Anna Maria Grosholtz nació en 1761 en Francia, aunque pasó casi toda su infancia y adolescencia en Berna, Suiza, donde trabajó como ama de llaves y ayudante del fisiólogo y escultor Philippe Curtius.

De él fue que aprendió el arte de modelar la cera, habilidad que desarrolló y perfeccionó a una muy temprana edad. Esa perfección la llevó al Palacio de Versalles, donde inmortalizó los rostros de Voltaire, Rousseau y Benjamin Franklin, primer embajador norteamericano en Francia.

En 1789, con el advenimiento de la revolución, Anna Maria fue encarcelada en la Bastilla, junto a Josefina de Beauharnais. Su cabeza fue afeitada y preparada para la ejecución. Sin embargo, logró posponer la sentencia de muerte gracias a su habilidad. Durante ese período realizó esculturas en cera de los cráneos guillotinados de personajes célebres como Marat, Luis XVI, María Antonieta y Robespierre. Estos modelos eran paseados en palos por las calles de París, como trofeos, evitando el olor por la descomposición de las cabezas reales.

En sus memorias, Anna Maria narra cómo en esa época buscaba entre las montañas de cabezas anónimas aquellas que habían pertenecido a personajes célebres, para inmortalizar. En algunos casos, incluso, seleccionaba ella algunas, sin órdenes específicas, por el placer de ejecutar su oficio. Todo el cuadro, las cabezas, las máscaras mortuorias, la exhibición de esas máscaras, componen un relato tan sugestivo y poderoso que vuelven muy difícil la ironía o la reflexión.

Con el fin del Terror, Anna Maria escapó a Londres. Allí se casó con el ingeniero François Toussauds, de quien tomó el apellido. Abrió su primer museo en 1835, donde todavía se exponen las cabezas de cera de los guillotinados franceses en la Caverne des Grands Voleurs o Cámara de los Horrores. Con el tiempo, el museo se extendió y amplió, convirtiéndose en un gran atracción turística e importándose a todo el mundo. Hoy existen franquicias de Madam Toussauds en casi todas las grandes ciudades del mundo: Londres, Las Vegas, Berlín, New York, Amsterdam, Hong Kong, Shanghai, Viena y Sydney, entre otras.

“Lo extraordinario de este famoso museo –dice una crítica de arte- es simplemente la exquisita similitud con lo real. Lo correcto es denominar a estas figuras como obras de arte, ya que poseen belleza, detalle y perfección.”

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Contrariamente a lo que suele pensarse, la escultura en cera es un arte antiguo, nacido durante la baja Edad Media. Entonces, consistía en reproducir imágenes de Santos, para ofrecerles devoción, o de Demonios y enemigos, para atacarlos, especulando con que el dolor infringido a la imagen alcanzaba también al original.

Durante el Renacimiento, el trabajo con la cera alcanzó muchísima importancia. Pisanello o Leonardo da Vinci ejecutaron obras de este estilo, mientras que artistas como Antonio Abondio (1538 – 1591) perfeccionó la técnica agregando colores y texturas más complejas.

La cera constituye un elemento sumamente noble para la escultura: puede ser cortada y modelada a temperatura ambiente. Se derrite a baja temperatura. Se mezcla perfectamente con cualquier color o material. Puede ser fácilmente manipulada con la adición de aceites o grasas para aligerarla o hacerla más espesa, respectivamente. Cuando se asienta, constituye un material relativamente estable y seguro frente a los cambios de temperatura y modificaciones medioambientales.

En la actualidad, el trabajo con cera se ha vuelto una disciplina sofisticada y detallista que busca representar de manera perfecta el cuerpo y rostro de personalidades célebres del mundo de la política, la religión, el cine, la música o la realeza. Involucra no sólo cera, sino unos extraños esqueletos metálicos que sostendrán la escultura y un vestuario original que es donado por las personas reales que serán inmortalizadas. Porque, de hecho, los museos Madame Toussauds son tan populares e icónicos que las estrellas y los famosos acceden voluntariamente a la experiencia de que les midan la altura, el ancho de caderas, el ancho de cintura, el ancho de hombros, la longitud de los hombros, la longitud de la cara, el largo del pelo. Estrellas y famosos como el Dalai Lama, el presidente Obama o la reina Máxima.

Visité el de Amsterdam hace poco. Los personajes se suceden sin solución de continuidad: primero famosos en general, como Ana Frank y Lenin. Después actores, George Clooney y Julia Roberts, por ejemplo. Más adelante pintores (Van Gogh o Mondrian), estrellas de rock (Elvis, Prince), políticos (Gorbachov, Bush), famosos en general de nuevo (Oprah), y así.

Un difuso pero perceptible clima de excitación impregnaba el museo. La excitación de conocer gente famosa, admirada, muerta.  Las imágenes son tan reales, tan exactas, que muchos italianos apoyaban a las estatuas de Beyoncé y de J. Lo como si estuviesen apoyando a las mujeres originales, con la misma pasión con que después estudiaban los rasgos afeminados del un joven Elvis Presley o los pliegues en el rostro de Berlusconi.

Ese catálogo desparejo de personalidades modeladas con precisión sobre la cera fría, ese arco que va de la cabeza guillotinada de Robespierre a el turist fact de que Madonna es la única personalidad que está en todos los Madame Toussauds del mundo, es la más delicada y sutil reflexión que pueda hacerse sobre el status de nuestras sociedades.///PACO