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Me gustan los supermercados chinos. Y no estoy hablando del Chinatown de Belgrano, con su pórtico de dragones para la buena fortuna a metros de las vías del tren, sus comercios para gourmands refinados y mujeres con delirios orientalistas y sus calles concurridas por parejitas que pasean frente a los puestos de pollo frito recordando, abrazadas, el viaje del año anterior al Downtown Manhattan. Me refiero simplemente a los minimercados de inmigrantes chinos que todos conocemos y que desde hace años se convirtieron en la elección predilecta de los consumidores que, como en mi caso, no tienen la capacidad o las ganas de planificar sus compras para todo el mes en un hipermercado. El chino de la vuelta, ese que puede tener las rejas de su establecimiento pintadas de verde agua, celeste o amarillo, lo que un mito urbano de tintes xenófobos vincula con las tríadas mafiosas que les brindan protección. Comercios que parecen diseñados caóticamente por la misma mente, donde se repiten elementos comunes hasta transformarlos en versiones amigables y asiáticas de los no-lugares de Marc Augé, ese entrañable delicuente francés que alcanzó cierta fama en los medios universitarios en los años 80. Este etnógrafo urbano se refería a lugares tales como los aeropuertos o los shoppings, donde cualquier particularidad local es borrada para que los visitantes se sumerjan en una atmósfera de provisionalidad y consumo sin distracciones. Pero los minimercados chinos a su manera también son como un no lugar, con características comunes que se repiten irremediablemente sin que importe el lugar de la ciudad donde se instalen. Como si una región entera de la nueva China hubiera estallado en mil pedazos que aterrizaron sobre Argentina.

Enumeremos algunas de esas características ambientales: la música pop china reproduciéndose desde una computadora avejentada ante la cual un joven con el pelo teñido de naranja manipula una calculadora; el gatito de la buena suerte moviendo su patita dorada incansablemente; el pater-familia fumando en la vereda, casi siempre vestido con mocasines marrones y camperas grises de material barato, vigilante del movimiento del negocio; la adolescente china atendiendo la caja y gritando en algún dialecto del mandarín por el precio de un producto con código de barras defectuoso; la verdulería subalquilada a bolivianos o la carnicería idem a argentinos; las filas de heladeras donde las cervezas y las gaseosas esperan ser compradas con un recargo por frío de 50 o 75 centavos, una muestra de genialidad mercantil que no hace otra cosa que declarar la superioridad oriental en el terreno de la lucha material por la supervivencia, algo de lo que las noticias internacionales vienen dando cuenta con sus historias de rascacielos que compiten calle a calle por ser los más altos del mundo, o de represas hidroeléctricas que eliminan del mapa miles de aldeas, o de cómo la proporción de proteínas animales aumenta año a año en la dieta del ciudadano chino promedio. Cobrar el frío de una cerveza o de una coca light está, por supuesto, a la altura de esas hazañas: un gesto casi invisible que convierte en monedas de curso legal una temperatura, el prorrateo de los costos de energía y mantenimiento distribuidos en cada botella, una manera china -de las antípodas- de encontrar lucro donde los occidentales sólo veían rutina.

Pero fundamentalmente me gustan los minimercados chinos porque en ese ambiente idéntico al de todos sus competidores y rodeado de los productos que se exhiben para la compra, uno puede moverse con total seguridad de encontrar lo que se busca en un lugar que aproximadamente se repite en todos los otros minimercados chinos del país (o del mundo, por ahí). Y cuando uno hubo hecho la pesca del día y se dirige hacia la caja – mientras suena el último tema de una cantante pop china ganadora de la versión local de american idol- sabe que cuando llegue el momento de pagar, el idioma de las mercancías se impondrá al castellano casi nulo de la chinita que atiende y uno saldrá del local con sus bolsas biodegradables verdes o negras sin tener la oportunidad de decirle ni siquiera ni hao.