Después de los ataques terroristas de la semana pasada en París, las declaraciones de repudio más o menos sobreactuadas, las manifestaciones en Francia (con presencia de líderes mundiales por cierto de equívocas trayectorias a favor de la paz mundial) y la memeficación global del “Je suis Charlie” como slogan de solidaridadcon las víctimas, emergió una lógica necesidad de buscar explicaciones que den algún sentido. El “contexto” de los atentados es, por supuesto, lo único interesante que podemos decir sobre hechos como estos si no se quiere quedar atrapado en una visión que reduce las acciones de los hermanos Kouachi y sus cómplices a un puro mal metafísico. El problema surge cuando ese “contexto” al que se alude de manera bastante esquiva en realidad no explica nada, no es más que una coartada para tranquilizar la conciencia de quien lo invoca con argumentos a la carta y explicaciones ya gastadas que solamente desvían el foco (y bordean la exculpación) de los victimarios. El contexto del que en realidad hay que hablar es el contexto del islamismo y su expansión global.

Uno de los argumentos para la supuesta “complejización” de los atentados es la idea de que Charlie Hebdo pecó de provocador con su innecesaria insistencia en satirizar ciertos elementos del islam que herían la susceptibilidad de muchos musulmanes, en especial las caricaturas del Profeta (¿qué significa el uso de estas mayúsculas en una sociedad secularizada?) y que esa actitud blasfema asumía un efecto político regresivo.

Uno de los argumentos más utilizados para la supuesta “complejización” de los atentados es la idea de que Charlie Hebdo, de alguna manera, pecó de provocador con su innecesaria insistencia en satirizar ciertos elementos del islam que herían la susceptibilidad de muchos musulmanes, en especial las caricaturas del Profeta (¿qué significa el uso de estas mayúsculas en una sociedad secularizada?) y que esa actitud blasfema asumía un efecto político regresivo porque hacía de una minoría desfavorecida socialmente el centro de las burlas. Fuera de los habituales lectores franceses de Charlie Hebdo (un público más bien modesto), nadie puede hablar con total autoridad sobre el estilo y agenda de la revista. Pero las informaciones que han circulado estos días más bien coinciden en que los dibujos irreverentes de Mahoma y lo relacionado con el mundo islámico no eran una idea fija sino que formaban parte eventual del espectro de “objetivos” editoriales, compartiendo cartel con la derecha europea, el Vaticano y el gobierno francés de turno, entre otros. Y, para precisar, nunca en esas viñetas se trataba del islam sino del islamismo y sus políticas; eran más bien los representantes terrenales de las Grandes Ideas los que la revista estaba interesada por ridiculizar y no las sutilezas teológicas. Pero aún si no hubiese sido así, aún si la revista se hubiera encarnizado especialmente con la sátira al islam (que no es precisamente un tema evitable en el debate europeo de los últimos veinte años), aún si hubiera publicado chistes y análisis ofensivos objetivamente (¿y quién puede medir eso?), la pregunta a hacerse no es por qué siguieron tensando la cuerda, sino por qué en el año 2015 se puede poner en riesgo la vida al caricaturizar a una figura histórica del siglo VII. ¿Hubiese sido así hace 30, 40 o 50 años, épocas donde el mundo musulmán también libraba sus conflictos internos e externos? El contra fáctico es una especulación, pero lo que importa es que hay un contexto que no forma parte del contexto habitualmente esgrimido, casi preparado de antemano, listo para usar, que se invoca después de hechos como los del miércoles-viernes pasado: ese contexto tiene que ver con el islamismo y su aparición violenta y fulgurante en el mundo islámico de las últimas décadas. Sin la entrada en escena de ese actor nuevo cualquier búsqueda de un contexto esclarecedor está destinada a encallar en la repetición de argumentos de corto alcance.

La saña especial de Charlie Hebdo contra el islam parece más bien un argumento listo para la victimización que confunde la crítica despiadada a una ideología muy concreta (como el islamismo) con el desprecio social a un colectivo de millones de personas.

Así, por ejemplo, la saña especial de Charlie Hebdo contra el islam parece más bien un argumento listo para la victimización, que confunde la crítica despiadada a una ideología muy concreta (como el islamismo) con el desprecio social a un colectivo de millones de personas. Y en realidad, el gesto paternalista escondido en ese argumento en apariencia benévolo (que deberíamos velar y ser cuidadosos con los objetos sagrados de personas tan susceptibles) tiene el efecto de atribuirle las susceptibilidades propias de los islamistas a todos los creyentes musulmanes, reforzando los estereotipos que se pretenden combatir. De hecho, el affaire de las caricaturas de Mahoma que se inició en 2005 con los ataques al diario danés Jyllands-Posten y terminó con el atentado del miércoles, es una muestra de la poca complejidad con la que se aborda el islamismo. No hay en El Corán ninguna prohibición de la representación gráfica de Mahoma (mientras no sea como objeto de culto) y la historia del arte persa o turco abunda en pinturas y tapices que muestran la figura de Mahoma y sus discípulos. Las reacciones violentas a los dibujos en la prensa europea son un fenómeno reciente que tiene que ver con la creciente influencia en Europa de las corrientes fundamentalistas, en especial del wahabismo, la secta musulmana que gobierna Arabia Saudita y que esta exporta al mundo. El mismo dibujo de Mahoma, que publicado en un número de 1998 de la revista alemana Der Spiegel no produjo ninguna reacción de agravio, en el 2001, en una nueva edición, levantó una ola de protestas. Que la autorestricción para no herir susceptibilidades sea invocada, con toda buena fe, como una actitud razonable (como hicieron casi todos los diarios norteamericanos al seguir la sugerencia de su gobierno de no reproducir en sus tapas las caricaturas de Charlie Hebdo) no es el menor de los triunfos del islamismo.

Otra tendencia explicativa, casi un acto reflejo pavloviano en las zonas menos interesantes del progresismo, es la tentación a un cierto miserabilismo social, la predisposición casi automática y expresada con aire de superioridad sociológica a atribuir conductas como la de los hermanos Kouachi a una combinación de factores como sus trayectorias vitales como chicos franceses árabes de la banlieue y  la larga y violenta historia de las relaciones entre los países occidentales y Oriente Medio. Es innecesario aclarar que los sucesos de París tienen en esos factores mencionados buena parte del contexto que los hace inteligibles. Los hermanos Kouachi no fueron presas de un repentino brote de sociopatía. Pero el problema con ese enfoque es que resulta, a pesar de pretender lo contrario, demasiado tranquilizador. Las respuestas que se ofrecen son las esperadas, las que previamente estaban redactadas para la próxima eventualidad. Claro que es importante reconstruir la vida de los hermanos Kouachi desde su infancia huérfana en Rennes hasta su última aparición, el gran show de despedida de esos ex raperos en la toma de rehenes de la imprenta de Dammartin-en-Goele. Claro que es imposible obviar la apocalíptica política norteamericana hacia el mundo islámico, con sus invasiones, sus apoyos selectivos, sus vaivenes diplomáticos y sus guerras eternas. No se trata de una cuestión ética, de que la mención de ese contexto rebaje la gravedad del atentado terrorista, sino de que esas respuestas, ese contexto al que se apela, en realidad deja muchas zonas sin explicar, y sin siquiera explorar. Ese contexto, aunque imprescindible, esconde más de lo que explica. No explica, por ejemplo, la metamorfosis de la violencia política que el islamismo produjo en los últimos veinte años.

¿Cómo se pasa de la bomba en el auto del objetivo –un procedimiento clásico del terrorismo del siglo XX– a un nena de diez años con un cinturón de explosivos atado al cuerpo detonada en un mercado de Nigeria? ¿Qué explica el salto de los complejísimos secuestros de aviones que hacían los palestinos en los años 70 –otra forma típica del terrorismo del siglo pasado– a la idea ya no de secuestrar un avión, sino de tomar su control y pilotearlo hasta chocar con un rascacielos?

¿Cómo se pasa de la bomba en el auto del objetivo –un procedimiento clásico del terrorismo del siglo XX– a un nena de diez años con un cinturón de explosivos atado al cuerpo en un mercado de Nigeria? ¿Qué explica el salto de los complejísimos secuestros de aviones que hacían los palestinos en los años 70 –otra forma típica del terrorismo del siglo pasado– a la idea ya no de secuestrar un avión, sino de tomar su control y pilotearlo hasta chocar con un rascacielos? Ahí hay un salto no solo de violencia sino de la violencia que se considera pensable. Esa zona permanece a oscuras en el contexto en el que el progresismo, o algunas de sus partes, se refugia para buscar algo de comprensión de estos hechos. Pero claro, frente a esas preguntas siempre puede venir al rescate la “teoría de la equivalencia moral”: dado que los terroristas no cuentan con aviones ni tanques, no les queda más opción que usar sus propios cuerpos como armas. Es uno de los argumentos más requeridos del sentido común justificador, aunque sus fallos son más bien evidentes, porque la conversión del cuerpo en un arma suicida no es para nada una respuesta habitual de las poblaciones oprimidas a la hora de luchar contra sus opresores, es más bien una conducta explicable si hay una ideología lo suficientemente totalitaria como para convencer a sus militantes de que la vida terrenal es sola “la escoria existencia” (la expresión le pertenece al Ayatola Komeini).

 

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No es solo la desafiliación de los jóvenes y no tan jóvenes europeos de origen árabe (y turco, en Alemania) lo que explica la deriva al islamismo de personas como los tres del ataque a Charlie Hebdo y al supermercado kosher. El fiasco del estado de bienestar europeo y los largos años de estancamiento económico que convirtieron a casi todos los países de la Europa rica en sociedades con alto desempleo y un deterioro constante de la movilidad social no explican por sí mismos la aparición del islamismo como nuevo marco de sentido para esos jóvenes. Parecería que ante el vacío de opciones vitales cayó del cielo un objeto al mismo tiempo anacrónico y novedoso, que fascinó a miles de jóvenes humillados y ofendidos. Algo más de complejidad que también tiene que ver con la responsabilidad europea. Muchas de las mezquitas, centros culturales y escuelas religiosas que intersectan las trayectorias de personas como los hermanos Kouachi desempeñando un eslabón vital en esas carreras de conversión (el momento de la salvación en la fe, nada menos) están pobladas de predicadores que enseñan las interpretaciones más fundamentalistas del islam. El islam cotidiano, cultural, de los magrebíes que emigraron a Francia antes y después de la descolonización, tenía poco que ver con la ortodoxia que se predica en la red de centros religiosos que las monarquías petroleras de la península arábiga financian generosamente en Europa.

Detrás de esas mezquitas fastuosas y esos centros culturales –solo para hombres– no están los sombríamente caricaturescos Boko Haram o ISIS, están monarquías absolutistas muy respetables y ricas como Kuwait, Qatar o Arabia Saudita.

La separación estricta de los sexos, la histeria por el cumplimiento de normas que no forman parte de El Corán sino de interpretaciones posteriores, la prédica a sentirse parte de una comunidad espiritual en guerra contra un enemigo que quiere pervertir su pureza, la superioridad de las leyes religiosas por sobre las estatales, todos esos mensajes son propagados por líderes fundamentalistas que residen sin problemas en Europa desde hace años. Ese también es un fracaso europeo: haber permitido en nombre de un multiculturalismo, que más bien encubre una completa aversión a la cultura que se dice respetar, el afianzamiento de una versión del islam que predica abiertamente la negación de la tolerancia. Detrás de esas mezquitas fastuosas y esos centros culturales –solo para hombres– no están los sombríamente caricaturescos Boko Haram o ISIS. Están las monarquías absolutistas muy respetables y ricas de Kuwait, Qatar o Arabia Saudita. Esa mutación del islam en Europa pasó perfectamente desapercibida durante años. Con la coartada de la políticas de la identidad y el terror de buena parte de la opinión occidental a quedar como “islamófobo”, la versión fundamentalista del islam inspirada por el wahabismo, que siempre había sido una secta marginal, se volvió mainstream. Unos dibujos, entonces, que veinte años antes hubiesen pasado desapercibidos o levantado la queja de una retaguardia tradicionalista a la que nadie se tomaba en serio, se convierten en un casus belli.

Solo unos pocos, claro, se embarcan en la jihad. Purgando una pena por delitos menores se conoce en la cárcel a alguien que menciona el Califato y que muestra el camino de la verdadera vida. Aparece un maestro y encuentra un grupo de pertenencia. Pronto se practican ejercicios seudo militares en el Parc de Buttes Chaumont (como hacía Chérif Kouachi), se reniega de la blandura religiosa de la familia y los amigos, las invasiones anglo-americanas a Irak y Afganistán, se piensa, no serían posibles de contar con un verdadero Estado Islámico que defendiera la fe. Después vienen los viajes a Yemén o Pakistán, “viajes de estudio” donde, como bromea a medias Martin Amis, “hay coches bomba por la mañana, venenos y ácidos por la tarde y misoginia fanática por la noche”. Por último está el regreso a casa, a la Europa ajena, y la ansiedad para participar de una acción, sea con los camaradas como cuentapropistas de la jihad (diría el turco Jorge Asís) o bajo el mando de una operación planeada en el exterior. Al contrario de lo que denuncia la extrema derecha, es Europa la que hoy exporta jihadistas a Medio Oriente. El ciclo de producción del islamista está a ambos lados del Mediterráneo.

 


Más interesante resulta la perspectiva que se abre para un debate sobre el estado del secularismo occidental y el comeback de lo religioso, con expresiones más o menos espectaculares desde el final de la Guerra Fría. Eso también forma parte del contexto y es imprescindible para acercarse a algo que se parezca a un umbral de comprensión. La invocación a Alá en el momento de asesinar (y que eso parezca parte del paisaje, un elemento casi decorativo de la escena del crimen) resultaría imposible 30, 40, 50 años atrás. El elemento religioso en la violencia política del siglo XX había sido marginalizado. La Guerra Fría fue una guerra sin dioses, una guerra entre dos bloques que representaban dos variantes de la racionalidad moderna, hermanadas en la invocación de los mismos principios ilustrados: libertad, igualdad (pero no fraternidad), racionalidad, progreso económico y tecnológico. Cada bloque decía que representaba la verdadera realización de esos ideales. No era una tanto una disputa por los valores últimos sino por las formas de alcanzar esos valores. Y lo mismo puede decirse de las organizaciones armadas que ejercieron la violencia en el siglo pasado en los países de la periferia, incluso de las organizaciones árabes y sus actividades en el conflicto palestino (el origen del colapso sin pausa de Medio Oriente). El componente religioso permanecía ausente para organizaciones como la OLP y sus sellos asociados: eran agrupaciones laicas, dirigidas por hombres que provenían de sectores de la diáspora palestina que poco tenían que ver con la devoción religiosa. Sus motivaciones eran políticas, pertenecían a este mundo y tenían que ver con objetivos tan modernos y tan hijos de la Ilustración (y del romanticismo occidental) como la independencia nacional y la necesidad de una patria. Entre la OLP de Yasser Arafat y el Estado Islámico o Al Qaeda no solo hay una diferencia en el death toll sino un abismo civilizatorio. La historia sinuosa y empantanada de los conflictos en Oriente Medio muchas veces lleva a extravíos y confusiones, pero ya debería quedar claro que el islamismo nada tiene que ver con aquellas organizaciones terroristas anticolonialistas de la segunda mitad del siglo XX. Para decirlo con una analogía cinematográfica que tocará todo buen corazón: La batalla de Argelia, la extraordinaria película de Gillo Pontecorvo sobre la lucha del Frente de Liberación Nacional argelino contra el colonialismo francés, puede decir muy poco, casi nada, sobre gente como Mohammed Atta o los hermanos Kouachi; sigue siendo un documento excelente sobre la lucha armada del siglo pasado, sobre la situación colonial y la violencia política de los oprimidos; pero no puede decirnos nada sobre el mundo por el que mueren los Atta o los Kouchi. Las guerrilleras argelinas de Pontecorvo estarían recluidas en la cocina en la versión islamista de la historia; nadie les pondría una bomba a los franceses por ocupar el país sino por su intrínseca perversión occidental, su influencia corruptora sobre la comunidad de los fieles, su seducción decadente hecha de cine, mercado y disfuncionalidad social.

Y aunque es la manifestación más espectacular, el rebrote creyente que representa el islamismo no está solo, forma parte de un clima global que se puede rastrear hasta el cristiano renacido George Bush y su “Eje del Mal”; o a la resistencia en, justamente, Francia a las leyes que prohíben el uso de símbolos religiosos en instalaciones públicas (donde por primera vez muchos exponentes de izquierda, con la retórica del multiculturalismo, se pronunciaron a favor de la suspensión del laicismo). El gran “pero” que ante los ataques del miércoles pasado sugiere como contexto la magnitud de la ofensa de la revista a los símbolos religiosos musulmanes, el hecho de que ese argumento se haya extendido y parezca razonable para personas, por otro lado, perfectamente inteligentes, es un buen indicador de un clima donde la confesionalidad está logrando un creciente prestigio como forma de convivencia. Si el siglo XX fue el siglo de la ideología, el siglo XXI parece estar recorrido por el pulso del regreso de la “intensidad apasionada” de la fe. Quizás, como dice Houellebecq en The Paris Review unos días antes del atentado, estemos presenciando los últimos estertores del proyecto cultural de la Ilustración y lo que se aproxima, lo que empezó el 11 de septiembre de 2001, sea una nueva época donde las sociedades ubiquen lo sagrado como un elemento clave de sentido. No deja de ser una especulación metafísica del desarrollo histórico, una vuelta a paradigmas escuchados otras veces en vísperas de oscuridad histórica. Después de todo, la imagen de la redacción destrozada de un periódico cómico al borde de la quiebra, anticlerical y sesentayochista (¿hay algo más propio de la modernidad tal como la entendíamos hasta hace no mucho que eso?) nos habla con claridad de la ruina de toda una época//////PACO