Entre la adolescencia en los años sesenta en California y su vejez, Evie Boyd, la protagonista de
Las chicas, insiste en dilucidar qué hay en esa confusión de deseos tras los cuales supone que se esconde lo que, en un intercambio con la psicoanalista Arabella Kurtz, J. M. Coetzee llamó “la vida consciente”. Esa vida que se esfuerza en comprender cuáles son las relaciones reales que uno tiene con los otros, aspirando a “cierta apreciación de la plenitud de la vida que llevan esas otras personas (que no son meros fantasmas que se esfuman en el aire cuando uno cesa de pensar en ellos)”, para, entonces, alcanzar “cierta apreciación realista del lugar que uno ocupa en su vida”. En los términos de la primera novela de Emma Cline (EE.UU., 1989), ese teatro de anhelos y frustraciones se recorta sobre cierta sensibilidad femenina que, contrastada con lo que llama “el impulso irreflexivo de los chicos” ‒y que en diversas entrevistas reformula como “la forma en que el mundo trata a las mujeres y a las chicas”‒, enmarca una atmósfera narcisista y caprichosa en la que finalmente “querías algo y no podías evitarlo, porque no había nada más que tu vida, era sólo contigo con quien te despertabas, ¿y cómo te ibas a decir a ti mismo que lo que querías estaba mal?”.

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Evie Boyd insiste en dilucidar qué hay en esa confusión de deseos tras los cuales supone que se esconde lo que J. M. Coetzee llamó alguna vez “la vida consciente”.

A partir de ahí, Las chicas, a pesar de sus propias alarmas pedagógicas, desnuda las dos caras de un retrato cuyo único centro es la curva del poder de la sexualidad desde el momento en que, en plena pubertad, Evie descubre que “podías ser bonita, deseada, y eso te hacía valiosa” ‒y se aprovecha entonces de su joven vecino Teddy‒, hasta que, vieja y solitaria, con “el pelo descuidado y los ojos cercados por comas de preocupación”, recibe en su casa a una pareja de adolescentes ante la que todo lo que resta es apoyarse sobre la pared y oír con los ojos cerrados los gemidos ajenos de placer. En ese sentido, Cline acude a la belleza física y a la propiedad que tiene de construir (y proyectar) deseos desde una mirada casi antropológica, con especial énfasis en “estar siempre pendiente de la atención de los demás” ‒la fuerza que hace y deshace las amistades de Evie‒ y el vacío consecuente cuando “ya nadie necesitaba mirarme”. Es entonces cuando, incómoda por los altibajos de la vida amorosa de su madre recién divorciada y, al mismo tiempo, incapaz de confrontar a su padre (del cual sabe que “se acuesta con todo lo que se le cruza”) la joven Evie escapa de su mundo cotidiano tras quedar fascinada por Suzanne, una hippie que la arrastra a la secta del carismático Russell, un músico fracasado que, con atributos de patriarca, gurú, galán y psicópata, lidera a una decena de acólitos más o menos lumpenizados por las drogas, el hambre y cierto espíritu de pacifismo y amor libre que combina un poco de Sai Baba y (hacia el final) bastante de Charles Manson.

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Cline describe el peso de vivir la diferencia entre hombres y mujeres con una «perspectiva de género» en la que solo existe la amenaza mutua y omnipresente de la violencia y el exterminio.

Aún así, Las chicas tiene poco que decir sobre las formas “alternativas” de relacionarse de los años sesenta en comparación a lo mucho que dice sobre cómo se encapsulan las relaciones sociales hoy. Y es así como, eficaz para no empantanar la acción pero obsesionada con las comparaciones de pretensión lírica (por lo que, cada una o dos páginas, un recuerdo es “como el golpe de alguien llamando a una puerta lejana” o un sentimiento ahogado es “como un niño a medio hacer”), Cline alcanza a describir muy bien el peso de vivir la diferencia entre hombres y mujeres bajo una perspectiva de género según la cual solo existe entre unos y otros la amenaza mutua y omnipresente de la violencia y el exterminio, y por qué esa dificultad para apreciar las vidas ajenas y asumir los deseos propios puede nutrir, también, fantasías a veces peligrosas, como las que asoman en instantes en los que “la superficie de mi cara de niña”, como dice Evie, parece convencerse de que “hay mucho que destruir”/////PACO