(*)

I
No es una buena época para el sentido del humor, en el sentido en que no es una buena época para cualquiera que pretenda manosear el principio automático de respeto y tolerancia intangibles con el que se controla, paraliza y transparenta ‒hasta invisibilizar con el falso confort de las convivencias prístinas‒ el asunto del Otro. Martin Amis, uno de los escritores satíricos más interesantes del siglo XX, no se equivoca cuando dice que la sátira está destinada a desaparecer porque es antidemocrática. El motivo es que la sátira, una de las formas del humor mejor emparentadas a través de la inteligencia con la ironía ‒aunque sus tonos andan algo abaratados desde la masificación de Twitter‒, no propone reírse con alguien sino reírse de alguien. Y “en la actualidad”, como dicen los periodistas, eso es una verdadera transgresión; y una de las más peligrosas, porque arrastra las cadenas del fantasma de la exclusión. Cualquiera puede comprobarlo en la escala instantánea de la vida cotidiana si, por ejemplo, sugiere en ciertos círculos sensibles, donde todxs y todxs resuelven las cuestionxs de género tipeando “x”, algo simple como que los hombres y las mujeres no son iguales.

La sátira, una de las formas del humor mejor emparentadas a través de la inteligencia con la ironía, no propone reírse con alguien sino reírse de alguien. Y eso es hoy una verdadera transgresión porque arrastra las cadenas del fantasma de la exclusión.

Para la cultura de la tolerancia, el respeto y el igualitarismo ‒que, por supuesto, no es lo mismo que la igualdad‒, la exclusión y la diferencia no son simples tabúes: son los máximos tabúes. Y eso no se refleja solamente en el aparente eclipse de la novela satírica [i] sino en las capacidades de despliegue de la lectura y la escritura críticas. Al fin y al cabo, nada es más consecuente con la cultura facebookera del “Me Gusta” que la idea de que el talento es otro don absolutamente democratizado, algo que todos tienen y que siempre logran expresar. Y si la crítica se niega a aplaudir, celebrar y publicitar automáticamente cualquier expresión, y si de esa manera se autoexcluye del Club de la Buena Onda, entonces es acusada de ser un vestigio más de un tiempo agresivo y patriarcal en el que se pretendía diferenciar entre la calidad y el vacío, y excluir. Claro que no es sobre el principio de las jerarquías ni las diferencias como se construyen las sociedades multiculturales del presente, pero el caso Charlie Hebdo señala que los límites reales de esa ideología multicultural, con sus buenas voluntades y perversiones [ii], pueden materializarse de manera espontánea más allá de cualquier debate. Esta es una cuestión por la cual se preguntan, al menos, los últimos cinco libros de Slavoj Žižek, a quien nadie podría acusar de falta de humor. En esencia, dice Žižek, lo que verdaderamente funciona en la cultura contemporánea no es una tolerancia irrestricta del Otro y sus costumbres y creencias, sino una masiva fobia narcisista, a partir de la cual nadie quiere ni admite ser molestado, afectado, interpelado e incluso tocado por nadie. La tolerancia, por lo tanto, sería menos una evolucionada disposición hacia la madurez moral que una forma eficiente del aislamiento egoísta (un egoísmo, explica Žižek, no necesariamente malo).

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II
Entonces, ¿cuál es el límite del humor? Hace seis años el caricaturista Maurice Sinet encontró el suyo cuando se burló en Charlie Hebdo del hijo de Nicolás Sarkozy y de la posibilidad de que una conversión religiosa fuera una buena inversión económica después de casarse con Jessica Sebaoun-Darty, heredera de una cadena de electrodomésticos de una familia judía. La acusación de antisemitismo fue instantánea ‒“incitación al odio racial”‒ y cuando el editor Philippe Val le exigió unas disculpas, la respuesta de Sinet fue que antes prefería cortarse las pelotas. Con ochenta años y una carrera de reconocimientos y declaraciones provocadoras contra todas las formas instituidas del poder burgués y religioso, a Maurice Sinet lo echaron. En su caso, una vida de anticolonialismo, anticlericalismo y anticapitalismo no sirvió de nada. El “antisemitismo” en un chiste contra el hijo del presidente había sido el límite, incluso aunque Sinet ganara el juicio contra la revista por su despido, según el artículo en Wikipedia, mientras recibía amenazas de muerte firmadas por la Liga de Defensa Judía.

“El censor actúa, o cree que actúa, en interés de la comunidad. En la práctica es frecuente que exprese la indignación de la comunidad o que imagine dicha indignación y la exprese; en ocasiones imagina tanto la comunidad como su indignación”.

Pero de todos los puntos alrededor del humor, como sabía François Rabelais cuando, mientras publicaba su Gargantúa y Pantagruel, se ganaba las simpatías protectoras de reyes y papas, los más importantes son la inteligencia y la imaginación. En tal caso, ¿fue Maurice Sinet poco inteligente o fue poco imaginativo? Y si su despido hubiera dejado alguna experiencia a sus colegas, ¿cuál habría sido exactamente la lección? Como toda pregunta estética, la siguiente no es una cuestión sobre la cual el islamismo vaya a reflexionar antes de su próximo ataque (y por eso no debería haber tantas reflexiones antes de atacar a los islamistas), ¿pero las caricaturas de Charlie Hebdo son satíricas de una manera inteligente e imaginativa o de una manera simplemente estúpida? [iii] En 1996 el Premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee escribió Contra la censura, un libro interesante sobre el problema de hablar contra el poder. “El censor actúa, o cree que actúa, en interés de la comunidad. En la práctica es frecuente que exprese la indignación de la comunidad o que imagine dicha indignación y la exprese; en ocasiones imagina tanto la comunidad como su indignación”, escribe Coetzee. “Imaginar tanto la comunidad como su indignación” hoy significa tratar con los espejismos y los oasis del multiculturalismo, y recién entonces con sus espectros negativos. No es un trabajo fácil y hacerlo mal implica transgredir el tabú final, el tabú de la ofensa. Ni siquiera en el estricto terreno del lenguaje la acepción del sátiro es ajena a la ambigüedad de la caída: existe el sátiro capaz de una “composición cuyo objeto es censurar acremente o poner en ridículo a alguien o algo”, pero también el sátiro como “delincuente violador de mujeres”.

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III
En el auge de las “contextualizaciones”, sin embargo, puede ser valioso tener en cuenta que Michel Houellebecq negó que su novela Sumisión, que cuenta la paulatina transformación de un profesor universitario al islam como solución cómoda a la cuestión libidinal [iv], fuera satírica ‒“tal vez una pequeña parte del libro satirice a los periodistas políticos, y a los políticos un poquito también, para ser sinceros”‒, y que lo hizo en la misma entrevista en la que afirmó que “existe una necesidad de Dios real y que el regreso de la religión no es un eslogan sino una realidad”. No es difícil entender que esa es una observación menos provocadora, en el “contexto” de las sociedades occidentales secularizadas y su relación con una nueva población islámica, que objetivamente inteligente.

Tal vez es necesario, por eso mismo, prestarle atención a la renovada cuestión de la dimensión de lo sagrado, al menos en su tradicional versión religiosa. En el territorio, a pesar de las buenas voluntades del mapa, la dimensión de lo sagrado nunca dejó de ser la dimensión del límite. ¿Y si en el siglo XXI ya no fuera tan fácil ni gratuito como antes transgredir el poder de lo sagrado?

¿Y si las palabras dejaran de ser lo mismo y volviera a importar la conciencia de la diferencia?

“La Ilustración ha muerto, que descanse en paz”, dice tajante Houellebecq. La otra pregunta hay que pensarla en términos estéticos: ¿y si las palabras dejaran de ser lo mismo y volviera a importar la conciencia de la diferencia? Unos días después del ataque a Charlie Hebdo, el Papa Francisco también habló más allá de las oportunidades para la condescendencia barata y dijo que «no se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás, no se le puede tomar el pelo a la fe, no se puede. Estas personas provocan y luego algo sucede. En la libertad de expresión hay límites». Desde ya, no es requisito ser católico para saber que el Papa Francisco tiene razón. De hecho, basta leer a los escritores que han desafiado a los verdaderos poderes religiosos, políticos y culturales de sus épocas para superar el grito torpe, hipócrita e indignado ‒y hecho casi siempre por los más serviles y cobardes cortesanos‒ que dice que no existen límites para la libertad de expresión. Los verdaderos escritores saben que los límites existen y que atravesarlos tiene un precio, pero también saben que la únicas diferencias útiles para hacerlo con sentido y valor están en la inteligencia y en la imaginación//////PACO

[i] La última palabra, de Hanif Kureishi, retrata ese contraste generacional: la diferencia entre los hombres que trataban a las mujeres de una manera antes de la revolución sexual y los hombres que llegaron después.
[ii] Recomiendo con énfasis el artículo de Mariano Canal en Paco: https://revistapaco.com/2015/01/15/si-es-mas-complejo/
[iii] En sus últimos años, por ejemplo, revista Barcelona insiste con un humor tan políticamente correcto (es decir, sin riesgos) que quedó atrapada en la situación triste de querer hablarles a “los hijos” pero con la voz de “los padres”.
[iv] Bob Chow leyó la novela: https://revistapaco.com/2015/01/16/la-sumision-de-houellebecq/

(*) Este artículo se publicó antes en La Vanguardia Digital.