Primera
Terra: ¿Vamos a hablar de los cien años de la revolución rusa? ¿Ese es el tema? ¿O debería decir el temario?
Canal: Bueno, empiezo este intercambio sobre la revolución rusa con la impresión que me deja leer o releer la cronología de los días inmediatamente anteriores a la toma del poder por los bolcheviques. No los cien días anteriores que conmovieron al mundo, como en el libro de Reed, sino los quince días anteriores, la semana anterior, las 48 horas anteriores. Ya con todo desatado, con los marinos de Kronstadt movilizados, con los activistas más duros levantando las fábricas de los alrededores de Petrogrado, con los soldados dispuestos a masacrar a sus jefes, con todo eso Lenin todavía tuvo negociar, presionar, puentear a muchos del comité central que preferían esperar un poco más, negociar, ralentizar la revolución. Lo impresionante de las crónicas de esos días es cómo todo el tiempo el resultado de lo que ahora conocemos como la revolución de octubre estuvo pendiente de tipos que podían ganar o perder una elección a mano alzada en un cuartucho clandestino de la ex San Petersburgo. El gabinete del gobierno de Kerensky (pero sin Kerensky, que mucho más inteligente ya se había escapado de la ciudad) reunido en un salón del Palacio de Invierno. Siete, ocho, diez tipos acabados haciendo la representación de un gobierno en funciones en una sala sin calefacción, con los sobretodos puestos, esperando que todo se acabe y mientras tanto Lenin y Trotsky tratando de convencer a los últimos tibios de que el momento era ese, de que ahí tenían que estirar la mano y tomar el poder. Cada vez que pienso en esos momentos me impresiona el contraste entre una revolución hecha por gente que creía hasta la médula que la Historia tenía un sentido, que había un “orden” y esos días absolutamente indeterminados, donde podía pasar cualquier cosa. Lo mismo para la reescritura de esos días, que se hizo en clave teleológica o desde el punto de vista de una genialidad política que llevó a que los acontecimientos terminaran derivando en lo que pasó en la realidad. Cien años después al leer sobre esos últimos días la impresión que me sigue es la de un caos del que se salió por una salida victoriosa, para los bolcheviques, pero que más que de las “fuerzas de la historia” dependió de una cruza de acontecimientos, micro acontecimientos, que una mano alzada en una votación en un cuartucho podían llevar para cualquier otro lado.
Terra: No tengo muy en claro la historia de la revolución rusa. No creo poder recomponer más que anécdotas y alguna semblanza general. Pero sí conozco y estudié bien las artes plásticas del primer período soviético, y la música y desde luego la literatura de ese momento, con especial énfasis en los formalistas rusos que son los padres de la manera de leer del siglo XX. Desde ahí podría decir algo de esos inicios, de estos cien años y de ese cruce entre el comunismo y su destino manifiesto y la breve vida común, la rutina de los hombres. En tu relato, ese cruce tiene que ver con los sobretodos y la falta de calefacción. Sin eso, creo que la escena no se arma de la misma manera, no termina de funcionar. ¿No? El frío y la incapacidad de combatirlo, la espera en el frío ruso, se contrapone con la febril voluntad revolucionaria. Ahora que recuerdo, para seguir con la tangencialidad, hay un libro de Curzio Malaparte que se llama Técnicas de un golpe de Estado donde describe las diferencias entre Lenin y Trotsky con diálogos que recuerdan al sainete. Lenin habla de despertar la conciencia de los obreros, que esa va a ser la savia de la revolución, y Trosky le responde que hay que tomar por asalto los nudos ferroviarios, cercar los cuarteles e intervenir el telégrafo y los periódicos, los medio de comunicación por excelencia en ese momento. La escena se repite. Lenin queda un poco tonto en la viñeta, la verdad. No creo que lo fuera. Esto me lleva de una forma un poco perpleja a preguntarme si vale la pena volver sobre la revolución rusa. Yo creo que sí. Pero, ¿por qué?
Canal: Creo que nadie lo sabe muy bien, o lo tiene muy claro. Buscando cosas en los diarios sobre este aniversario, vi que la pregunta que hacés emerge todo el tiempo, aún en tipos que son declaradamente marxistas, como China Mieville, por ejemplo, que se preguntaba eso mismo en una nota de hace unos días, creo que en el Guardian. Y Mieville no es, no sé, Atilio Borón. Para poner un poco de contexto a la pregunta que te hacés y que también se hacía él, Mieville es un trotskista asumido (?) pero también es un muy buen escritor de ciencia ficción, hace una ciencia ficción rara, medio steampunk pero con un cruce de mutantes, todo en mundos donde es imposible definir como distópicos o como universos alternativos. En una de sus novelas te podés encontrar con hombres que se enamoran de mujeres-insecto pero también con sistemas políticos y económicos basados en nuevas formas de explotación. Justamente, este China Mieville publicó hace poco, para este centenario de la revolución, un libro (October, the Story of the Russian Revolution) en el que hace como un día a día de la revolución entre la caída del zar en febrero a la toma del poder de los bolcheviques en octubre. Leyéndolo, gracias al envío de bookdepository -una verdadera gloria británica-, me enteré de esa escena patética, tan rusa, de los tipos del gobierno provisional por caer cagados de frío en un salón oscuro del Palacio de Invierno, y afuera un barco de guerra con los cañones apuntados esperando la orden de disparar. Vuelvo de la digresión a tu pregunta, que es la misma que se hacía este tipo, marxista convencido, que acaba de publicar un libro sobre la revolución, pero que también es un escritor de ciencia ficción dedicado a imaginar mundos que no existen. ¿Qué sentido tiene y por qué si “sabemos” que tiene un sentido no lo podemos formular de manera satisfactoria? Toda la aventura de esos días de la revolución es fascinante, como también es fascinante la aventura de las vanguardias enamorándose de cuerpo y alma de ese acontecimiento totalmente delirante que estalló en un país casi medieval. Y es fascinante lo que les pasó después a esos vanguardistas cuando la revolución ya no se puso tan romántica y libertaria y los guardias rojos se convirtieron en personal de la policía. Ayer veía que Putin y su gobierno no saben muy bien cómo encarar el centenario. Por ahora el camarada Vladimir Vladimorovich optó por ignorarlo totalmente. No va a haber ni celebraciones oficiales ni condena pública. Supongo que va a hacer como con el mausoleo de Lenin: sigue ahí, es un museo más del Estado ruso, no se lo promueve, no se habla, pero sigue enclavado enfrente del Kremlin. El martes 7 están programadas manifestaciones de los comunistas rusos en la Plaza Roja. Los comunistas rusos hoy son un partido minoritario con un promedio de edad elevadísimo: esos viejitos que a veces salen en algún flash de la CNN, hombres con medallas del Ejército Rojo, mujeres con pañuelos en la cabeza, retratos viejos de Stalin sacados del armario. Irónicamente, hoy el partido comunista ruso sí es el partido de los perdedores de la nueva Rusia capitalista, de los que nunca pudieron engancharse al nuevo sistema. Le paso la pregunta que no podemos contestar ninguno de los dos a Robles.
Terra: Robles es el que saca retratos de Stalin del armario en Buenos Aires, pero cuando los saca, los desgarra y después los cose. Recordar es modificar. Está bien que asumamos eso. Ahora bien, mi respuesta es que la revolución rusa fundó y le dio forma al romanticismo, o mejor a una de sus versiones, del siglo XX como la revolución francesa lo hizo con el siglo XIX. Ahora, como bien decís, la disforia, el descascaramiento, lo que sigue a la pasión, el momento de Termidor, generan más preguntas. Quizás porque son momentos menos estudiados. El bajón revolucionario me genera mucho más interés, la verdad. Me parece más humano. Modifico la pregunta que hice arriba: ¿qué es lo que más les interesa de la era soviética? ¿Qué es lo que más los convoca?
Robles: Y desde luego que yo tampoco tengo ninguna respuesta, sólo puedo arriesgar alguna hipótesis de la que muy posiblemente me arrepienta después. Imaginemos a Lenin escribiendo ¿Qué hacer? en 1902, el libro es impreso ese mismo año, se distribuye por todo el Imperio Ruso, llega a manos de Trotski, de Stalin en Georgia, de todo el movimiento de agitadores que más tarde se va a congregar en la facción bolchevique del partido socialdemócrata. Lenin, hijo de una familia de la baja aristocracia, buscando venganza por su hermano revolucionario que había sido fusilado por el zar. Antes que un político muy hábil, antes que un líder de masas, fue un escritor cuyas palabras impresas buscaban -y conseguían- un efecto sobre la realidad. Una vez hecha la revolución, todo eso empieza a trabajar de otra manera. Los bancos del estado, por ejemplo, no les querían dar plata a los funcionarios. Tuvieron que entrar a los tiros, como ladrones, para buscar los sacos de monedas que ponían al estado en funcionamiento. Me vienen a la mente, ahora, dos anécdotas. La primera transcurre poco después de la toma del poder, en 1917, Lenin pide que lo pongan al teléfono con el general Dukhonin, jefe de las tropas rusas que están combatiendo contra los soldados alemanes en el frente. Después de muchas horas, consiguen establecer la comunicación. Lenin, en nombre del nuevo gobierno, le pide a Dukhonin que ordene el cese del fuego. Atrás se escuchan los obuses, el tipo le está hablando desde una trinchera. Y a los dos o tres minutos queda claro que no le va a llevar el apunte, porque no reconoce al gobierno bolchevique y no quiere rendirse ante el enemigo. Entonces Lenin corta y les pide a Stalin y a Krylenko, que era un comisario del pueblo, que lo acompañen hasta una estación de radio que transmitía en una frecuencia que escuchaban los soldados en el frente. Una vez ahí, adelante del micrófono, improvisa la lectura de un comunicado donde destituye a Dukhonin, nombra a Krylenko como jefe del ejército e incita a los soldados a la rebelión, violenta si es necesario, contra los generales que no quieran deponer las armas ni reconocer al gobierno bolchevique. La estrategia funcionó. Los soldados querían volver a casa. Parece que Stalin la contaba siempre con mucho entusiasmo, lo debe haber impresionado mucho la escena. En cada nuevo relato Lenin era más potente, más visionario. La otra anécdota transcurre durante los últimos meses de Lenin, después del segundo ataque cerebrovascular, cuando apenas podía hablar y moverse. Con mucha dificultad, les dicta a sus secretarias un documento en cuya parte más sobresaliente le exige a los integrantes del comité central que destruyan a Stalin por todos los medios posibles, que no lo dejen tomar el poder, porque a esa altura ya se dio cuenta de que un posible gobierno suyo es el fin de la revolución, al menos en los términos en que él la concibió. Lo curioso es que, en lugar de hacer circular el documento, lo guarda en una caja fuerte. No lo publica. Como si ya no confiara del todo en sus propias palabras, esa vehemencia que hasta poco tiempo atrás arrasaba con todo. Y en el fondo tiene razón, porque su viuda hace circular el documento poco después de su muerte, en forma de testamento, y no alcanza para destruir a Stalin, que ya maneja los resortes principales del estado. Son sólo las palabras balbuceantes de un moribundo. No brillan, no generan nada más que un poco de incomodidad. Stalin, pese a sus veleidades de poeta -y a diferencia de Trotski, a quien Lenin postulaba en el mismo documento como un posible sucesor-, no era un escritor. No imaginaba formas, ni mucho menos buscaba imponerlas sobre la realidad. Su doctrina del “socialismo de un solo país” era una teoría armada con lo que hay, el pragmatismo de un político que construye poder con lo que tiene a mano. Parece que Lenin, en sus últimos meses, estaba bastante preocupado por las dimensiones burocráticas del estado, que se transformó en el monstruo de Frankenstein. Una sociedad planificada hasta el último detalle no es una máquina de la razón. Exige una cantidad enorme de oficinas y funcionarios, muchos más que el zarismo y el gobierno provisional. Recursos humanos manipulables, gente a la que se puede controlar y corromper, personas que disfrutan el poder, que tienen choferes, sueldos altos, buenas viviendas, privilegios en una sociedad donde supuestamente esos privilegios ya no existen, etc. El internacionalismo, la revolución permanente, pertenecen al terreno de la literatura, a la poesía. Y como advirtió Platón, los poetas no gobiernan. Creo que en ese quiebre hay algo, tal vez el tránsito del siglo XIX al siglo XX. Cuando Lenin se da cuenta de esto, ya es demasiado tarde. Literalmente: enmudece, pierde la movilidad, muere, le sacan el cerebro, lo devuelven al mundo como una momia adentro de una vitrina. Stalin, el campesino tosco, a quien Trotski despreció por ignorante hasta sus últimos días, lo vio antes que nadie.
Canal: Son muchas cosas. Creo que podrían englobarse en el carácter de contra-realidad que la Unión Soviética construyó durante los 75 años de vida que tuvo, en especial para los occidentales. Desde la Revolución hasta el colapso a principios de los 90, la URSS siempre fue un mundo blindado, donde millones de personas vivieron y, en especial, murieron, bajo condiciones que desde afuera podían oscilar con la misma fuerza entre la utopía y la distopía, dependiendo de las creencias y el posicionamiento del observador. Pero siempre, más allá de las valoraciones, un otro mundo. Por eso las generaciones de viajeros y cronistas invitados ya desde los años 20 a conocer ese nuevo reino de la libertad de campesinos, proletarios y soldados, los tours de intelectuales y artistas, los congresos de confraternidad con militantes comunistas de todo el mundo. Toda esa época de la URSS como novedad, como experimento social a gran escala, como nueva tierra prometida de la izquierda universal me atrae mucho. Y me conmueve bastante, con sus dosis de fe, deslumbramiento, ingenuidad y ceguera ideológica. Toda esa primera etapa en la que se inaugura una figura social que después va a repetirse en otros contextos: el extranjero “compañero de ruta” que visita una utopía en construcción. Desde André Gide a César Vallejo, desde Picasso o Sartre a John Steinbeck y H.G. Wells. Algunos vuelven con sus ideales destrozados por lo que ven en esos viajes, otros confirman lo que viajaron para confirmar, lo que querían confirmar, otros son celebrados por el gobierno de la Revolución como embajadores culturales ante sus países, amigos que se dedicarán a refutar la mala publicidad del imperialismo. En todo caso, incluso ya en los años 30, ya con Stalin a pleno, con las hambrunas y la policía política, fueron muy pocos los que se animaron a describir de vuelta en casa lo que de verdad habían visto. Arthur Koestler, que hasta fines de los 30 fue comunista y después se convirtió en un disidente antiestalinista, dice de esos viajes todavía encantados: “Aprendí a clasificar automáticamente toda cosa que me chocara o disgustara como «herencia del pasado» y todo lo que me agradara como «las semillas del futuro». Sólo estableciendo en su espíritu esta máquina automática de clasificar, era aún posible para un europeo vivir en Rusia en 1932 y, sin embargo, continuar siendo comunista”.
Terra: Ah, el viejo tema de arte y revolución, o arte y política también. La óptica del artista y el filósofo occidental que viaja a la URSS. Y sin embargo, no les creo a esos viajeros talentosos. O mejor dicho, les creo pero no me conforman. Habría que hablar también de Valentina Tereshkova, una obrera textil que terminó siendo la primera mujer en viajar al espacio. Para poner un ejemplo estrambótico, y no citar que Stalin agarró un país rural y le dio centrales nucleares. Un país donde se pasó de hambrear al proletariado a fusilar a la aristocracia y luego a condicionar al burgués. El mundo como voluntad y representación, esa línea, también aplica a este totalitarismo, no solo al alemán. En ese sentido, creo que el experimento soviético fue la anticipación de lo que viene. El destino a mediano plazo del hombre. No una distopía ni una utopía, sino un Estado que debe sí o sí regular, poner caja al deseo de los hombres. En Occidente queremos libertad, ese bien supremo. Después de todo somos hijos modernos de la revolución francesa. De ahí nos llega el estado de derecho. Pero las herramientas dialécticas, políticas y coercitivas, por no decir el sustrato filosófico de la revolución rusa y su continuidad stalinista, se me dibujan con claridad como horizonte de subsistencia de la especie a futuro. En ese sentido creo que la URSS fue un anticipo de lo que se viene en nuestra agenda como especie.
Robles: Con la URSS, que fue -al menos en sus primeros años- la utopía bolchevique realizada, tomó forma uno de los géneros literarios más característicos del siglo XX: la distopía. Pienso en Nosotros de Zamiatin, que inició el camino que luego retomarían Huxley y Orwell, grandes escritores humanistas. Creo, como sugiere Canal, que la experiencia soviética ayudó también a fortalecer su contracara occidental, a la vez que el stalinismo se arraigaba como potencia mundial, aún después de la muerte de Stalin y a pesar de los procesos de desestalinización que se llevaron a cabo. Ese género distópico, el reverso de la utopía que se concreta (o su consecuencia lógica), es uno de los grandes legados de la URSS en el imaginario de occidente. Y a la vez, quizás paradójicamente, se transformó en una especie de faro. Ya Lenin y Eisenstein, en la época de la revolución de octubre, advirtieron el poder del cine como herramienta para la manipulación de las masas. ¿Qué pasa hoy con internet? No quisiera ponerme demasiado dramático pero tengo la sensación, en línea con esta última idea de Terranova, que de a poco nos acercamos a un mundo que en términos de propaganda es la realización del sueño húmedo del stalinismo, y del totalitarismo en general. Muchas personas que creen leer, cuando en realidad están siendo escritas. Pero son las tres de la mañana, estoy un poco paranoico, no me hagan caso.
Canal: Vuelvo un rato al tema de la utopía y la distopía, y a sus hermanos literarios que pueden abarcar tanto géneros de ficción (como la ciencia ficción) como otros que se mueven en un terreno que no pretende ser explícitamente literario, como el panfleto, el manifiesto, el ensayo político. En momentos cruciales, donde todo parece posible, donde la Historia parece algo maleable por la voluntad humana, como la Revolución de Octubre (“tomar el cielo por asalto”), estas diferencias son más de grado que de naturaleza. Por ejemplo, Robles mencionaba el ¿Qué hacer? de Lenin, que fue un escrito esencial para darle a esa minoría tan activa que eran los bolcheviques un programa muy claro para orientarse entre la niebla de los acontecimientos. Lo sugestivo es que el título que eligió Lenin es el mismo que una novela política escrita 40 años antes, en 1862, por un tipo que se llamaba Nikolai Chernishevski. Es un libro muy raro, una especie de relato sobre la conversión revolucionaria de unos personajes que abandonan todo para embarcarse en la utopía de la transformación total. Dostoievski lo odiaba a ese libro y en Memorias del subsuelo lo ridiculiza con saña. Claro, seguramente para Dostoievski era una muestra del eterno equívoco ruso que para él condenaba al país a esa zona zombie de atraso, ilusiones modernizadoras sin base social y desprecio por el alma atormentada de la nación. En todo caso esa novela extraña, con sus dosis de crítica al presente y proyección futurista de un mundo por venir emancipado, fue clave en la formación sentimental e intelectual de la generación de izquierdistas rusos en la que se formaron Lenin y sus camaradas. Una novela utópica en la que se imagina un mundo redimido se metamorfosea una generación después en un panfleto político que llama a la acción revolucionaria. En un momento de esa novela, uno de los personajes, ya entregado a la causa de la revolución se pregunta: “Ahora sé que va a llegar, ¿pero cómo será?”. ¿Cómo será? Es la pregunta que pocos se atreven a hacer, sobre la que nunca puede haber una respuesta a escrita, salvo las imaginaciones de la ciencia ficción, de los utopistas. El día después. Los años por venir. ¿Va a ser como la imaginamos? ¿Va a redimir todos los sacrificios que se hicieron por su causa?
Terra: Creo que se me malinterpretó. Desde mi perspectiva, las próximas versiones de nuestros totalitarismos del siglo XX, las que se vienen, van a ser positivas. De hecho, creo que esas formas de gobierno y organización son la única esperanza de continuidad que tiene nuestra especie. Entiendo que esta afirmación necesita una explicación. Y en esa necesidad ya se presenta una idiosincrasia que hay que vencer. /////PACO