Podríamos pensar la filmografía de Wes Anderson como un recorrido estilizado sobre las diferentes relaciones de poder que se establecen entre los individuos, y cómo esas mismas relaciones los construyen como sujetos. Si lo pensamos en términos “foucaultianos”, podríamos ver en ese recorrido un tránsito desde relaciones de poder mucho más capilares, como lo familiar en Bottle Rocket (1996), con la dinámica hermandad entre Luke y Owen Wilson, o The Royal Tenembaums (2001), donde la identidad se forja alrededor de la excéntrica figura del padre. Luego, quedan instituciones ampliamente descriptas ya por su rol disciplinario, como la escuela en Rushmore (1998) o el estanco mundo de los rangos dentro de una embarcación en The Life Aquatic with Steve Zissou (2004), en el que la identidad de cada personaje está ampliamente condicionada por su rol en el barco. Anderson, sin embargo, aleja esta vez la lupa de esos micropoderes y ante él emerge el Estado: la figura estelar de Isle of Dogs (2018).
Podríamos pensar la filmografía de Wes Anderson como un recorrido estilizado sobre las diferentes relaciones de poder que se establecen entre los individuos, y cómo esas mismas relaciones los construyen como sujetos.
Si bien Anderson ya había abordado tangencialmente el tema de los totalitarismos en el siglo XX con The Grand Budapest Hotel (2014), la apuesta de Isle of Dogs es más ambiciosa, ya que pareciera querer dialogar directamente con la intolerancia y la xenofobia que se adjudican como únicos rasgos distintivos de la administración de Donald Trump. El mecanismo que utiliza Anderson para movilizar su denuncia no puede sorprender a casi nadie a esta altura, ya que en una metáfora demasiado transparente nos ubica en el Japón del futuro, en la ficticia ciudad de Megasaki, donde el cruel intendente Kobayashi, miembro de una larga dinastía de gobernantes (claro ejemplo de lo que Anderson plantea como democracia disminuida), ante un brote de enfermedades caninas que amenaza con contagiar a los humanos, decide ignorar toda evidencia científica y exiliar a todos los perros. Lo que sigue a partir de ahí es todavía más obvio: una isla de basura, campos de concentración y el exterminio con gas (de wasabi).
Lo que le falta al film de Anderson es detenerse un segundo ante la vorágine del rescate, la resistencia y la denuncia para pensar. Simplemente pensar.
Isle of Dogs es un ejemplo de cómo una forma estética tan particular de filmar y narrar (y hay pocas estéticas tan particulares como la de Wes Anderson) no puede adaptarse a todo tipo de contenidos. Al alejar su lupa y centrarse en relaciones de poder más macro, Anderson tuvo que metaforizar su lenguaje y acudir a un posible holocausto canino para movilizar su denuncia y su pedagogía de la acción, sin abandonar la estética colorida e infantil. Pero este pasaje le costó más que un análisis profundo de las relaciones de poder entre Estado y pueblo. Lo que le falta al film de Anderson es detenerse un segundo ante la vorágine del rescate, la resistencia y la denuncia para pensar. Simplemente pensar.
La única reflexión perdurable que queda tras ver Isle of Dogs es que ante un odio vacío solo se puede plantar un gesto de amor vacío.
Es la cuestión de detenerse a pensar lo que parece impensable, y ya algún oportuno teórico francés dijo que lo que no se piensa insiste. Es justamente el pensamiento, y no la memoria, la que evita la repetición del horror. Y por eso la pregunta que queda constantemente flotando a lo largo de la película es: ¿qué es lo que piensa Kobayashi sobre los perros? ¿Por qué los odia tanto? Y este punto es también la gran falla, porque no hay ninguna reflexión sobre la articulación entre el odio de los Kobayashi hacia los perros y su ininterrumpido poder, es decir, entre los gobiernos que acuden a la xenofobia y la intolerancia como base de legitimación electoral. Incluso Anderson parece insistir en esto, al revelarnos que la propia epidemia canina fue inducida por el clan Kobayashi para finalmente tener una razón para eliminar a los perros. ¿Po ké? No hay poké. Y es por eso que la única reflexión perdurable que queda tras ver Isle of Dogs es que ante un odio vacío solo se puede plantar un gesto de amor vacío//////PACO