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Por Sebastián Rodríguez Mora

Trabajo en un consultorio psicológico. Y psiquiátrico, agrego siempre después de una pausa dudosa, porque mi leve tartamudeo me impide articular consultoriopsicológicoypsiquiátrico. Entré acá huyendo de un empleo de vendedor de vinos por teléfono en el cual mis empleadores me veían en gris oscuro. Entre varios highlights de aquella relación: una charla de 10 minutos con León Rozitchner apenas un par de meses antes de morir –justo llamó para preguntar por uno de los gerentes que también había fallecido hacía un tiempo-, trabajar completamente borracho de whisky después de una capacitación de Johnnie Walker y que a nadie en la oficina le parezca llamativo, haber tenido la obra social habilitada sólo por tres meses dada la falta de aportes de la empresa. En este agosto que pasó presentaron la quiebra, mi abogada ya me avisó que hay esperanzas de cobrar algo por el juicio en botellas de vidrio. Vacías o con vinagre adentro. Como dije, trabajo en un consultorio psicológico y psiquiátrico, y ése es mi principal problema.

En las recepciones o mesas de entrada de cualquier dependencia u oficina puede palparse un estrato mínimo del infierno. A un lado u otro del mostrador, están los condenados o los punishers ejerciendo su función. Me gusta la idea de que a medida que fui ganando la capacidad de inmunizarme ante el sufrimiento ajeno –lo que se entiende por indolencia– soy capaz de cumplir con mis funciones mientras ejerzo una especie de justicia poética. No creo que tenga sentido extenderme sobre los modos de esa justicia, ya que cualquiera que haya intentado un trámite administrativo se habrá enfrentado al desafío de superar satisfactoriamente la recepción, ese núcleo aduanero del conocimiento administativo. A todos nos han cajoneado un formulario, perdido una historia clínica, salteado deliberadamente el turno, y todo por una descortesía mínima o un gesto de desinterés para con la/el infeliz sentado del otro lado. Ellos, nosotros, los del otro lado, sufrimos el desinterés y la indiferencia del que viene como una forma de discriminación, pero sólo en el sentido más romántico y telenovélico de la palabra durante los primeros tres meses de adaptación. Llegado el momento, el/la recepcionista encuentra su centro, ordena su desparramado amor propio y comienza la acción. La indolencia profesionaliza, el amor al odio encuentra su acequia.

Luego tenemos la realidad. Desde que entré a trabajar acá, no lloré nunca más, ni siquiera este año. Me separé. Mi tía se está tratando por cáncer y su hija, mi prima, sólo está en primer año de la secundaria. Dejé Puán sincerándome tras remar en el cemento armado de la dejadez. Me mudé solo, viviendo sin Internet dos semanas, sin pava un mes y sin mesa hasta ayer. Porque debo decirlo, era un llorón. No maricón, sensible. Emocionable por fuera de los cines, de llorar por el bla bla bla de estar en pareja, porque se murió mi perro de siempre, por mis ideales colisionando de frente con la dejadez académica antes descripta, etcétera. Casi lloro en la cuarta sesión de terapia, pero como es un consultorio medio desastre ni caja de pañuelos de papel había. Pareciera que el contacto con la tragedia cotidiana de los pacientes me impermeabilizó los lagrimales, al menos hasta el otro día.

Sandra me cuenta que el mes que viene cumple años y ya no tiene más papá. Llora como la niña de 52 años que es, y las lágrimas caen como barro porque se delinea furiosamente mientras babea el mostrador. Cristian viene a admisión con la peor psiquiatra del país y cuando su madre sobremedicada y violenta me alcanza desde el consultorio la orden de internación en Clínica Dharma –la misma que alojó a Charly García antes de convertirse en su propia marioneta grotesca- me pide que le explique qué le pasa, qué significa que lo tienen que internar, por qué no puede dejar de caminar de una punta a otra de la sala de espera. Ricardo llega otra vez dos días tarde a su turno pidiéndome que alguien lo atienda porque no puede dormir hace una semana, y yo huelo la meada en sus pantalones. Y así todos los días desde que entré acá, pero algo se habrá roto o quemado y no me di cuenta. En resumen, terminé frente al espejo del baño como las secretarias de Mad Men. Por suerte no me maquillo y tengo los ojos irritados todo el tiempo. La indolencia es una hermosa mentira que nos hace sentir más libres y sinceros en el mundo, pero cada tanto al mundo no le sale ser sutil y literario, entonces te tira con gas pimienta. La justicia poética me la puedo meter en el orto mientras voy actualizando el CV en ZonaJobs. Si saben de algo me avisan: disponibilidad full time, actitud proactiva, indolencia moderada ///PACO