«Yo estaba internado todavía, iba con un acompañante terapéutico al taller. Era un problema. Todos los martes me acompañaba desde San Isidro. Se quedaba en lo del esposo de Liliana. Una vez le faltó no sé qué. Le dije: “loco, no robés”. Lo devolvió y pidió perdón. Después me siguió acompañando y le siguieron dando confianza. Un día estaba muy podrido y le dije a Liliana que no iba a ir más. Liliana, esperó que se fueran todos y me dijo: “te voy a decir esto que nunca se lo dije a nadie y tampoco te lo voy a volver a decir a vos. Quizás vos seas fundamental para la literatura; yo no lo sé, pero te aseguro que la literatura es fundamental para vos. Si no venís, te vas a derrumbar”. Le hice caso y seguí yendo. Desde ese lugar empiezo cada día.»

Liliana es Liliana Heker y el que le hizo caso y siguió yendo para no derrumbarse, para vivir para contarla es Pablo Ramos, un tipo difícil, intenso, profundo, talentoso, francotirador, dueño de una de las voces más interesantes y necesarias de la literatura argentina. Con él estuve hablando en su casa de Paternal, rodeado de libros, guitarras y máquinas de escribir.

En algunas entrevistas dijiste que mucha gente quizás no vio la gran valorización de la palabra que hay en La ley de la ferocidad, que lo que termina salvando a Gabriel Reyes, esta especie de álter ego tuyo, son las palabras, ¿por qué creés que no se ve el trabajo que hay detrás de lo que escribís?

Acá hay un prejuicio grandísimo, aún en escritores amigos, y eso me hace reír y también aislar un poco. El hecho de que sea público que yo solamente tengo la primaria, hace que muchos que se autodenominan brillantes el uno con el otro y yo no los veo tan brillantes, no puedan ver lo que verdaderamente hay en lo que escribo. Detrás de historias muy fuertes hay un enorme ejercicio literario. Yo creo que la Ley de la ferocidad es una novela con una aventura del lenguaje como pocas. Y ése es el verdadero valor que tiene. De hecho, en cada historia mía se puede encontrar un lenguaje completamente diferente, como si yo fuera personas diferentes. De eso se trata el trabajo literario. No hace falta escribir sobre niños que se convierten en mariposas. Está bueno también, pero no es eso un ejercicio de la imaginación superior a imaginar una situación real e imaginarla de manera perfecta y ahondar en los sentimientos, en las intenciones, los secretos y las reservas de los personajes. Igual, no importa que ellos no lo puedan ver porque lo pueden ver muchos lectores, y lo puedo ver yo para poder seguir escribiendo cada vez mejor. Escribir cada vez mejor significa entender cada vez más profundamente qué quiero con la escritura. Con En cinco minutos levántate María lo encontré un poco más. Ahí directamente me tuve que correr de cualquier autorreferencia directa porque es un personaje completamente distinto a mí. Y con este libro, todas esas personas que tienen ese prejuicio quedaron asombradas. Pero ese asombro a mí no me dio felicidad porque en realidad es como si ellos pensaran que yo no podía escribir nada que no fuera cercano a mí. No lo tomo como un halago sino más bien como que son cortos de vista.

Volviendo a la salvación y las palabras, ¿te acordás en qué momento sentiste que podías elegir este otro camino lleno de libros y letras?

Sí, me acuerdo perfectamente. Fue cuando entré en el taller de Abelardo Castillo.

Me refiero a antes que eso, porque me imagino que antes de empezar a escribir, primero te salvó la palabra ajena, las palabras de otros escritores, ¿no?

La lectura de alguna manera me salvaba pero no tanto como la escritura. Porque en eso que dice Santa Teresa “las palabras llevan a las acciones, alistan el alma, la ordenan y la mueven hacia la ternura”, se refiere a la palabra escrita. Yo empecé a ordenar, cuando empecé a escribir, cuando pude escribir desordenadamente lo que pensaba que era algo ordenado y pude ver que eso era un caos y que era el reflejo de mi vida. Entonces, cuando escribí el segundo borrador de ese caos y lo organicé, sin darme cuenta, empecé a organizar mi vida. Como si al corregir un texto, me fuese corrigiendo yo. En mi manera de escribir eso es un paso fundamental. Yo me corrijo para corregir un texto. Quizás a la persona que le debo una palabra ajena es a Mario, un tipo de Alcohólicos Anónimos que conocí cuando estuve en la cárcel de Caseros. Sus palabras no sólo me ayudaron sino que me incitaron a escribir. Alguna vez lo conté en mi blog. Yo le hinchaba tanto las bolas a Mario que él me decía: “no me lo contés, escribilo porque no te aguanto más”. Y con esto, creo que él lejos de querer sacarme de encima, confiaba que al escribir yo iba a ordenarme. Yo estoy convencido de que los psicólogos tendrían mucho menos trabajo si la gente llevara un diario personal en el que poder ordenar todo lo que hace. Ver qué cosa mereció hacerse y qué cosa uno no hizo. Leerlo y ver que no es tan grave; mañana puedo empezar y ser más ordenado. Inclusive si uno se anima podría escribir el diario de mañana, yo durante mucho tiempo llevé el diario de mañana. Es loco pero yo me anotaba lo que iba a hacer, exactamente todo. “Me levanté a las ocho, desayuné, llamé a mi hijo. Leí por lo menos veinte páginas de un libro. Escribí por lo menos media página”. Después intentaba parecerme al del diario. Tiempo después leí a Carson McCullers que dijo “todo lo que escribo me pasó o me va a pasar”. Uno tiene la posibilidad de convertir a la máquina de escribir en la máquina del tiempo. En dar un paso hacia adelante. Empezás escribiendo lo que te pasó, después escribís lo que te va a pasar y al final lo que te va a pasar como si te hubiera pasado y ahí ya estás en un lugar alucinante.

Abelardo Castillo, que es uno de tus maestros, siempre habla de la literatura como una especie de destino, no como un oficio o una vocación, ¿estás de acuerdo con esa concepción de la literatura?

Sí, estoy de acuerdo con casi todo lo que dice Abelardo. Para mí hoy es el intelectual vivo más brillante que tiene Latinoamérica. La literatura es un destino y a mí me encontró más que yo encontrarla a ella. Abelardo también dice que no se corrige texto, se corrige persona y se corrige moralmente. Yo soy un escritor moral, mis textos son plenamente morales porque creo que la vida es una aventura moral y la literatura es un reflejo de la vida.

Siguiendo con otras ideas de Abelardo Castillo, él dijo que preguntarle a un escritor cuándo escribe es obligarlo a mentir, ¿vos también tenés esa relación culposa con la literatura? ¿sentís que escribís menos de lo que podrías?

Sí, nunca escribo. Ahora estaba por escribir y me fui a ver un partido de fútbol. Siempre postergo, esquivo. Es igual de tortuosa mi relación con la escritura pero creo que tiene que ver con todo lo interior que necesito que cuadre, que cuaje y que no sé bien qué es, qué falta. Nunca es el momento adecuado para escribir. Pero por otro lado, siento que también uno está escribiendo todo el tiempo. De la misma manera que no escribo nunca, escribo todo el tiempo porque mi vida es sólo esto. Me paso semanas enteras en esta casa. Quizás salgo una vez por semana a la calle. Voy al Chino, que lo tengo al lado y no mucho más. Después estoy todo el tiempo rodeado de papeles, de máquinas de escribir, de computadoras, de libros y todo el tiempo planeando. Yo creo, y esto es algo que también dijo Abelardo, tanto el mejor escritor como el peor escriben de la misma manera: como pueden y cuando pueden.

En una entrevista que diste decís una frase bastante peronista, decís que preferís estar del lado de los que hacen, que del lado de los que critican, ¿cuál es tu relación con la crítica, pero no con la especializada, sino con la de la gente que realmente te importa?

Con ellos la relación es bárbara. Son mis lectores de confianza y me hacen una crítica como la del taller. Es un crítica dada desde el amor, desde la confianza en lo que estoy haciendo y desde la más absoluta despersonalización. En cambio, en la crítica especializada, el crítico quiere escribir con la sangre del escritor. Es una rata por eso. Abelardo Castillo también dice “si no amás a la literatura, no escribas, pero por favor no seas crítico”. Hablo de los críticos que no aman a la literatura. Yo igual los saludo y los careteo. Yo tengo una crítica de La ley de la ferocidad en la que una periodista dijo que la escena de las palomas era un “kiss literario”. A eso después le agregaba que yo escribía bien, que estaba excelentemente redactada, como lavando la culpa porque tenía que decir algo. Pero a veces es mejor mojar la pluma en tu propia sangre. La letra sale más apretada y quizás hay más riesgo, pero mojar la pluma en la sangre de los demás es bastante impune. Esa crítica de la que te hablo, salió en Ñ. Fue muy gracioso pero no lo tomé a mal porque para eso no publico. Era genial porque la gente me decía “che, que buena la crítica en Ñ” y yo decía “no, si me da con un caño”. Pero eso no lo leía nadie, todos veían la foto enorme que estaba arriba del texto. Es una pena porque es hasta ahí donde llegan. No pueden ni hacer que lean lo que escribieron porque las palabras son impotentes. El texto no significa nada, el texto es una cascarita sutil que flota en el contexto. El mar es el contexto. En ese contexto de no sentir nada, tu texto puede ser perfecto, pero una cascarita perfecta y una cascarita imperfecta flotando en el mar quién la puede diferenciar. La diferencia es el mar, no la cascarita.

Una vez yo estaba en San Juan dando un taller y me mandé una cosa muy soberbia. Yo no suelo ser soberbio, pero lo soy. Lo contengo, pero esa vez no pude porque los talleristas eran muy insoportables. Todo el tiempo desconfiando y yo no lo puedo entender porque yo no fui a su taller, ellos vinieron al mío. Yo me pregunto, si vos me leíste y golpeaste la puerta de mi casa, ¿no merezco al menos que me escuches? En esos días, como estaba muy cansado, lo único que pedí es que no me fueran a molestar al hotel desde las dos hasta las seis que yo me lo tomaba para escribir, antes de ir a dar el taller. Pero un pibe, el más insoportable, vino igual. Entonces, yo que ya estaba re podrido, le dije: “Hacé una cosa. Agarrá una hoja, ponela en la máquina y escribí en el medio de la página la palabra mierda”. El flaco la escribe. Saco la hoja. Pongo una hoja yo, voy al medio de la página y escribo mierda. Saco la hoja y pongo una hoja al lado de la otra y le digo la mía es literatura y la tuya no. El flaco me puteó, me dijo de todo, que quién me creía que era. Yo lo dejé descargar y después le dije: ¿por qué escribiste la palabra mierda? Porque vos me lo pediste, me responde el pibe. ¿Y en qué pensabas? En nada, me dice. Bueno, entonces sabés qué lejos que está tu palabra de esa cosa amarilla, líquida, que sale hasta de las orejas de una persona cuando la muelen a palos en un calabozo de castigo. La palabra mierda no huele a mierda. La palabra amor no ama a nadie. La palabra dolor no duele. Las palabras quieren decir o significan, sino el arte del escritor consistiría sólo en redactar bien y todos harían libros como los de Alan Pauls. Como “Historia del pelo” y todo eso, que pueden estar bien redactados, aunque ni eso, y por más bien redactados que estén, como decía Quique Fogwill, no le mueven un pelo a nadie. Lo que hay que entender es que la literatura es para una minoría y que esa minoría vale la pena. Es como un sentimiento muy menor el que uno tiene a la hora de escribir. Una intención de eternidad, de gloria, que conecta con un puñado de gente, que cuando los conozco, son todos mejores que yo. Eso en algún punto, habla bien de mí.

Cuando te sentás a escribir, ¿pensás en esa gente?

Sí, pienso. Mi libro El camino de la luna iba a tener más cuentos que no eran del universo del libro. Entonces mi editora me dijo que ella los dejaría para otro libro. Pero yo le dije que los libros están muy caros y la gente quiere leer cuentos míos. Cuando le dije eso casi me mata. Cómo no voy a pensar en los que me leen si son ellos los que me están permitiendo tener confianza para llevar adelante una vida, que no es difícil, porque estoy muy bien desde que me dedico sólo a escribir, pero que por momentos es muy dura, que no es lo mismo que difícil.

En referencia a la crítica, antes te nombraba una frase tuya bastante peronista. Es muy gracioso cómo fue tu primer contacto con el peronismo.

Sí, mi viejo tuvo mucho que ver en eso. Un día en la escuela, estaba en quinto grado y por primera vez escuché la palabra peronista. Entonces, apenas llegue a mi casa, le pregunté a mi viejo: papá, ¿qué es peronista? Y él me respondió: “lo que vas a ser de acá hasta que te mueras, si no querés que te rompa el culo a patadas”. Una buena forma de adoctrinamiento. Pero después me afilié al Partido Obrero. Fundé el local de Avellaneda, milité cuatro años. Estudié El capital, la historia de la revolución rusa, Los diez días que conmovieron al mundo, Lenin, Teoría de la revolución permanente, me morfé a Trotski, que me encanta como escribe. Un día le quise explicar a mi papá y él me dijo, yo tengo una sola ideología “ahí donde hay una necesidad nace un derecho, Eva Perón”. Eso me quedó para siempre. No hace falta estudiar nada más, entra todo en esa frase. Claro, el peronismo tiene un líder fascista y la izquierda nunca lo entendió porque ese detalle es duro. Pero en excusa de ese detalle se volvieron “gorilas” y descreyeron de todo el movimiento obrero que significó, todos los logros que significó y terminaron en una teoría que es “cuanto peor, mejor”, que es la teoría que hoy tiene el trotskismo argentino. A mí me da esa sensación cuando los escucho. Hoy, quizás por mi edad, pienso que el mientras tanto a mí me importa porque mientras tanto, por ahí se me fue la vida.

Con respecto a los talleres, vos que tenés experiencia desde los dos lados, porque primero fuiste alumno de Liliana Heker y de Abelardo Castillo y ahora tenés tu propio taller, ¿pensás que los talleres realmente pueden incidir en la formación de un escritor?

La verdad no. Los míos inciden mucho en la formación de las personas. “La exactitud fundamental del aserto es la única moralidad de escribirlo”, dice Ezra Pound. Yo hablo mucho de la moral del lenguaje. Existe una moral del lenguaje. Yo creo que en el constante leer lo que uno escribió, tiene que encontrar lo que quiere escribir. En el constante leer lo que quiso escribir, tiene que encontrar lo que debe escribir. Lo que debe escribir es en función a la historia. Todo el tiempo en mis talleres se forma un espíritu crítico. Se entiende que la literatura debe ser un hecho colectivo, que hay que tener lectores de confianza, críticos. Es un hecho colectivo porque a la vez se nutre de otras literaturas. Mi cuento “En un cuaderno de hojas lisas” es la escritura de “La cura” de Cheever. Yo no podía más con ese cuento y pensaba en dejar de escribir, pero Abelardo me dijo “escribilo otra vez” y escribí ese cuento. De hecho es un homenaje a Cheever, cuando digo “quizás esta sea la nueva cura que reemplaza el arrojar huevos a la calle”. Y con lo de arrojar huevos, se tiende a pensar que en mis libros se pueden encontrar detalles de mi vida privada, pero muchas veces es muy ignorante la crítica con respecto a lo que es el proceso de creación, parece que ni leyeron a Sartre o no se acuerdan. Es la esencia espiritual de lo vivido, eso es lo digno de ser narrado. Si hay una idea reparadora de la salud, tiene que ver con romper. Yo creo en romper todo, guitarra, casa, platos. Yo rompo las cosas, y qué cosa puede ser más frágil que un huevo. Entonces, yo me dije qué hermoso, ¿no? Nunca lo hice, porque de haberlo hecho no lo hubiese podido escribir. Porque la sensación es escribir lo que debe ser. De ahí salió la idea de los huevos. Es un poco lo que decía Sartre, “un escritor dinamita su vida y construye con los escombros de su biografía los ladrillos de su literatura”.

¿Te molesta que muchas veces se crea que toda literatura autobiográfica tiene que ver con cierta falta de imaginación del autor?

Primero que autobiográfico es un término que está mal. Mi biografía no es esa, en todo caso es autorreferencial. Yo creo que la gran literatura está hecha de eso. Inclusive lo mejor de Borges. “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Y el tipo era ciego y trabaja en la Biblioteca Nacional, está claro que es autobiográfico el poema. Para mí hay que tener mucha más imaginación para ser Bukowski que para ser Tolkien, te lo aseguro. “Alguna gente es joven y nada más / alguna gente es vieja y nada más / Y alguna gente está en el medio / sólo en el medio”. Para escribir “Nota sobre la construcción de las masas” hay que tener más imaginación que para escribir “El Señor de los Anillos”, que está bueno, pero que es la mitología de todos los días, donde los lindos son eternos y buenos y los feos son negros y vienen en elefante. Tolkien le tenía miedo a los musulmanes. Era uno de los siete escritores católicos, pero parece que ahí no quieren ver el racismo ni el fascismo. En Perón es más fácil porque se ponía un uniforme, éste agarraba una lapicera. Pero si ves lo que atacan, son unas hordas de musulmanes salvajes. Eso es terrible y no es una imaginación muy superior. Aparte en un contexto así, yo traigo un personaje que salta y atraviesa la reja y nadie se sorprende. Ahora si Gabriel Reyes salta y atraviesa una reja van a pensar que se tomó un ácido. Al estar anclada en el mundo real, que parafraseando otra vez a Castillo “hay muchos mundos reales”, uno está jugando con reglas que conocen todos, entonces la imaginación debe ser perfecta.

Recién nombrabas a Bukowski, ¿cuánto pensás que pesa a la hora de leer a un escritor, el mito o la figura que se construye detrás del escritor?

Creo que de alguna manera soy más jodido de lo que parezco. En algunos reportajes, cuando sale un libro, digo cosas que me voy guardando para que influyan en la lectura. Un periodista de Página 12 se dio cuenta de eso, de qué manera también con lo que digo construyo mi obra. Yo estoy construyendo mi obra todo el tiempo. Cuando camino, cuando hablo, cuando respondo un reportaje estoy construyendo algo que me obsesiona. Porque construyo mi obra alrededor de mí, no la construyo sólo en un papel y hacia adelante. Construyo capas y capas de algo que se solidifica y hacen una pelota cada vez más grande. Llega un momento que estoy perdido ahí adentro y no sé ni quién soy yo. Eso está bueno para escribir una novela. No puedo llegar a mi casa y poner en la perilla novela y listo, porque lo que voy a escribir es una mala novela. En cambio en mi forma de trabajar, mi casa se transforma en la novela. Como la casa es grande, elijo lugares distintos para escribir. Tengo un colchón al lado de la máquina de escribir porque por más que mi habitación esté arriba, no son pocas las noches que necesito tirarme una hora, levantarme y seguir escribiendo. Me preguntan si voy a comer algo y yo sigo acá, siempre escribiendo. Mi literatura es una literatura física, la vivo con el cuerpo. Porque además de construir mi obra, quiero traer algo a la literatura. Yo creo que renové algunos votos que se creían viejos porque lo que escribo no aburre y también profundiza. No hace falta un diccionario para leerlo, lo que hace falta es detenerse. Muchas veces me dijeron: “leí La ley de la ferocidad en una semana, pero la hubiera leído en un día si no hubiera tenido que parar y cerrar el libro, tirarlo a un costado porque ya no aguantaba más”. Qué loco generar esa relación física con el libro, con el objeto.

En “La ley de la ferocidad”, el padre de Gabriel Reyes le dice que es él, el propio Gabriel, el que va a necesitar contar su historia, ¿alguna vez pensaste cómo hubiera recibido, cómo hubiera leído la historia tu padre?

Es algo que pienso mucho, pero no sé cómo lo hubiera tomado. Mi madre me dio una respuesta aproximada. A mí la lectura familiar de mi literatura me preocupa y ella que es una gran lectora, cuando leyó “La ley de la ferocidad” me dijo, “me sentí en muchas páginas y es lo mejor que escribiste hasta ahora”. Quizás mi viejo hubiera entendido lo que él quería entender, como los lectores de la crítica de Ñ. De alguna manera él está adentro de la novela con la historia de Rojitas, la única historia que me contó él de verdad. Ahí está su manera de hablar. Después mi mamá me dijo algo que para mí fue genial, me dijo que me quedara tranquilo porque sólo una persona que amaba mucho a su padre podía escribir ese libro.

¿Pensás que podrías haber escrito “La ley de la ferocidad” con tu padre vivo o fue necesario que él muriera para que lo escribas?

Sí, porque la historia no hubiera estado terminada con él. Si mi viejo hubiera estado vivo, hubiera tenido la oportunidad no de sentarme a escribir un libro, sino de hacer algo más práctico y amigarme con él, que igual lo hice. Esta casa la arregló mi papá y dos meses antes de que se muriera estábamos muy bien. Lo del asado que nunca se hizo para inaugurar la casa es verdad. Volviendo a lo que me preguntabas, claro que no lo hubiera escrito con mi padre vivo porque como dice Borges hace falta tener el tema cerrado en la vida y que pase cierta distancia, cierto tiempo para que uno pueda ver con perspectiva. Si hubiera tenido las cosas encima ni siquiera hubiera sentido la necesidad de escribir, hubiera intentado acercarme a él para tratar de torcer esa vida tan desencontrada que tuvimos los dos. Tanto tiempo para dos meses de encuentro y que se muera. Por eso todavía sigo con el tema. “En cinco minutos levántate María” también es un libro sobre el padre porque con mi mamá no tengo ese conflicto. Mi mamá es todo en mi vida, no quiero ni pensar que un día me falte mi mamá. Cuando murió la mamá de Maradona yo pensé qué terrible, ¿no? Yo me siento muy afín a Maradona en el sentido de haber sido tan adicto, en esa necesidad tan interior de ser querido, de ser reconocido por el hecho de ser mirado. Creo que esa mirada que me negó mi padre, esa falta de reconocimiento me convirtió en este escritor. La falencia me convierte en escritor, no la virtud; la virtud por ahí te hace buen matemático. Cuando Guillermo Martínez se olvidó de las falencias, empezó a escribir esos libros perfectos pero que no dicen nada. Después de haber escrito “Acerca de Roderer” o “Infierno grande” se pone a escribir las huevadas policiales que escribe ahora. El anarquista Rafael Barrett dijo “la palabra es un arma” y yo quiero mantener esa arma cargada y limpia.

Hablando de Maradona, seguramente recordarás el video en el que a un Maradona muy chico le preguntaban cuál era su sueño. Si hiciéramos un juego similar y a Gabriel Reyes le preguntáramos de cuál de los dos Gabrieles estaría más orgulloso, del empresario exitoso o del que pateó el tablero para dedicarse a escribir, ¿qué respondería?

Yo creo que Gabriel estaría dolido porque si bien protesta mucho contra el padre, hizo poco para comprenderlo. Después supongo que estaría más orgulloso de la persona que en el momento más menemista, más consumista, más en la cumbre y sin importarle nada, sin medir riesgos, le da un giro total a su vida y se dedica a entender para qué vino al mundo y hacia dónde va. Creo que sin lugar a dudas, estaría orgulloso del que se transforma en escritor. Sería el adulto antiadulto, no ese adulto que lo defraudó tanto. Fijate que el gran defecto de Gabriel desde chico es la sinceridad; nunca tiene filtro y eso tiene un precio muy grande, que es la soledad. La sinceridad para decir lo que pensás, aún a riesgo de que no lo puedas argumentar, porque a veces es sólo una convicción. A veces hay personas que hacen la secundaria y logran aprender, pero hay otras que salen bien entrenadas solas para derrumbar argumentos con otros argumentos. Pero para derrumbar una vida, hay que arriesgar la propia. Hay cosas que yo no puedo argumentar pero sé que son así y voy para ese lado, temiendo, sospechando y gastando energías en algo que puede no darme ningún fruto o puede darme el fruto equivocado. Sin embargo, creo que eso es lo que hace Gabriel. Cuando Gabriel deja todo, vuelve a esa esencia. Gabriel había dicho “yo me sentía orgulloso de ese padre que pensaba que mejor era morirse”, porque la muerte no es lo contrario de la vida: vivir como un muerto es lo contrario de la vida. El tipo que vive adentro de un shopping, con la tarjeta y va a al trabajo, es una gallina, en una jaula con una luz encendida. Y mira y cree que es un bello sol y piensa qué bien que estoy, qué jaulita tan cómoda con esta comidita, esta agüita y este solcito las veinticuatro horas. Piensa: esto sí que es vida y a los dos meses se lo comen al horno con papas. Entonces, por ahí la gallina o el gallo que vive afuera, picoteado, flaco, a riesgo de los depredadores, a riesgo de no encontrar un día de sol, pero el día que lo encuentra es de verdad.

Antes hablabas de la infancia de Gabriel Reyes, tu álter ego. Fabián Casas dice que la infancia es la etapa en la que uno carga combustible y después no vuelve a cargar nunca más y que de la calidad de ese combustible depende el tipo de persona que vas a ser cuando las papas quemen. En tu literatura, ¿qué lugar ocupa la infancia?

Yo creo que es la fuente de todo. Lo dice Rilke también en la Carta a un joven poeta. Ahí está todo, las cosas que te importaban y las que no. Están las respuestas de cuando vos pensás que no sabés. Yo me escribí una frase en el estudio en el que escribí La ley de la ferocidad que dice “qué fingís no saber” y mientras escribía, la miraba todo el tiempo. Porque cualquier cosa que yo finjo no saber o me hago el desentendido, voy a la infancia y encuentro lo que ya sé. Ahí ya lo entendí todo. Yo creo que el mejor combustible que uno puede cargar es un combustible de infancia perpetua, tener siempre ante la vida y ante la gente una mirada de chico, de asombro. La infancia es un lugar sin historia previa, es el sólo por hoy. Yo creo que ahí está la fuente de todo.

Además de literatura, después de hacer el disco con Gabo Ferro, volviste a hacer música, ¿Qué te da la música, que no te da la literatura?

Los sueños de la infancia. Yo quiero ser estrella de rock, siempre quise ser eso. Como dice Paul Auster, que él sigue jugando al baseball, porque eso le recuerda los sueños de la infancia. A mí la música me recuerda y me trae vivos los sueños de la infancia. Ahora que volví a componer, me acuerdo que yo antes componía una canción por día y me pregunto por qué dejé de hacerlo. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Lo que me dé plata? ¿Tengo que ser el mejor? No, tengo que escribir una canción hoy, con tres acordes y tocar todos los días. Entonces, empecé a sacar los instrumentos, las cosas arrumbadas, el cuatro, la guitarra y la trompeta, que toco bastante bien. Tengo que tocar, que la vida se va. Si no hago esto, ¿qué voy a hacer?///PACO