisitivo. Se puso de pie. No tenía más de treinta y cinco años. Parecía de buen ánimo. “Vos algo debés tener que ver con que César sea Camilo”, le solté. “No te creas”, se atajó. “No salió de un repollo”, insistí. Se prendió otro cigarrillo. No podía contener la alegría. Supuse que era por los pasos de César, su hijo. Era por eso, sí. Pero también porque hacía poco tiempo el Estado nacional la había beneficiado con unas de las trescientas viviendas populares que se habían construido en su barrio. Ya si tanto rubor, le conté que la había encarado porque quería hacerle una entrevista para una revista político-cultural. “¿A mí?”, se sorprendió, señalándose con el celular. Insistí. “¿Y yo qué te puedo contar?”, dijo. “Sobre vos“, dije. Pitó. Miró hacia el playón. “Bueno, dale”, aceptó. “Te invito unos mates en nuestra casa nueva, acá cerca, detrás del Hospital Posadas”. “En el barrio Carlos Gardel, ¿no?”, dije yo. “Sí. En la villa”.
2) La volví a ver tres años más tarde, en el renovado Cine Gaumont. Ya no como espectadora, sino en el rol de actriz. Apareció en la pantalla, sentada frente a una mesa, en la cocina de una sencilla pero digna casa que reconocí de inmediato: la que había recibido del Estado. Sobre un plato, cortaba varios gramos de cocaína con alguna sustancia barata. A su alrededor, con los codos sobre la mesa, sumisos, sus hijos –en la película-, todos menores, soportaban la catarata de insultos que ella les vomitaba por “vagos”.
Ése sería su rol a lo largo de toda la historia. Un personaje despreciable. Cruel. Desalmado. Una puntera que le vende ‘falopa’ a los pibes del barrio desde la ventana de la cocina; que tiene un arreglo con los dos ‘gorras’ de la brigada de la comisaría a cambio de dos mil pesos por mes; que le ofrece mano de obra villera a esos dos mismos ‘cobanis’ cuando ‘pinta’ la posibilidad de ‘reventar un rancho’ de algún ‘gil’ en un barrio de clase media.
La historia que narra César González podría ser catalogada como un policial argentino y villero. Basura, barro, chatarra, perros muertos de hambre. Marginalidad. Desesperanza. Policías federales corruptos que andan en un auto sin patente, pibes chorros y ex presos dispuestos a todo, una puntera desquiciada que hace de enlace entre ambas bandas para reventar un departamento que tiene miles de dólares debajo de un colchón.
César se da el gusto de interpretar a un ‘rocho’ que en una escena secuestra, al voleo, y junto a un compinche, a un tipo que podría ser cualquiera de nosotros. La escena dura varios minutos y te pone los pelos de punta. Adrenalina, tensión, ‘verdugueo’, violencia y resentimiento cargados de veracidad. El poeta y ahora cineasta villero nos grita en la cara que sí, que de ahí viene; y que a pesar de las viviendas y otras conquistas sociales de la década ganada, muchos de los pibes de las villas que venden soquetes en el tren, de un momento a otro, se juegan la libertad, o la vida, por un bien de consumo como un celular o un par de zapatillas de novecientos pesos.
3) Me encantaría saber el nombre de la madre de César (llamémosle Karina). Se debe haber divertido durante el rodaje de la película. Estoy seguro de eso porque conocí, aunque de manera fugaz, su semblante. Su hijo no para de producir. De crear. De militar a favor del arte en los barrios pensada como herramienta de transformación social; o de los pibes como él que no tuvieron una madre como Karina, o el talento o la hidalguía para forjarse un camino con la potencia de un tanque de guerra.
A Karina le calzó muy bien el personaje de madre despiadada que le grita en la cara a su hijo de diez años “¡Para qué mierda querés un micrófono, pedazo de pelotudo, si no servís para nada!”. Presa de la fiebre del consumo, como casi todo el resto de los personajes de la historia salvo un ‘rasta’ que vive en la villa, no soporta que su hijo priorice un canal expresivo a un par de zapatillas.
Cuando terminó la película, y las decenas de porteños bajamos las escaleras, en la planta baja nos encontramos a los pibes de la película. Los villeros. Sonreían con naturalidad. Sin poses. Si uno quiere les puede comprar el último número de la revista “¿Todo Piola?”, que dirige César.
Karina no estaba. Me hubiese gustado fumar con ella un cigarrillo en la vereda. Decirle que es una gran actriz, y ahora sí, jurarle que iría a verla a su casa a tomar esos mates.