I.
Una aplicación que permite avejentar nuestros rostros (no mostrarnos cómo seremos de ancianos, como varios usuarios la promocionaban) ha sido el último ejemplo de frenesí digital viralizado. Fotos, cientos de fotos, se acumulaban en los feed de cualquier red social mostrando los rostros de aquellos conocidos, y de aquellos no tanto, luciendo como si tuvieran 20, 30 o 40 años más, según el deterioro presente. La aplicación se llama FaceApp y según pudimos saber muy rápido fue fundada por un ruso, un tal Yaroslav Goncharov. El juego fue rápido, esperable, primero millones de personas aplicaron el filtro sobre sí mismos, luego sobre el rostros de amigos, famosos, figuras históricas, algunos, incluso, sobre las caras de aquellos que han partido, luego llegaron los memes con Mirtha Legrand, capas de vejez sobre la vejez, para crear un monstruo mítico, grotesco.
En el éxtasis del chiste llegó la paranoia: alguien leyó los términos y condiciones de la app. Según el contrato de uso FaceApp puede compartir el contenido del usuario y su información con empresas que legalmente forman parte del mismo grupo de empresas que la app. A la par de que los usuarios otorgan una «licencia perpetua, irrevocable, no exclusiva, sin royalties, totalmente pagada y con licencia transferible» para «usar, reproducir, modificar, adaptar, publicar, traducir, crear trabajos derivados, distribuir, realizar públicamente y mostrar» los resultados obtenidos. Alguien googleó a la par “datos biométricos” y divulgó la preocupación de que FaceApp iba a hacerse con la base de datos faciales más grande del mundo. Otro descubrió, en simultáneo, que las apps gratuitas, aquellas que extraen datos, se pagan, justamente, con nuestros datos. De la paranoia llegó, otra vez, la burla. Algunos, varios, ironizaron sobre a quién podía importarle el rostro de Mabel de Mataderos, o de Miguel de Tigre. Querían golpear el ego de la paranoia. Todos hacían lo mismo: tuitear, es decir, generar datos. Una ironía sobre la ironía.
II.
Datos. Datos. Datos. Una palabra que se está usando mucho, gastando, perdiendo sentido. “Quieren mis datos”, “Plataformas de extracción de datos”, se repiten en publicaciones y redes. Sin embargo, ambas habilitan un corrimiento para pensar el sentido de lo que entregamos a las plataformas y repensar qué nos devuelven. A la par nacen nuevas carreras, maestrías, trabajos, disciplinas: Data Mining, Data Science, etc. Al parecer a los datos hay que extraerlos, minarlos. Curiosa forma de verlo si consideramos que su origen etimológico viene del latín «datum», sustantivación del participio de dare, es decir, “dar”. Una traducción podría ser “lo dado”, “lo proporcionado”. Entonces un dato es algo dado. ¿Por quién? Por nosotros. Todos. ¿A quién? A las plataformas, los Estados y cualquiera capaz de recibirlos. ¿Se puede, entonces, extraer, minar, lo que es dado? ¿Deberíamos llamarlas, mejor, “Plataformas de recepción de datos”? ¿Podemos preocuparnos nosotros, los usuarios, de que quieran aquello que ya hemos dado? El dato nace, se vuelve sí mismo, se funda, en esa transacción, en el gesto del usuario de darlo y la voluntad de la plataforma de recibirlo.

Pero todos sabemos que esto es una transacción. El usuario espera algo a cambio. Poder verse avejentado, videos pornográficos, poder ver las fotos de sus nietos, poder conocer a alguien, etc. Lo interesante es que el input, lo que el usuario da, el dato, es, a la vez, el funcionamiento mismo de lo que desea recibir. Poner un like para indicar una intención sexual, es uno de los datos que la plataforma espera recibir. Activar la geolocalización para poder googlear qué colectivo me tomo es el pago por ese servicio. Otra vez, la transacción es el dato. Por lo tanto, la ironía de minimizar el valor de la cara de Mabel o de Miguel, es decir, el de subestimar la importancia de esos datos es, por lo menos, ingenuo. ¿Cómo no voy a pensar que mis datos son importantes si con ellos estoy pagando, incluso, escribir este artículo en un procesador de texto de Google? ¿Acaso no valoran el dinero con el que pagan los servicios y productos cada vez más caros que hay en este país?
III.
Las plataformas nacen y mueren y aunque lo cierto es que en este caso la sospecha parece más fundada en el hecho de que el fundador sea ruso (aunque la empresa está radicada en Estados Unidos), Facebook siempre parece ganar. ¿Podría explicarse el fracaso de Google+, Snapchat, Vine, entre algunos, como el hecho de haber llegado tarde al festín de los datos? ¿Nos costará tanto a los usuarios abandonar Facebook, Instagram, Whatsapp y Twitter porque ya no nos queda mucho para dar? ¿Adónde vamos a ir a empezar de cero? ¿Dependerá de eso el éxito viral de FaceApp? ¿De haber encontrado en nuestros rostros un recurso que no habíamos entregado enteramente? ¿La próxima plataforma exitosa será aquella que nos seduzca y permita filtrar nuestras manos o nuestros genitales? Quién sabe. Patricio Erb planteó hace unas semanas en Revista Paco que las redes sociales son las nuevas villas miserias. Me permito agregar una razón: son los espacios por donde deambulamos casi vacíos, exprimidos, digitalizados, medidos, cuantificados, con poco más para dar.////PACO