por Mariano Abrevaya Dios (@matupandeiro)

Aquel domingo su madre me lo trajo a las cuatro de la tarde en la camioneta Civic de su novio. Julián tenía seis años, había empezado primer grado hacía menos de un mes, y por esos días parecía drogado. No había manera de que se quedase quieto. Yo no tenía ganas de ir a ninguna parte, ni de estar con él. Me había acostado con los pulmones infectados de tabaco, el estómago revuelto por el fernet, y una irritación todavía más tóxica porque en la fiesta de la noche anterior no me había animado a seducir a Catalina, una amiga de un conocido. Ahora lo tenía a mi hijo saltando sobre la cama, a los gritos. No importaba el Fútbol para Todos, la merienda con sus vainillas preferidas, o la lapicera Parker que le había comprado en el tren. Está bien, me resigné, dejá de saltar y vamos. Me puse la remera del Flamengo, los pantalones cortos y las zapatillas. Él agarró una pelota. No tuvimos que tomar colectivo, ni tren, porque el Parque Saavedra quedaba a cuatro cuadras de casa.

En la calle Roque Pérez Julián me preguntó por la pelota pinchada. Me maldije en silencio. La había comprado dos meses atrás en Rivermanía y era la mejor que teníamos. Una réplica de la pelota Adidas con motivos azules y celestes que se usaba en el torneo de primera división. El fin de semana anterior se nos había pinchado y yo le había prometido que durante la semana me ocuparía de llevarla  a la gomería de la avenida Balbín. Pero me había olvidado. Mirándole los ojos claros que heredó de su madre, le dije que no había tenido tiempo. Julián se puso a picar la pelota contra las baldosas de la vereda. Tengo una idea, contraataqué: vamos a ver al zapatero de la feria.

La media sombra de color azul que coronaba los dos pasillos de la feria amortiguaba los rallos del sol. Pero también condensaba el calor como si estuviésemos dentro de un micro ondas. Me comprás una remera del Chelsea, papi, me pidió él, tironeándome del brazo. No, Juli. Vamos a ver al zapatero, insistí, distraído con las enormes bombachas blancas con volados que ofrecía en su puesto una señora que llevaba un cigarrillo barato colgado de los labios. Buscando al zapatero fuimos hasta el fondo del pasillo, y doblamos en dirección contraria. Desde algún lugar llegó el aroma de un sahumerio de vainilla. Avanzábamos a los empujones, mientras Julián picaba la pelota una y otra vez contra el pavimento caliente. Le pegué un grito. Sentí dolor en un pulmón. Mientras me juraba que no iba a volver a fumar tanto, divisé al zapatero. Disculpe, Don, ¿arregla pelotas de fútbol? Depende, dijo. Era un hombre del altiplano. Cejas muy frondosas y el pelo duro, muy negro. Estaba sentado sobre un banco de madera, y vestía un delantal de jean lleno de lamparones de grasa. Es una Jabulani, dije. Como pareció no entender, agregué: una de las pelotas que se usan en el fútbol profesional. No, esas no, contestó, levantado apenas la mirada. Su herramienta de trabajo era una vieja y maciza máquina de coser de color ocre. A su derecha había dos cestos de mimbre llenos de calzados. Si es una de esas, sí, dijo, apuntando la pera hacia la pelota que Julián tenía en las manos. Por qué no se pueden arreglar las nuevas, quise saber. Julián no le sacaba los ojos al botín que asomaba entre unos zapatos de mujer de cuero marrón muy gastado y unas botas de lluvia. Porque las nuevas son de sintético y no se pueden volver a coser, dijo el hombre. ¿Escuchaste?, le dije a Julián. Quiero esos botines, pá, respondió.

Fuimos hacia el enorme pino donde siempre armábamos nuestra canchita. Todavía no había terminado marzo, no era un fin de semana largo, pero el parque parecía un hormiguero. Había muchas personas desparramadas sobre las reposeras con lentes oscuros para amortiguar el sol, leyendo Clarín. Otros estaban tirados sobre las lonas, o sentados en el pasto, tomando mate, o cerveza. Esa parte oeste del parque era de las más abiertas y cuidadas. En la semana, cuando iba a correr por la mañana después de dejar a mi hijo en la escuela, me quedaba varios minutos disfrutando de la imagen que se armaba en el horizonte con las cortinas de agua que escupían los regadores.

De pronto vi que uno de los hombres de dos matrimonios que habían armado un picnic sobre unas lonas junto a sus hijas, al pie de una columna de luz, tenía puesta una remera de Argentinos Juniors. Raro, pensé. Los pibes de Platense podían tomarlo como un insulto y una provocación. Estaban a unos cincuenta metros de distancia, alrededor de sus motitos de 125 cilindradas. Vestidos con pantalones, remeras y buzos del club, siempre se hacían notar en esa zona verde que linda con los terrenos de la Asociación Civil “San Patricio”. Volví a mirar a los matrimonios del picnic. Por un instante tuve el deseo de prevenirlos.

En el camino hacia nuestro árbol nos cruzamos con varias parejas que llevaban a sus bebes dentro de sus cochecitos, o a señoras que paseaban a sus caniches blancos con correas elásticas que se estiraban como un chicle. También a varios nenes que corrían detrás de una pelota, o que jugaban debajo de una mesas de cemento que había al costado de un puñado de árboles. Algunos de los dueños de los perros que nos pasaban por los costados llevaban una bolsita de supermercado anudada entre los dedos de la mano. A nuestra izquierda, cerca de una despensa tradicional de la calle Roque Pérez, se estaba jugando un partido de fútbol con quince o más tipos por equipo. Algunos jugadores vestían jeans.

Julián trotaba a mi lado. Practicaba “la bicicleta”, una jugada que exige velocidad y coordinación. Me sorprendió lo bien que le salía. Sentí orgullo. Quizás era lo único que yo le estaba brindando por aquellos días: herramientas para que se destacase en el fútbol. Me puse a trotar a su lado. Sentí el esfuerzo de los primeros movimientos de la tarde. Julián me pasó la pelota pero se distrajo con una nena de rulos que pasaba a velocidad crucero sobre una bicicleta de color rosa. Le vimos el perfil, después la espalda, y cuando lo miré a él, estaba estacado al suelo. Entornaba las cejas y fruncía la nariz. ¿Cuándo vamos a andar en bici?, le pregunté. No sé, contestó. Me acordé de Catalina, que no me había mirado una sola vez mientras bailaba en el patio junto a sus amigas.

Encontramos lugar a un costado de nuestro pino. Se escuchaba el canturreo de los loros verdes que anidaban sobre la copa. No le podíamos pegar con fuerza a la pelota porque atrás del arco había una pareja de treintañeros que le sacaba fotos a los pasos todavía inseguros de su hija. Arrancamos con unos pases al pie. Después le dije a Julián que hiciésemos unos ejercicios para dominar la pelota. No quería. Le insistí. Me dijo que quería jugar a la pelota. Eso también era jugar a la pelota, le expliqué, que si la pelota le llegaba alta, o incómoda, tenía que saber bajarla. Eso es mentira, dijo Julián. Lo amenacé con volver a casa. Está bien, se resignó, pero después hacemos mete gol entra. Trato hecho, le prometí.

El flaco tendría unos veinticinco años, el pelo muy corto y teñido de rubio. Vestía jeans y la remera de Platense. En el brazo derecho tenía un yeso, limpio, sin garabatos, y agarrado de la mano izquierda traía a un nene de unos tres años, también con la remera del Marrón. Preguntó si le prestábamos la pelota un minuto. Julián me miró. Le di el visto bueno haciendo un movimiento con la cabeza. Mi hijo le pasó la pelota. El tipo del yeso la levantó con el empeine de la pierna izquierda, hizo jueguito con los dos pies, luego con las rodillas y por último con la cabeza. Para cerrar el número pegó un cabezazo, la pelota se elevó por lo menos un metro y, al caer, la durmió con la nuca, después de agacharse y arquear la espalda como si fuese un escorpión. Julián lo miraba fascinado. El flaco del yeso no levantó la vista de la pelota, ni buscó ningún tipo de reconocimiento. Le pasó el balón a su hijo y se alejó unos metros. El nene le pegó con gracia y esfuerzo. Y ahí le dijo dale, guachin, y lo encaró. Con amagues, dejando que el petiso la recuperase, y volviéndosela a robar. Siguió así, a los gritos, durante casi un minuto, hasta que se dejó pegar una patada, y cayó, como un payaso sobre la lona de un circo: ¡foul, juez!

Sonó mi teléfono: la madre de Julián. Me dijo que no me olvidase de hacer la tarea de matemáticas y que para el otro día anunciaban frío, que lo abrigase. Le recordé que yo también leía el cuaderno de comunicaciones, que ya estaba al tanto. Entonces escuché un grito. Era para el enyesado. Se acercó al trote otro hincha de Platense. No tenía más de veinte años. Zapatillas Nike, bermudas de color claro, y chomba. Le dijo algo al oído y apuntó hacia el poste de luz donde estaba el hombre con la camiseta de Argentinos Juniors. ¿Me escuchás, Adrián?, alzó la voz mi ex. No hace falta que me des discursos, sermoneó, sólo quiero que hagamos las cosas bien. Corté la comunicación.

Julián estaba en el arco. Varias personas miraban hacia el poste de luz donde estaban el flaco del yeso y el hombre de la camiseta colorada. El hijo del enyesado se enredó entre mis piernas y me sacó la pelota. Avanzó hacia el arco y pateó con ganas. Julián la atajó y el otro, como si fuese una babosa, se le pegó con la intención de sacársela.

A unos veinte metros, el del yeso le había empezado a exigir al de Argentinos Juniors que le diese la camiseta. La esposa del hombre tenía puesta una pollera de jean y una musculosa, y se frotaba la nuca con las dos manos. El del yeso, con los brazos levantados, le gritaba que era un atrevido, que se sacase la remera y que se fuese ya mismo del parque. El tipo de Argentinos, que era más alto y panzón que el de Platense, le agarró la cara a su mujer y le dijo que se tranquilizase. Se sacó la camiseta y la entregó. Lo mismo tuvo que hacer con una gorrita Nike y unas gafas para el sol. El compinche de bermudas y chomba estaba cruzado de brazos, en silencio. Julián alternaba la mirada entre el nene, que no paraba de patearle al arco, y lo que sucedía a sus espaldas. Algunos otros hinchas de Platense, alrededor de las motos, miraban atentos. Otros seguían conversando como si nada pasase. Cuando el de la camiseta de Argentinos entregó su gorra y sus lentes, su mujer, el otro matrimonio, y las nenas, ya habían guardado sus cosas en las dos canastas de mimbre. Lo peor parecía haber pasado. Hasta que sin ningún tipo de aviso, el chico de la chomba le pegó al hincha de Argentinos que ahora estaba en cueros. La trompada entró de costado, resbalando contra la oreja. El hombre, entonces, retrocedió un metro, y dijo algo. Se puso en guardia y empezó a gritar, sin la compostura que había mantenido hasta ese momento. El enyesando, entonces, le tiró una patada voladora que lo hizo caer al suelo, y en un solo movimiento logró sentarse sobre su torso y ponerle dos golpes en la cara con cada uno de los codos. Los gritos de la mujer de musculosa amarilla, y su amiga, se confundían con el apremiante llanto de las nenas. Algunos vecinos que observaban la escena fueron a buscar a la policía. Julián dejó jugando solo al nenito y me abrazó las piernas. El amigo del que tenía puesta la camiseta de Argentinos, menudo, y con la cara llena de pánico, agarró por debajo de los brazos al enyesado, y logró separarlo. El compinche de la chomba Lacoste agarró del cuello a su amigo, y lo condujo a los empujones, persuadiéndolo al oído, hacia donde estábamos nosotros.

A pesar de que no había más arquero, el hijo del flaco del yeso seguía pateando hacia el arco. Su padre apareció por ese lado, con la remera de Argentinos Juniors anudada al cuello, y los anteojos y la gorra en la mano del brazo sano. Exultante, cantaba por su club. Cuando lo vio a su nene, trotó hasta el arco, inclinó el torso hacia abajo como los arqueros cuando están por atajar un penal, y le gritó que le pegase. El chico se hinchó de emoción, tomó carrera y sacó un derechazo que terminó en las manos de su padre. Julián se me acercó, y en secreto me dijo que el yeso estaba manchado con sangre.

El flaco del yeso se acercó, se puso de rodillas frente a mi hijo, y con una sonrisa que no tuvo ni una pizca de actuación ni falsedad, le puso la pelota entre las manos: tomá, capo. Tenía la frente transpirada y despedía un olor muy intenso. Los loros revolotearon por encima de la copa del pino y salieron despedidos en banda. El enyesado llamó a su hijo. Lo levantó, y lo llevó al trote hasta el espacio verde en el que estaban sus amigos. Salvo tres que le dieron unas palmadas en la espalda, el resto lo trató con indiferencia. Le pasó el nene a una chica de joggings y musculosa Adidas que tenía el pelo corto como un varón, y recorrió unos metros hacia la derecha, donde otros dos hinchas de Platense fumaban marihuana en pipa.

Le dije a Julián que era hora de irnos. Había que hacer la tarea de matemáticas.

Compramos una gaseosa en un supermercado de la avenida García del Río y la tomamos sentados contra el paredón de la entrada. Me volvió a llamar la madre de Julián pero no la atendí.

Ya de noche, en casa, me enojé con mi hijo porque no se quería bañar. Tuvimos que volver a pactar: esta vez, la condición fue que le llenase la bañadera. Recién ahí, arrinconado contra la ventana de la cocina que daba a la calle, fumé el primer cigarrillo del día. Mientras, le escribí un mensaje de texto a mi amigo para ver si me averiguaba el apellido de Catalina para buscarla en el Facebook.

A las diez y media de la noche, cuando apagamos la televisión y Julián se apoyó en mi pecho para mirar de costado las ilustraciones del cuento que estábamos por leer, me preguntó: ¿alguna vez te peleaste, pá? Sí, pero hace mucho. ¿Y te hicieron sangrar? No, mentí. Al chiquito de hoy lo quería patear, confesó, y se movió por debajo de las sábanas. Era insoportable, ¿no?, dije yo. Sí, asumió, pero no le hice nada por el papá.