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1.

Visité Jessico el año de su lanzamiento, 2001, con la culpa de que me gustara mucho uno de los gestos fundadores de la nueva sensibilidad cultural posmenemista todavía en gestación; ese reemplazo de las prácticas artísticas por el diseño, esa cosa pop de clases medias suburbanas integradas, esa líbido aspiracional fuerte que tiene Jessico, que congeló el fraseo oscuro, experimental y tortuoso que la banda venía cultivando desde sus inicios y develó la fórmula del hit, la estrategia para tocar la fibra de la generación que transitaba el camino que llevaba de la negatividad, el aburrimiento y el snobismo al populismo de vanguardia.

Jessico es un disco bisagra, una posta en el camino de elaboración definitiva del kitch nacional. Y digo kitch en el sentido de la supraelaboración hiperescolarizada de un imaginario basura que interceptaba casi todos los elementos de una pop culture occidental y argentina, particularmente, que culminaba el proceso de reflexividad carnívora tras la banalización de los antaño discursos “serios”, del arte, de la gestión política y de la administración de empresas, durante el menemismo.

Jessico no es un disco menemista sino lo contrario, a pesar de que algunos guiños en la, digamos, “poética” de Dargelos se alimenten en lo fundamental de esa gestualidad brillosa y ofensiva. Lo hacen, sí, pero de una manera irónica, reelaborando, subvirtiendo o estilizando la trivialidad de esos discursos. Esa estilización que dota a las canciones del disco de una condición de artificialidad lograda y poderosa. No la artificialidad de la silicona, que dominó los ’90, sino la artificialidad de la pose, que hegemonizó los ‘00. Ese erotismo blando que tiene su correlato tecnológico en la proliferación de las cámaras de fotos en los celulares, cultural en las estrategias de captación de seguidores en redes sociales de las marcas globales y político en el kirchnerismo.

Se que un amigo mío, entrevistándo a Dargelos, le comentó esta hipótesis. Se también que se ofendió por una lectura que inevitablemente reducía su arte a los avatares del mundo real y las transformaciones culturales a escala global. Es lógico que un discurso poético tan sofisticado como el que logra Babasónicos en Jessico deba preservar su autonomía frente a un mundo que amenaza con sobredeterminarlo. Sin embargo, la oposición es falsa. Hay que rastrear los antecedentes de Jessico en la obra de Puig y posteriormente, de Aira.

2.

Jessico es una de las más acabadas piezas del populismo cultural de vanguardia, un soundtrack de la poscrisis. Un soundtrack con poder predictivo porque se editó el mismísimo año de la gran crisis económica argentina, el 2001. Por supuesto, todos sabemos que no hay nada con mayor capacidad de predecir el futuro que aquello que es capaz de producirlo. En Jessico predicción y producción son un mismo movimiento y por eso es un disco tan importante para la historia del kirchnerismo que todavía no existía como hecho consumado pero sí como posibilidad latente.

Después de Jessico, Babasónicos es una banda consagrada, con un poder relativamente alto de convocatoria. Lo escuchan todas las minitas trendy del segmento 18-30 y está en condiciones de ofrecer una matriz cultural a la transformación del barrio de Palermo. Después de Jessico, Babasónicos es el último eslabón del gran canon de la música argentina. Ese canon que es como una plastilina que dejaste abandonada al sol. Pero a pesar de eso los Babasónicos se mantienen vitales, tienen todavía zonas blandas, suaves, capacidad de intervención. Continúan editando Jessico una y otra vez. Discos que, aunque ya no tienen esa magia inexplicable, son vibrantes. El fatal degradé de airwaves de Babasónicos prueba la grandeza de Jessico. Es imposible elaborar una obra tan profunda (aunque Jessico no es una ouvre, sino una cosa fragmentada) sin quedar sometido a revisarla una y otra vez por el resto de tu carrera. Esto, por supuesto, es deprimente para quienes entiendan que la música es el juego lúdico de la unicidad radical y la sentimentalidad privada; pero puesto a funcionar en lo que realmente la música es –un sistema excluyente de administración de prestigio– Jessico es la mise en scene de las estructuras democratizantes de la sociabilidad cultural posperonista. Jessico es el gran disco de la hegemonía cultural kirchnerista.

3.

Pero hablábamos del erotismo blando que es la norma en Jessico y que interpretaría o inocularía en la década esa pulsión libidinal hasta el momento relativamente perimida. Eso es el primer tema de Jessico, de hecho, Los Calientes, que habla de un pibe y una piba que salen de noche a conocerse. El acto performativo de ese deseo evidentemente genuino de coger es inédito en el mainstreem hasta la aparición de Jessico, más allá de los límites de la estricta ficcionalidad plástica televisiva, donde en realidad ocurría lo contrario: una mina sugerente provocaba perpetuamente a un main carácter para que, al final, nunca pasara realmente nada. Esa perpetua histeria esquizofrénica y negativa típica de los sketchs de Olmedo y trasladado de manera despareja y variada a productos como La Peluquería de Don Mateo o la más lograda Poné a Francella es la oposición más perfecta a la histeria programática y libidinal de las canciones de Babasónicos, en donde funciona como juego consciente o en donde siempre se termina garchando. Esto aparece de manera hermosa en los versos “yo pertenezco a cualquiera / no al que me pueda comprar”.

Las minas pre-Jessico eran más tipo Russ Meyer, como dice mi amigo Luis.

Un dato de mi memoria que es incomprobable: antes de que existiera altapendeja.com o casi al mismo tiempo que apareciera había un sitio que se llamaba Chetitas Lindas, o algo parecido. Tenía un template muy rústico destinado a mostrar una galería de fotos recolectadas de los gérmenes de redes sociales que había en ese momento (foros, blogs, etc.). A diferencia de Alta Pendeja, sin embargo, el criterio de selección era muy estricto; las fotos eran de chicas que ostentaban algún rasgo de poder adquisitivo. Tenían un uniforme de colegio privado inglés de zona norte o estaban en un yate o en el parque de su casa en Pilar. Las fotos se reproducían con el comentario de quien las había subido originalmente. Algo así como: “con las chiks navegando por el delta con papá!!”. El epígrafe de ese sitio, lo que se leía bajo el título cuando uno ingresaba al index era “bonita y acaudalada…”.

La sintonía casi automática que Jessico encontró con las secretísimas fantasías aspiracionales trash de las clases urbanas acomodadas es claramente la clave de su éxito comercial: ese laborioso prototipo de femme fatal, caprichosa, segura, inteligente, con intensa y atormentada vida interior, aparece formulado en Jessico justo en el momento en que ese tipo de modelos, con larga tradición pop, de Kris Munroe a Christina Onassis y Madonna,  es reclamado por toda una generación que, educada en el menemismo, está en condiciones de demandar una frivolidad no ya vacua e involuntaria –es decir, no ya como un defecto– sino propositiva e identitaria –como una virtud.

Esto es, específicamente, Cristina Fernandez de Kirchner.

Esta frivolidad aceptada, realmente existente, y orgullosa, se fue convirtiendo en el transcurso de la década kirchnerista en una verdadera marca de época, naciendo en el entramado de sociabilidad y entepreneurismo con sede en el barrio de Palermo y contaminando al discurso neomilitante de las agrupaciones que en sus reivindicaciones juvenilistas y sus fatuas apelaciones al amor y la alegría eliminaron parcialmente el sesgo culposo y trágico con que la actividad política era practicada hasta ese momento por los hijos de las clases medias.

Las minas de Jessico son sencillas, dulces, lánguidas, barriales.

4.

Jessico anunció ese crossover cultural antes que nadie y probablemente incluso contribuyó a su gestación, en un ejemplo de politicidad raro para el rock argentino, muy lejano a las experiencias triviales y confusas de los ’70 y las inocentes performances teatrales de los ’80.

Hoy, en 2012, los Babasónicos lanzaron una reedición de su clásico disco para festejar los 11 años de su nacimiento. Así, Jessico aparece en formato doble con canciones extras que constituyen una suerte de Lado B –como Babasónicos acostumbró a hacer a lo largo de su historia con otros discos también icónicos o no tanto. Esas canciones alternativas, editadas bajo el nombre de Carolo, fueron grabadas en el mismo momento que las originales pero descartadas del producto final y guardadas durante todo este tiempo.

Carolo tiene el calor, el ritmo, el tono reventado y romanticón de Jessico, y en este sentido es más que un mero disco de lados B, como lo son Vórtice Marxista, Vedette, Groncho o los más corrientes Luces y Mucho +. Porque si bien es cierto que no tiene el brillo del original –y mi sospecha es que es que tiene incluso un sabor más post-Jessico, como si los Babasónicos hubiesen separado aquellas canciones con criterio futurista– algunos temas están a la altura del mejor Dárgelos en la mejor cumbre de destrucción del modelo productivo.

El bolero pop, el género que Babasónicos deconstruyó por antonomasia, de Los Hippies, por ejemplo, es una canción de Lado A, aunque le falta quizás esa malicia picarezca con la que Dárgelos narra las historias de amor y desgracia. Pero la canción más interesante, al menos a efectos de esta lectura arbitraria que hacemos, es La Jotapé.

Si hubiese salido editada en Jessico, afirmar del disco que anticipa el espectro sentimental del posmenemismo hubiese sido obvio. Como es un Lado B, lanzado 11 años después, la canción se transforma en una especie de autocumplimiento de la vieja profecía de la reconstrucción de Babasónicos.

Tema dulzón y melódico, La Jotapé narra la historia de una piba romántica y fácil que cae en desgracia por ingenua. O sea: Dárgelos transforma una de las historias fetiche de la primera década del siglo (la de la JP) en una de esas minas típicas de sus canciones. En este sentido, La Jotapé es equivalente a Rubí o Soy Rock, a su manera. Sin embargo, en esta canción, ese personaje femenino aparece intensamente interceptado por el pasado, aunque no bajo la forma en que hasta ese momento había sido narrado, sino bajo el signo de su próxima transfiguración.

La Jotapé, entonces, anticipa una nueva sensibilidad con capacidad para, como ya mencionábamos, construir la frivolidad como signo de emancipación espiritual frente a los imperativos aplastantes de una política que ya no es sinónimo de gravedad, trascendencia e intervención, sino que comienza a ser entendida –comenzará a ser entendida, todavía tendremos que esperar un poco más para esto– como una cartografía sexual de la estructura burocrática. Y estas son las historias que Dárgelos mejor cuenta, ese punto en donde se yuxtapone erotismo y administración bajo la pátina de legitimidad cultural que otorga la astucia y los intereses creados.

5.

Ahora vayamos un poco a la historia, brevemente, para capturar la génesis de estos procesos.

Babasónicos se formó entre finales de los ’80 y los primeros años de los ’90, en el efímero tiempo que media entre el proceso hiperinflacionario y la Ley de Convertibilidad. A esa generación de bandas se las llamó “rock sónico”, una nomenclatura que no significaba realmente nada pero que sirvió para atar arbitrariamente un conjunto de sonidos que aparecieron como un intento deficiente de compensar la modernización desequilibrada de la Argentina de esos años. Este período de Babasónicos, que culmina con Miami en 1999, es el camino del aprendizaje, el encerar y pulir de la transnacionalización argentina, la reiteración sorda de los yeites del alto modernismo interceptados por el ethos del update cultural por la via de la importación. Es una etapa muerta, dominada por el interés fingido y anodino en las expresiones atávicas de la haute sub-culture, el coqueteo con la literatura, el cine, la plástica, la construcción de meta-discurso en referencia a otros lenguajes programáticos y artísticos, en fin.

La segunda es mucho más interesante; la narración virósica y anticipatoria del nuevo status cultural de la clase media que se recompondría tras la crisis y su top simbólico residualidad: los desclasados integrados, la anarcoburguesía de servicios. Esta etapa arranca con Jessico. Quizás también termina con Jessico.

Ahora bien, hay quienes intentan ver en el pasaje entre una y otra la clásica narrativa, por cierto hegemónica en el discurso lego sobre la música popular, que nos habla del camino hacia la derrota: el que parte en la inquietud, el coraje y la rebelión estética, política, musical, y finaliza en la domesticación de todos esos elementos por la imparable maquinaria del capitalismo. Por cierto que este pasaje es totalmente errado para el cien por ciento de las veces que se lo utiliza para explicar el derrotero de una banda de rock y es especialmente falso para Babasónicos, porque de hecho para Babasónicos lo que significa ese pasaje del capricho insubordinado y de nicho al hit de masas es realmente la incorporación de cierto tipo de awareness cultural, la captura de una intuición de época que, en el terreno de lo que llamaríamos realpolitik, los lleva a interpretar el espíritu de sus tiempos anticipándose a los cambios que traería a gran escala la crisis del 2001.

El mártir de la historia liberal que trazaron algunos fans de Babasónicos es Dj Peggyn que se retira de la banda al finalizar la grabación de Miami por “diferencias estéticas”. Este derrotero, que no nos importa, bien vale para ilustrar la manera en que, en momentos de extrema confusión cultural, muchas ideas conviven en pugna, con el objetivo específico de convertirse en dominante y definir en última instancia el “clima de época”.

El triunfo de una por sobre las otras no está nunca determinado de antemano y en general se da a favor de tradiciones perimidas y obsesionadas con el discurso del “gran arte” y del “gran artista” que, por haber dotado de sentido al momento mismo en que la práctica artística se consolida como un campo autónomo entre los siglos XVIII y XIX, procede con mayor fuerza por encontrarse cristalizada como sentido común.

Este sentido común es el de los lugares comunes de la crítica de rock, más allá de los intereses económicos que la sobredeterminan: la experimentación está bien. La experimentación debe ser sonora, poética, formal. La experimentación debe ser normalizable pero tan alejada a la narración de situaciones cotidianas como se pueda. Etcétera, etcétera.

Es en este sentido en el que Jessico es una obra novedosa porque lejos de interponer los atávicos musts del campo cultural supo acompañar la construcción estatal de una teodicea de la felicidad que encontraba su razón de ser en el consumo y, mucho más importante, en la buena conciencia respecto al consumo.

6.

Cierto es que, como dice un amigo que piensa estas cosas mejor que yo, Jessico es un disco propio de la modernidad kirchnerista más desde su circulación social que desde su programática musical. Sus letras, que son claramente pos 2001 pero prekirchneristas se encuentran dentro de un gap conceptual que, sin embargo, fue cerrándose progresivamente a través de las diversas reescrituras y reinterpretaciones del disco. Resuelto el desfasaje definitivamente en la edición de Carolo, sin embargo, la salvación llega tarde, diez años después, cuando la productividad cultural de la obra original es poco más que un pequeño eco en las estructuras emotivas de las nuevas subculturas emo y wachiturra, sofisticación a la vez que lumpenización de las nuevas tecnologías de la sociabilidad exhibicionista producidas por internet, que nacen en Pachá y terminan en el Tropitango, y los efectos culturales de latinoamericanización estética de la sociedad, que Babasónicos avizoraba desde la ironización festiva a la norteamericanización (en Miami), ya se consolidaron y ya están en condiciones de dar descendencia.

Por otra parte, es indudable que Jessico tuvo sus límites: la reivindicación de los sueños autonomistas del 2001 llevaron al disco a construir en muchos sentidos, aunque lateralmente, una suspensión de la política a través de la celebración festiva de la utopía química, berreta y antiestatal de la música electrónica, que por esos años guiaba la sentimentalidad de los trend setters porteños. Ese gesto es, naturalmente, un gesto atávico que anuda una zona de la pragmática babasónica a “lo viejo que no termina de morir” y nubla apenas su cierta capacidad de anticipar o producir “lo nuevo que no acaba de nacer”.

Camarín, la programática de Babasónicos sistematizada.

La trampa de Jessico, entonces, es esa especie de traducción o mudanza de ciertas experiencias o valores que se estaban dando en la época al nivel de la música electrónica al idioma siempre perverso e infantil del rock. Algo que Pablo Schanton había dicho para los Strokes, pero que Babasónicos hace más y mejor. Y la trampa, concretamente, radicó en que Jessico no supo percibir que esas experiencias encontraron su mayor productividad en los afluentes de los procesos de desinstrumentalización y anfetaminización de la cumbia post 2005 (y no, como podría haberse pensado, en la transmigración de la cumbia como epifenómeno de la recomposición de la clase media, algo que solo logró enunciar Zizek como minoritaria prolongación de esa sensibilidad de transición).

Jessico, entonces, quedó a mitad de camino: no habiéndose animado a enunciar completamente que el estándar cultural de la nueva década sería una adaptación más o menos mejorada de la batería simbólica de la latinoamérica groncha, miserabilista y heroica –aunque sí previéndolo parcialmente– apostó al sueño de la Buenos Aires cool, minimalista y limpia que las mejores mentes de esa generación imaginaron desde la pista transpirada del Big One en las épocas previas en que todavía no había cumplido su destino último, el de llenarse de negros/////PACO

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