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Por @FenderGebiet

Mi primer recuerdo del 404 celeste de mi viejo fue el viaje a Ezeiza, a recibir al General: la caravana, las banderas, la cara de Perón en todos lados. En 1978 no había nada de eso: desde el día del golpe nos desperonizamos. Quemamos todo, libros, apuntes de mi viejo de la escuela de militancia, fotos, todo. Y nos diluimos, incluso como familia: mi viejo dejó de venir a casa “porque a Giordano lo agarraron adelante de las nenas”. Las nenas con las que jugué en Santa Teresita durante las vacaciones del año anterior, que nos tomamos medios tabicados con sus padres. El “Colorado” Giordano tenía un fitito que siempre se paraba. El día que lo agarraron, en la puerta de la casa, se le había parado el auto.

Nos dieron normas de seguridad: con nueve años tomaba dos colectivos -llevando a mi hermanito de siete- para ir a la escuela porque sin adultos no sobresalíamos tanto, pero a condición de que nos pusiéramos guardapolvos. Como íbamos al Sáenz de Lomas, que era con uniforme gris, era hasta ridículo, yo lo odiaba. Pero nos convencieron que lo hacíamos para pagar el boleto estudiantil. En casa con la guita no se discutía, éramos inmigrantes todavía.

Es decir, yo veía poco al 404 nuevito de mi viejo. Un día le descubrí una calcomanía de “Los argentinos somos derechos y humanos”. “Me salva de los retenes”, decía mi viejo, que en esos días andaba de madrugada cortando la electricidad en la zona sur, donde fuera posible que estuvieran chupados sus compañeros, “para que les costara usar las picanas, para que supieran que no estaban solos, que estábamos detrás de ellos, lo que fuera”.

Mi viejo odiaba el Mundial como odió Malvinas después, pero hizo de tripas corazón y fue a ver un partido de Austria-no se quién con gente del trabajo. Era una estrategia aprendida, fingir normalidad. Militar era mezclarse, “hacer el reflujo con las masas” y toda la neurosis militante. Todo el mundo hacía exactamente lo mismo, ERP, Monto o miembro de un grupo de rezo del rosario: trataba de no llamar la atención.

“Escuchabas una ametralladora y lo único en que pensabas era en dónde estaba tu familia en ese momento, o una bomba para el lado de tu casa si andabas lejos y rogabas que no fuera la de esos vecinos de medianera extraños”. Eso contaba mi vieja, después, entre gestos de actuada -y vívida- alarma, pero exagerando un poco porque los vecinos raros estaban enfrente, el tano anarquista de al lado odiaba a revolucionarios rojos, marrones, verdes y/o azules y a los contrarrevolucionarios de todo color.

Sin embargo, yo fui un niño bastante normal, para lo extraño que fui sui generis. Iba de vacaciones, cada vez más complicado pero no me enteraba; tenía algunos amigos y sólo podía llevarlos a casa cuando me daban escaso permiso, pero muchos padres eran así y me lo tomé como parte de sus chifladuras; podía andar en bici si me limitaba a las cuatro manzanas circundantes (hablamos de una barriada de 1978, mis amigos iban casi a todos lados solos); en definitiva, hacía una vida que yo consideraba normal pero estricta, y que vista desde acá y evitando las implicaciones familiares con el temita Dictadura, se podría decir que bastante normal normal. Mi viejo no era ni de cerca un creyente, era demasiado zorro para dejarse engatusar por el misticismo revolucionario de parroquia y no nos llevó a sacrificarnos demasiado mientras él sí lo hacía. Vivíamos una vida burguesa peronista.

Un día lo vi agachar el lomo a mi viejo en un retén, en Puente Avellaneda: como sólo nos movíamos de madrugada en cierta época, un colimba lo para, desganado, lento, le pide los documentos, nos alumbra con la linterna en la punta del fusil. Demasiado despacio, demasiado poco empático el colimba. Mi viejo se pone nervioso e intenta bajar porque si pasa algo, que pase afuera del auto, piensa. El pibe lo traba con el FAL y el ruido llama la atención de un zumbo que está en el puesto, distraído hasta hace unos instantes. Viene, arrastra su desidia y su odio cerdil. La calco de “Los argentinos somos derechos y humanos” está en la luneta trasera, el milico pasa y la tiene que haber visto, pienso yo, o este cuento no tiene sentido. Mi viejo relaja la puerta, pone cara de perro llorón y dice: “vengo del entierro de mi vieja, estamos fundidos, hermano, yo sé que es difícil estar a esta hora acá, pero dejame bajar, apuntame si querés, pero me siento muy mal y no quiero quedar mal adelante de los pibes”.
El zumbo llega para escucharlo a mi viejo.
“¿Tiene los papeles en regla?”, le pregunta al soldado.
“Sí”.
“Correte pelotudo”.
Le mete medio borceguinazo al colimba y recuerdo que era petiso porque estaba de pie casi a la altura de la ventanilla del 404, era canoso.
“Disculpe, le sugiero que vaya al domicilio familiar más cercano, esta noche no es noche para que una familia ande en la calle, no lo podemos dejar bajar, siga”.
Ni lo pensó mi viejo, pero le tocó bocina simpáticamente al poner segunda, mientras lo puteaba bajito y suspiraba y relajaba el esfínter. Eso era la Dictadura para este pendejo de nueve años ///PACO