Creo que junto con las palabras “no” y “mayonesa”, términos complementarios en mi balanza de la justicia personal, la que más escucho y pronuncio día a día es boludo. Toda una cyborg del boludeo, suelo llamar a mis interlocutores, hombres y mujeres, de la manera cariñosamente personalizada Pará, boludo, Pasame el celu, boludo, ¿Nos vemos hoy, boludo?, ¡Pero estás offline, boludo!. Intuyo que abusar de ese creativo vocablo debe tener su razón de ser, alguna causa oculta que escapa a  motivos culturales, geográficos, lingüísticos, prácticos, espontáneos y bla bla bla lara lara lara. Porque no se trata sólo de un apelativo fácil de pronunciar. Hay palabras mucho más cortas, como “tonto” o “gil”, que bien podrían usarse de la misma manera: “vayamos al cine, gil”, “ayyyy te re quiero, gil!” Y sin embargo…

Entonces me despierto el domingo al “mediodía” pensando una seguidilla de hipótesis ad hoc acerca de la utilización del boludo -la palabra, no la persona; aunque ambas opciones podrían ser correctas-. Y llego a una conclusión: “boludo” es la palabra más polisémica del mundo, boludo.

La genialidad del calificativo en cuestión radica en que se trata de una gran explicación multiuso. Mucho mejor que la mayoría de las religiones, es el perfecto reemplazo de Dios para los que somos más agnósticos que una baldosa de Pueyrredón y Corrientes. Nosotros no decimos “Dios así lo quiso” sino que, ante cualquier duda, orgullosamente expresamos nuestra jugosa sabiduría empírica: “¿Y qué querés? Es un boludo”. Entonces todo es luz y color aunque tu chica te deje o aunque el chico que te gusta no te dé bola. Boludo él, que no sabe valorar a quien tiene en frente, Boluda ella, que no se anima a jugarse, Boludo porque le gustan las boludas que dicen boludeces sin pensar nada, Boluda porque no hace más que histeriquear y a la hora de los bifes te quedás con la ensalada. (Para más información, acúdase a las obras de mi autoría Excursiones por Boludolandia Vol. I, II y III y Cómo echar relaciones por la borda en cinco pasos fáciles.)

Una vez, cuando tenía trece años, estaba participando en una toma del colegio secundario, una de esas medidas políticas que mantienen a la institución en un indeterminado stand by, cuando un aplicado estudiante de mi curso me vio consumir cerveza en el hall de entrada. Inmediatamente, guiado por sus instintos superyoicos, se lo contó a la profesora de Matemáticas. Ella, fiel a su área disciplinar, se escandalizó por la aberración con que este grupo de sátrapas -al que, parece, yo pertenecía- profanaba el sagrado edificio. Abrumada por un gigante temor a las sanciones y a quedarme libre esbocé, delante de una amiga, una aguda reflexión que condensé entre llantos en una frase eterna: “Es un boludo, boluda”. Era un buchón. Pero yo, ingenuamente bondadosa -¿boluda?-, le dije boludo.

He ahí dos ejemplos del uso de este hermoso concepto: boludo garca y boludo garcable. En cuanto al primero, no faltan los napoleones del boludeo que cual linces alternan entre la finalidad ventajista y la seductora. En cuanto al segundo, me ilumino con otra definición: Boludo: dícese de la persona de carácter tibio. Palabra bifaz, nos advierte cuando algún conocido nos quiere arreglar una cita con el último orejón del tarro: -¿Y, cómo es?, -Es re buena persona. O sea, es un boludo. Ahí nos imaginamos tomando un jugo de arándanos sentados en un bar junto a la encarnación de la timidez, un ser al que se le puede mentir o se le puede mantener a disposición sin que él se percate o, al menos, sin que le moleste. Emerge el monstruo del boludeable y, amparados por los prejuicios que tan bien nos hacen, rechazamos escandalizados cualquier atisbo de encuentro.

Pero los más boludos y los que peor me caen son los que se hacen los capos. Soberbiamente enceguecidos siempre están al pie del cañón para impartir lecciones de canchereada a quien se les cruce por el camino-escalera que ellos miran desde arriba. Lo grave es que no son capaces de ver, entender, asumir ni reírse de su propia boludez. Porque, no se puede negar, todos  tenemos una cuota de más/menos boludol en nuestra adorable personalidad. Podemos no estudiar nada, pero todos, -y esto es lo bueno- sin esfuerzo alguno, alcanzamos aunque sea algún titulito: Licenciado en Empleo de Ratos Libres y Prácticas de la Boludez, Doctor en Canchereo Especialista en Autocríticas Impostadas, Master en Ciencias de la Distracción y el Olvido (In)voluntario, Graduado en Aplicación de Frases Hechas, entre otros. Pero los agrandados nos superan realmente en ese enfrascamiento autocomplaciente que les dictamina estancamiento perpetuo.

La contracara -y no tanto- de esa boludez es la inseguridad en uno mismo. El pomposo discurso autorreferencial muchas veces impulsa a los boludos a la penosa y siempre demandante  pose. A cada rato, la hipocresía mira a su alrededor constatando la efímera aprobación ajena. Clap clap para ellos por su alta destreza para llamar la atención y por ser tan lindos, boló. Y cuidado: otra variante de esta necesidad centroescénica es la susceptibilidad que egoístamente involucra a los inocentes espectadores. Ahí sí, catarsis, odio, ira cuando el boludo se ofende por cualquier boludez ante la que se siente erróneamente interpelado.

Boludos que te toman por boludo y mienten mal. Boludos que se pierden a la vuelta de la esquina y se desesperan. Boludos sexistas. Boludos que son más sinceros de lo que uno quisiera. Boludos que no pueden ir solos ni al baño. Boludos que compiten por ver quién escuchó más veces el último de Daft Punk. Boludos que boludean a secas y boludos que boludean a otros. Boludos irrelevantes. Boludos inconscientes. Boludos que hacen reír. Boludos que hacen enojar. Boludos anonadantes y boludos divinos. Boludos que se superan minuto a minuto. Boludos que no se cansan de ser boludos. Y no va a faltar el boludo que me acuse de feminista por haber plagado mi texto de génericos masculinos. Así que por favor agréguele, señor editor, /a o @  a todos los boludos ////PACO.