Se puede tener amigos y no querer verlos
Charles Lamb

I
Una amistad en el sentido británico, como la describía Borges: primero se evita cualquier intimidad y después se termina por prescindir del trato. No está mal. Las cosas cerrarían si se tratara de un análisis lobotomizado de la φιλία en la era de las redes sociales. Pero es más duro, siempre más duro, como dice Lennon. Una amistad que supere la prueba del tiempo. Tampoco. No vivo muy lejos del lugar donde me crié —por supuesto: una infancia departamental, sin la basura romántica del barrio, porque los miembros civilizados de mi generación no se criaron en ningún barrio— pero las personas a las que conocí durante mi infancia nunca están, no aparecen, no me las cruzo. Los imagino extinguidos. Y si se fueron hacia otros lugares, imagino que son lugares peores. Masticados por el tiempo o algo mucho más dañino.

II
Hasta la mitad de la escuela primaria mantuve contacto con algunos amigos (no recuerdo ningún nombre). Esa forma elemental de la amistad que se sostiene en base a rutinas que organizan otros. Después, a los diez años, me cambiaron de colegio. Esa sí fue una experiencia pedagógica: el upgrade de una política de la amistad no varía demasiado del upgrade de un antivirus. Lo que ayer funcionaba, hoy ya no funciona. Lo que ayer estaba, hoy no está. Las personas con las que ayer hablabas, hoy no responden. Están los que aprenden sobre la finitud de la vida —¿y la amistad no es una parte esencial de la vida?— viendo morir a sus mascotas o a sus abuelos, y están los que aprenden sobre la finitud de la vida mudándose o cambiándose de colegio (la conjugación pasiva sería más precisa: siendo mudados o siendo cambiados de colegio).

Es una ventaja que no exista la tradición de los reencuentros por los aniversarios de graduación —asunto al que John Updike y la “anal-retentive preciousness of his prose”, como escribió Franzen, le dedicaron casi un libro entero— porque no tendría una excusa muy distinta para faltar que la confesión de que no me importa la vida (o la reproducción o la muerte) de nadie por el azar de haber compartido algunos años de aulas y algunas grillas docentes (tampoco es que tenga nada contra la vida, la reproducción o la muerte de ese azar). El compañerismo es una versión demasiado licuada de la amistad. Tiene sentido en Harvard —donde los reencuentros sí se organizan a los fines de algo más que experimentar nostalgia—, ¿pero qué sentido tiene acá?

III
Si tuviese el don de escribir como uno de los minotauros seducidos por lo peor de la crónica narrativa —Juan Villoro habla del ornitorrinco, pero a mí me parece más útil la naturaleza cabizbaja y apesadumbrada del minotauro—, escribiría que no les he hecho grandes canalladas (del italiano canaglia, “muchedumbre de perros”) a mis amigos. Fui a cumpleaños, cenas, casamientos. Incluso fui a bautismos, confirmaciones y otras celebraciones sacramentales. He cubierto a los culpables de crímenes menores sin mayor gravedad que cierta relativa culpa moral. He asesorado a los que necesitaban asesoramiento y he escuchado —oh, el tiempo perdido, escuchando— el catálogo completo de los conflictos pequeñoburgueses que describe el índice de cualquier manual barato de psicología contemporánea. Abandoné a una ahijada —y pido sinceras disculpas por eso: está mal abandonar a una ahijada: está muy mal hacer eso, aunque tuve mis motivos— y tal vez —un fuerte tal vez en el sentido más estrictamente dubitativo del término— intenté seducir a las mujeres incorrectas, pero nada de eso, de ningún modo, representa una monstruosidad. Son situaciones que ni siquiera están tipificadas en el Código Civil (mucho menos si las mujeres incorrectas son tal vez deliberadamente permeables a la seducción).

IV
Como cualquier forma de amor, la amistad es una conversación y como toda conversación puede agotarse. En una conversación, por otro lado, lo opuesto a hablar no es escuchar. Lo opuesto es esperar. Como lo escribiría cualquier redactor de pocos recursos —y he sido amigo de unos cuantos—: ¿quién puede esperar en estos días? La forma de amistad que solo exige espera es el amiguismo. No lo denostaría: hay que tener mucho talento, mucha paciencia, mucha voluntad de cálculo para sostener durante años vínculos de amiguismo. Esa saliva volcada a preguntas cuyas respuestas no interesan, esos saludos automatizados, los llamados por cumpleaños y aniversarios intrascendentes. Las comidas: almuerzos y cenas —y en el caso de las mujeres también meriendas— durante las que el amiguismo desgasta cualquier átomo de mutua dignidad. Toda esa espera en silencio. No voy a denostarlo porque evidentemente es un recurso útil para construir objetos trascendentales como una carrera. O una reputación. ¿Qué sería de toda esa voluntad dedicada a complacer a otros si se ubicara donde corresponde?

La experiencia del cambio de escuela me inmunizó contra todo tipo de melancolía en el plano de la amistad. Lo cual, visto desde otro lado, me hizo imposible también cualquier aproximación al amiguismo. El que no puede lo mucho tampoco puede lo menos. Esto es tema de estudio para las personas que se dedican al recurso humano. La dinámica de la sensibilidad: la forma en que se trazan trayectorias de sociabilidad entre empleados y entre empleadores y empleados. La forma en que se aprovechan y fortalecen los lazos. Imagino a un gerente del recurso humano como alguien resignado a vivir completamente socavado por la proyección de una autoridad que se basa en el miedo —¿a quién le gusta oír esa frase: “el gerente de recursos humanos quiere hablar con usted”?— y un lazo que se basa en la elemental conveniencia —”es el cumpleaños del gerente de recursos humanos, supongo que a ese también hay que regalarle algo”— pero, como sea, me resulta imposible imaginarlo como alguien con demasiados conocimientos útiles sobre la amistad. El territorio de la producción no es, como bien han escrito con excelentes argumentos algunos filósofos alemanes durante los últimos siglos, el territorio de la amistad. Pero eso no impide que germinen amistades en el trabajo. Verdaderas amistades, quiero decir.

V
A esas también soy inmune. La cohabitación en un espacio laboral común, por mucho que se prolongue, no es una amistad. Las películas donde los oficinistas trabajan con boxes de más de dos metros de altura muestran muy bien cuál es la dinámica de la sensibilidad: bastan dos metros de durlock en vez de un metro y medio para aislar el impulso de sociabilidad e incrementar la producción. Lo que ningún durlock puede impedir es el deseo.

Cualquiera que haya salido con una compañera de trabajo entiende el verdadero sentido del recurso humano: la explotación de la fuerza de trabajo no es incompatible con la explotación de la fuerza del deseo. Claro que siempre hay un eunuco extasiado con la posibilidad de convertir a las colegas del sexo opuesto en amigas —en la práctica, hacerse amigo de una mujer con la que uno no se acostó es imposible porque quedan en el aire demasiadas cosas sin decir— pero no son más que formas tristes de la represión. Realmente existe ese punto en el que un perro en celo retado una y otra vez por el amo llega a reprimir su instinto y deja de ladrar. El punto en el que el perro reprime su propia naturaleza y el punto en el que también siente desprecio por sí mismo. Hay novelas al respecto. Algunas oficinas —antes no había ningún discurso con poder capaz de castrar a tantos con tanto éxito— son perreras con un servicio de castración invisible admirable. Por suerte, otras no.

VI
La política o, más bien, la politicidad, es una herramienta para estudiar el proceso vital de la amistad. Es un protocolo complejo, porque la amistad se confunde con la lealtad y la lealtad se confunde con el interés. Tres cosas nunca son iguales a menos que no se las piense adecuadamente. Lo que parece inútil puede resultar útil y lo que parece negativo puede ser positivo. Como señaló un crítico a propósito de un texto de Michel Bounan contra Céline: “Monsieur Bounan se enoja, se congestiona con el hecho de que el doctor Destouches, en su estudio sobre La organización sanitaria en las usinas Ford, recomienda en 1929 a los mutilados o a los enfermos no excluirse de la sociedad, rechazar ser desocupados, no convertirse en asistidos, continuar trabajando en la medida de sus posibilidades, ayudados por una medicina preventiva, social, adaptada, y no intimidante, punitiva, erudita”.

Los soldados llaman camaradería a lo que resta de su experiencia en el frente de combate. O hermandad. Jamás lo confunden con la amistad. Conozco personas que reemplazan la fantasía de la cohabitación laboral por la fantasía del asado. El asado —lo ceremonial del asado— es en muchos casos la versión adulta de las mismas formas elementales de la amistad de la infancia pero con los padres reemplazados por distintos cortes de carne. Un grupo de comensales no es un grupo de amigos (pero un grupo de amigos sí puede transformarse en un grupo de comensales). En sus memorias, Salman Rushdie cuenta que uno de sus amigos está algo borracho durante una cena y que se vuelve también algo insoportable. Cuando Rushdie le hace un comentario a la mujer, las cosas empeoran y su amigo lo invita a callarse la boca o “salir a resolverlo afuera”. Por supuesto, después no pasa nada —la violencia es siempre una fantasía— aunque la escena retrata bastante bien el tópico de la amistad literaria. En ese terreno particular funciona algo más interesante que la mera compañía o el amiguismo o las sociedades de responsabilidad limitada: funcionan las lecturas. Lecturas en común. Ni siquiera en la escritura, porque ahí la competencia es siempre por lo universal, así que la amistad es imposible. Las únicas amistades literarias serias sobre las que tengo conocimiento se basan, sobre todo, en un mundo de lecturas compartidas. Lo demás es rigurosamente banal. ¿Qué se espera de los amigos? En mi caso, no espero nada excepto que no me molesten.

Los fuertes gozan la amistad, los débiles la necesitan. Y se les nota. Las redes sociales no proveen amistad, proveen links (y como escribió Facundo Falduto, un link muerto es muy parecido a una ex novia). En tal caso, una máquina viva es mejor que el organismo de una cultura muerta. Sobre la amistad con las mujeres: la verdadera pregunta es si las mujeres pueden ser amigas al menos entre ellas. Por supuesto, tengo algunos amigos. Son pocos y los veo de vez en cuando. La mayoría me salvó en algún momento la vida////PACO