I
Un tipo —un policía, creo, un negro o peor: un policía negro— atado a una camilla. No está en un quirófano. Caín tiene una motosierra. Acerca la cara al tipo y lo insulta y se ríe. Se burla. El tipo está asustado. La motosierra se enciende. Caín le acerca la motosierra al tórax. El tipo chilla de miedo. La motosierra hunde su punta en el esternón. Los hombres y las mujeres y el chico que acompañan a Caín quedan bañados en sangre. La motosierra corta a lo largo del tórax hasta el abdomen. «Creí que ibas a asustarlo», dice la mujer. «Yo lo noté bastante asustado», dice Caín. ¿Es eso la famosa violencia? Lo pensé en su momento. Me pareció también que había humor. Bastante humor. Y que las fronteras entre una cosa y otra podían ser permeables. Era 1990 y yo tenía ocho años. El Muro acababa de caerse y no podía importarme menos. Robocop 2 planteaba menos desafíos metafísicos alrededor de la violencia que la primera Robocop. Ahí había otra escena: Murphy, el policía, acribillado a tiros en una fábrica. La violencia era más realista: las verdaderas heridas de armas desgarran más de lo que penetran. Las escopetas no hacen orificios, arrancan secciones enteras de carne. Creo que a Murphy empezaban arrancándole una mano. Después lo baleaban entre cinco o seis. Una ráfaga extensa de balas y perdigones a media distancia. Un verdadero baño de sangre. Al final le pegan un balazo en la frente. Era 1987 y yo tenía cinco años. ¿Esa era la famosa violencia al otro lado de los muros del amor familiar?

Dos escenas. Clint Eastwood es un predicador en el Lejano Oeste. Un grupo de matones llega al pueblo: cinco o seis profesionales muy competentes en el oficio del daño. Tienen un jefe, un hombre viejo y vil que no duda en dispararle a un minero borracho. Clint Eastwood siempre rehúye la violencia hasta que la violencia lo alcanza. Eso ocurre de esa manera porque la violencia —igual que el amor— te alcanza más allá de tu voluntad. El predicador va hasta el pueblo y caza uno por uno a los matones. Los aterra, los ahorca, los arrastra, los ejecuta. Al hombre viejo y vil lo deja para el final. Cinco tiros en el abdomen. Cae de rodillas sobre la tierra y Clint Eastwood camina hacia él. El hombre viejo y vil lo reconoce mientras el predicador acomoda otra pistola sobre su frente y lo descerebra de un tiro. John Rambo llega a un pueblo en el centro de Estados Unidos. Es un veterano de guerra que en Vietnam manejaba equipo que valía millones y ahora no puede conseguir trabajo ni estacionando autos. El comisario del pueblo lo echa por su apariencia. John Rambo le dice que sólo quería comer. No se lo permiten y además lo humillan. John Rambo les da una guerra que nunca olvidarán. ¿Eso era la violencia? Hay un panteón de hacedores de mi subjetividad que dirían primero que sí y después matizarían la cuestión añadiendo que en parte. La única violencia que existe es la violencia física: la imposición del fuerte más allá de toda ley. Al menos en parte.

II
Cuando vi La Cruz de Hierro entendí que los malos no eran malos las 24 horas del día. Mi padre me hizo ver muchas películas de guerra. Nunca me gustaron las películas de terror y no solamente porque sean estúpidas e infantiles —incluso en los años ochenta me daba cuenta de que eran demasiado infantiles— sino porque en el mejor de los casos tratan acerca del mal. Pero tratan acerca del mal de una manera ingenua y vaporosa e infantil. El verdadero asunto de interés es la violencia. La violencia, a diferencia del mal, ocurre más acá y más allá de la imaginación. Nací durante una guerra durante un ordenado gobierno de facto: la violencia me resulta un tema natural. ¿Pero qué es la violencia? Otra escena. El Jefe descubre que los cirujanos del neuropsiquiátrico le extirparon los lóbulos frontales del cerebro a McMurphy. Ahora está domesticado para siempre. El Jefe lo mira con una fugaz melancolía, acostado en su cama, impávido. Le pone la almohada sobre la cabeza y empieza a presionar con los brazos. McMurphy se empieza a asfixiar. Patalea y trata de respirar. Hasta que se ahoga y se muere. ¿La violencia era algo bueno o malo? La violencia era algo necesario. La violencia era un despliegue de fuerzas crudas pero también un concierto de fuerzas detrás de cierto orden propio.

Cervantes fue soldado y fue escritor y también fue recaudador de impuestos. No creo en la barrera entre las armas y las letras. Ahí sí reconozco un verdadero rasgo sudamericano. Sarmiento lo explica en la mitad de su obra: la letra entra a través de sus méritos estéticos pero también entra con sangre y queda con sangre. ¿Qué tiene que ver merecerlo con todo esto? Otra escena. Clint Eastwood llega a un bar. Su amigo negro está muerto y exhibido en la puerta. Pregunta quién es el dueño del lugar. Un hombre responde. Clint Eastwood lo mata de un escopetazo. Otros hombres intervienen. Clint Eastwood los mata. Gene Hackman es el sheriff. No es un mal hombre, simplemente quiere que se respete la ley y no tiene miedo de ser violento. Construye su casa a mano: un trabajo diario de esfuerzo y voluntad. Ahora está en el piso, tiene un tiro en el estómago y se desangra. Clint Eastwood carga su escopeta, se le para encima y le apunta a la cara. Gene Hackman dice que no se lo merece. Clint Eastwood le dice que ha matado todo lo que camina y se arrastra en esta tierra y que merecerlo no tiene nada que ver con esto y que lo va a ver en el Infierno. Le vuela la cabeza entera de un balazo. Todas estas películas las vi siempre con mi padre. Retrospectivamente pienso que se trataba de pequeñas lecciones impartidas por él sobre la violencia. ¿Padecí violencia? Claro, incluso la suya. ¿He hecho padecer violencia? Bueno: era lo que había antes de internet. Ahora queda la agresividad, una hermana de la violencia con trisomía del cromosoma 21. Integro una secta de la que alguien se fue diciendo que sufría violencia simbólica. Una pena que no haya todavía teclas con emoticones para poner alguna cara que sintetice esa delicadeza del espíritu.

III
La fuerza resolutiva de la violencia es uno de los grandes méritos de la violencia. En una época donde todos se sienten inofensivos y todos se sienten ofendidos, la violencia barroquiza el asunto. John Lennon marchaba a favor de la paz pero también estaba dispuesto a financiar al IRA. Una vez, cuando tenía ocho años, estaba sentado en algo parecido a una plaza dentro de un balneario en Punta Mogotes. La arena es fundamental para alguien de ocho años: permite construir cosas para destruirlas con violencia. Ahí estaría, sentado como un opa, curiosamente solo, el sol caía, todo parecía anaranjado. Unas chicas un poco más grandes llegaron. Las había visto antes: iban con unos pomos cargados de agua y molestaban a los chicos. A los ocho años las chicas todavía no importan. Tampoco me hubiera importado que me mojaran. Pero la violencia —igual que el amor— te alcanza más allá de tu control y voluntad. A alguna se le ocurrió que podía ser divertido saltar sobre mi endeble edificación de arena antes de que yo la terminara. Eran cinco o seis chicas. Me levanté despacio, saqué la arena de mis rodillas —ante todo se debe ser pulcro, como enseña Erwin Rommel— y, como diría Colombraro, repelí la acción. Algunas lloraron y otras corrieron y el pomo lo tiré en un tacho de basura lleno de yerba y toda esa mierda. No me enorgullezco de lo que pasó. ¿Qué me había enseñado mi padre? Yo solo… yo solo quería hacer mi castillito de arena.

Algunos años después, entre hombres, una pelea callejera. Alguien en mi bando sacó una navaja mariposa: la armó y la mostró en un bello movimiento. Plena luz del día en una esquina cualquiera de Palermo. Borgeano. Estúpido y borgeano. De la última gresca en la que participé tengo un recuerdo nítido: estuve sentado, con las piernas cruzadas, sobre una silla, observando a la distancia. Había manoplas y cadenas y un rugbier buscando parte del cartílago de lo que había sido su nariz en el suelo de un SUM. No quise involucrarme. Contra el que no se puede defender, la violencia es una falta de etiqueta. Una invitación que no se puede devolver. ¿Pero eso era la violencia? Lo mío habían sido los codazos en el plexo solar. Patadas en el hígado. Puñetazos en la carótida. Había sido instruido para golpear por motivos elementales y bajo una premisa técnica elemental: uno tiene que pegar siempre primero y tiene que pegar siempre fuerte. La violencia es un poderoso aglutinador social entre hombres, no importa en qué bando esté uno. Hay novelas enteras escritas al respecto. Entre hombres, la violencia depura y hermana: lo débil, lo cobarde, lo femenino se aleja irremediablemente ante la violencia. Pero uno crece y entiende que lo masculino es algo más y que la violencia —¿qué es la violencia?— es un sistema limitado de representación.

IV
Entonces conocí a Colombraro. Hace siete años que lo trato. Es como lo diría él porque nació en Santiago del Estero y habla así. Colombraro no se llama Colombraro. Hay unos tuppers que se llaman Colombraro y el sobrenombre viene de ahí: Colombraro guarda sus armas y las balas en tuppers. Colombraro es armero e instructor de un polígono de tiro en Belgrano. Ahí soy habitué. Cada dos meses, máximo, invierto cuatrocientos pesos en dos horas de línea —incluye audífonos—, trescientos pesos en alquilar una nueve milímetros, quince pesos por cada blanco y otros trescientos o cuatrocientos en balas. Son tres horas como mucho. Son horas terapéuticas: aprender a desarmar y limpiar, reconocer buenas y malas balas, calibrar la mira, armar los cargadores, familiarizarse con el empuje y con la temperatura del cañón. Lecciones de Colombraro: el arma siempre apuntando hacia arriba, el dedo nunca en el gatillo hasta que uno vaya a disparar y antes de disparar  siempre hay que apuntar. Las rondas son de no más de cuatro disparos por vez para no reventar el cañón. He tirado con nueve, con veintidós, con carabina, con tres cincuenta y siete y una vez Colombraro me hizo tirar con un FAL. Fue un solo tiro y fue impresionante.

Colombraro lleva su propia Glock en la cintura. Tiene tenencia y portación pero dice que yo tengo puntería a media y larga distancia. ¿Las armas son violentas? Me consta que son hermosas herramientas para la violencia y que eso no las hace necesariamente violentas. Hay algo en el aprender a respirar, observar, apuntar y practicar tiro que es casi tan pedagógico como la albañilería. En el bar del polígono, en el televisor del polígono, tres tipos miraban una vez una película de Clint Eastwood. Una sola escena que repetían en cámara lenta. Un auto parado con cuatro tipos arriba. Un policía motorizado los detiene, se acerca a la ventanilla, les sonríe. Los identifica y desenfunda una pistola. Le apunta a cada uno a la cabeza y mata a cada uno de un solo tiro. Eso, que era hasta entonces una escena más en una película más de Clint Eastwood —Harry el Sucio está buscando a este asesino que se hace pasar por policía y que se dedica a matar criminales—, es también una proeza técnica y merece el estudio de cualquier tirador con aspiraciones. Sin embargo, el tiro tampoco es tan gratificante. El blanco permanece quieto, indefenso, indoloro. No hay sangre ni se despliega ninguna violencia. Es una pena que no existan más las campañas del Desierto. La violencia puede ser un goce inevitable, como el amor, pero sin dudas es mucho más difícil de satisfacer: ese es el problema del gusto por la violencia. (Hace dos años fui a Balcarce: existía un Mavrakis terrateniente. Pero iba a vender su campo. Ahí, en la gran mentira bucólica de la literatura nacional, previsiblemente, no había nada. Excepto algunos animales y una pistola veintidós. A los animales iban a dejarlos morir de hambre antes de la venta. Esta es la lista de objetos asesinados a tiros durante mis dos semanas en Balcarce: una botella de Coca-Cola, una maceta de plástico, un tubo de televisor, un tero —o lo que fuera— y un cerdo no mucho más grande que un perro: dos tiros en el cuello y dos en la cabeza a unos treinta metros. ¿Actos violentos? Más bien, actos de puntería).

Lo más interesante de Colombraro es que en Santiago del Estero fue policía militar (PM) y que estuvo en actividad en esa y otras provincias por el estilo al principio de los años ochenta. Tal vez yo no sea una catarata de simpatía, pero Colombraro es realmente hosco. Dejamos de intercambiar monosílabos hace tres o cuatro años. Ahí me dijo que tenía cincuenta y un años —ni una sola cana en el pelo— y hablando sobre armas y demás le pregunté si le molestaba el ruido y si le molestaba la violencia. Había escuchado ese hit monocorde de la atmósfera bienpensante: violencia era mentir. Violencia era la corrupción. Violencia era discriminar. Colombraro había terminado su carrera en Malvinas. Suboficial en un grupo de comandos del Ejército: tenían motos, equipo y comida propia. Sus instructores habían estado en Tucumán durante el Operativo Independencia y eran perfectamente capaces de cazar gurkhas. De sus recuerdos me hice la idea de que violencia es otra cosa. El tiro de una bala de escopeta calibre 12.70 contra los genitales de un inglés, por ejemplo. Tan violento que el Pacto de San José de Costa Rica lo prohibió. Un tiro de calibre 11.25 sobre la nuca de un gurkha al que encontraron durmiendo a 15 kilómetros de Puerto Stanley. El calibre 7.62 de FAL con el que Colombraro dice que partió a combatientes enemigos a la mitad. Eso… es más violento que mentir. 

Una escena más. John Rambo atraviesa de madrugada las aguas de Birmania. Va en su lancha con un grupo de evangelizadores anglicanos norteamericanos que quieren llevar la palabra del Señor al medio de la guerra. Las aguas están infestadas de piratas. Un barco se cruza en el camino de John Rambo. Lo obligan a detenerse y a que muestre qué lleva. Entre los evangelizadores, descubren a una mujer. La reclaman una vez. John Rambo dice que se lleven todo pero que la dejen tranquila. Los piratas la reclaman de nuevo y le dicen a John Rambo que se calle o lo van a matar. John Rambo saca su pistola y mata a todos los piratas. El que lo había amenazado boquea en el piso del barco. John Rambo le dispara una vez más en la cabeza y la cabeza explota. Uno de los evangelizadores protesta por la violencia. John Rambo lo agarra del cuello y le dice nos habrían matado a todos. Y a ella la habrían violado entre todos durante horas y después la habrían matado. De los bienes materiales que me acompañan en este mundo, el que más quiero, el que ha sobrevivido a todas mis mudanzas, separaciones y placares, es mi remera verde con la cara de Clint Eastwood. Hace unos años un médico homeópata me repertorizó —el procedimiento a través del cual la homeopatía diagnostica— y después de muchas preguntas dijo que mi sustancia constitucional era sulphur. La homeopatía distingue los síntomas mentales de sulphur con piezas retóricas interesantes. «El núcleo de la personalidad de sulphur le hace asignar muy escaso valor a las cosas o hechos que no son fundamentales o que él no considera así, considerando banalidades la mayoría de los hechos de la vida diaria. Este transcurrir de su mente en planos intelectuales de alto vuelo hace que todo lo terreno, lo que lo rodea, mediato o inmediato pierda importancia, y esto lo hace ser indiferente a las cosas externas, a los placeres, a sus ocupaciones o actividades, a su aspecto personal, e incluso al bienestar de los demás o a lo que les pasa». Un psiquiatra con el que me atendí una vez me dijo que en la Rusia de los años sesenta esas habrían sido excelentes cualidades para viajar por el mundo como agregado cultural de la KGB. Donde ha habido amor, las mujeres ya no aceptan otra cosa. Me pregunto qué acepta un hombre para el que ha habido violencia. ¿Qué le da forma al goce de la violencia? ////PACO