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A su tiempo el tiempo llega. Osvaldo Lamborghini había escrito:

Vué

Vuélvese idiota el idiota

y pasa

y no pasa

(anda, nada)

y es lo mesmo

de lo mismo

aquí en la laguna

(y es como un sismo)

pajas

repajas

desierto

Tierra

Adentro

y no tira

el faso negro

y así va

y fracasa

hasta la pá

sión más Gainza

Cosas son de ultranza de un macho rengo país: ¡a lo que me avengo! pero así como me voy también me vengo

Y en eso estamos.

Vengo a contar de aquella —-única— vez en que Lamborghini se trastabilla y cae en el lazo.

Así lo expone el repiquetear de dedicatorias de 1981 y el poema “La locura consiste…” que repite —no escolar, sino con la pureza del poseso— “(para Renée Cuellar)”, “/Para/ / Renée Cuellar”. Y aquel, el reacio a dejar la mesa servida, el que empeñó todas las fichas al engrude, creyó necesario, esta vez, decirlo con todas las letras.

Para que se entienda:

Cuando se ha estado entre las manos

de una gran mujer…

para… siempre se pierde la paciencia,

para siempre se la pierde a ella: fundamental,

y ya no se atienden, esperan,

—de escuchar—

otros rumores salvo

aquellos que activen la guerra incluido, incluso,

un fascismo de encargo: el trauma, iluso.

Bella

Renée Cuellar

“(Por última vez, lo juro, la dedicatoria: para Renée Cuellar)”, vociferan las cursivas lo que claro se avista: la promesa no podrá sostenerse. Esta vez, ni digresión, ni decepción, ni fraude. Renée dio el corte sin piedad, de un tajo limpio, al cordero destinado no al sacrificio sino a un despertar para balar la buena nueva. Esta vez es en serio (¿pero cuándo —si nos ponemos de acuerdo en hablar de verdad— no lo es?).

Es, en verdad, a Renée a quien Lamborghini no se podrá sacar de la puta cabeza. Por eso le dedica el poema “Odalisca”. En el borde de las últimas poblaciones deja asentado que vio la posibilidad de otros horizontes. El procedimiento, una vez detectado, es prístino, agua de manantial: se tira la piedra del significante oprobioso para traficar una oda. Dice “¿Seréis la cereza?” porque sabe que harán pasar por cereza vana del postre a la artista genial destinada al “la silla seréis el maderamen / Hecho de madera de ciruelo”.

Luego del affaire, tiene lugar un acontecimiento tan imprevisto como la conjunción de ‘pena’ con ‘estra-ordinaria’. Queda al descubierto que hay dos tipos de traidores: los de la estirpe de Renée y Vandor, y los desertores sin pudor como José Hernández. Son carriles diametralmente opuestos que conducen a diversas éticas de producción. El carril de Renée Cuellar, fantasmagoría de carne y hueso, es la condición de posibilidad de Las hijas de Hegel. Allí Lamborghini verá —verá–— por primera y acaso única vez la concreción material del potencial de un femenino de arrabal, que no confunde ética con pasividad ni la falta de méritos del presente con la negatividad.

Para empezar (¿pero no habíamos empezado, cuando empezar era un lamentable seguirla?), se cotillea que en el centro está la Negra como puesta en acto de la práctica de la falsificación en sus extremos más abismales. Dado que el presupuesto teórico chilla que todo se trata de fraude, no hay ningún resquemor en omitir el hecho —empírico— de que Renée no reproduce obras existentes, sino que crea obras literalmente inéditas en una praxis que se propone la reencarnación de diversas técnicas que hace revivir a los muertos en una vecindad donde no se distinguen de los vivos pero sí de los avivados.

Los afanes por instalar que Renée encarna en su vida la pura negatividad que la literatura de los 70 garabatea en sus obras son tan falaces como funcionales a establecer cierto estado mohoso de cosas en el campo literario. A René la exasperación no la abandonó nunca y su avidez japonesa de mascaradas lo confirma letra por letra. Durante décadas y hasta el día de hoy continúa con la praxis descarrilada de insistir en el asidero del hacer por hacer.

Como Lamborghini, Renée no elegía y esta cuestión, entre otras, la coloca en la cofradía selecta de los escribas, opuesta a lo largo y ancho a las prácticas fariseas de los escritores. Solo que, a diferencia del barón, la plebeya falaz tiene la táctica del asalto que juega —en serio— todos los vestuarios de las técnicas para vivenciarlas todas en una. De ahí que no la encuentran cuando la van a buscar, ya que ni bien están llegando ella ya se aburrió de ir y venir. Esta displicencia imperial se anticipa incluso a lo que, sin saberlo, Lamborghini repetirá entre 1984 y 1985: distraerse de las rencillas para instalarse, en cambio, en un estado de suspensión que no necesita de garantías y menos de un contexto que, por otra parte, parece esmerarse en no merecerlos.

El acceso a Renée Cuellar es restringido pero no por retracción: la gran mujer se lleva las manos —ya no arrasadas y entregadas como ofrenda por la mujer en El fiord, sino arrasadoras— a la espalda. Pero ella —que sabe que cuando el caballo agacha su cabeza el pasto, irreverente, se pone altivo— se esposa solo con una decisión: no concerderlas ni concederse.

Así como estar entre las manos de una gran mujer es irreversible, el no haber estado se nota y se hace notar, aun sin querer: rayas y más rayas en las papeletas del pulpero. Los hay que se dedican a hacer los deberes con buena letra para rendir cuentas ante el severo maestro —de cartón corrugado— del presente. Viene entonces la letánica lección del consenso que se da en cualquier primera clase de cualquier carrera de Letras: Nietzsche, Marx, Freud, leídos de forma rara, más dada a las avivadas que a las vivencias. Se habla —y dale y dale— de la falsificación inherente, de una realidad toda hecha de ficción, aun cuando ya en 1923 el primer formalista ruso les chistó que se trataba —y de eso se trataba: de lo que Lamborghini llama a viva voz la vida dedicada a eso— de la madeja de Zoo o cartas no de amor.

De este lado, se hace gala, con pavoneo monocorde, de no precisar de nombres, estadísticas, ni fechas para dar con la cosas, porque todo eso es mudo, da igual o da lo mismo: mucho de acatar el dictado de la teoría pero de leer nada, y menos a Rilke, que lo sabía:

Me asustan las palabras de los hombres

Lo saben decir todo tan claro:

Esto se llama perro, y eso, casa

Y el principio está aquí, y ahí está el fin.

Me asusta su modo de decir, su juego en broma:

Saben todo lo que es y lo que ha sido;

No hay montaña alguna que pueda sorprenderlos;

Su finca y su jardín lindan con Dios.

Pero quiero avisaros y oponerme: quedaos lejos

Me gustan tanto cómo cantan las cosas.

Si las tocáis vosotros, queda quietas y mudas.

Vosotros me matáis todas las cosas.

Esta práctica que parte de premisas que se presumen novedosas cuando en verdad hieden a naftalina vencida genera como resultado —es su afán— que lo sólido se escape como arena entre los dedos (como se exhibe, aquí se trata siempre de qué hacer con las manos). Pero no se conforma con eso: se empaca con prepotencia en negar el acontecimiento de la arena de verdad, de esa que pisan los camellos —que la hay. Osvaldo y Renée se ocuparon cuidadosamente de alentar este equívoco, de modo tal que a lectores y escritores no les quede en las manos más que el disfraz de bufón que huyó triunfal a la vista de todos —la diva a la Josefina kafkiana que huye del palco en el Teatro Proletario de Cámara— cuando ahí mismo, a la vera del camino, está la piedra hecha piedra —para los escribas.

Hace bien el arte en desconfiar, dice Osvaldo, pero todavía desconfía poco. Y se dice de Renée que los años en el mundo del arte la volvieron un ser desconfiado, pasando por alto —¿estulticia o estratagema?— que desde el vamos no cabía la inocencia. Cierto, pero incluso así los hay que, como el Anders de Tobias Wolff, pagan con su vida por no escribir lugares comunes (“¡como éste, como éste!”, sea el “chico listo” mafiosero o las cluecas “notas heladas a pie de página” que “ejercen sobre el lector una coerción siniestra”). Tal vez la sospecha que cae como una lápida sobre los novelistas no se trate sino de un error de cesura: hay novelistas y no… ve: lista. Lamborghini enseña que el significante, en su escansión, va siempre un paso adelante, madrina de tropilla para no espantar.

Acaso haya que ir más despacio, demorarse, escabullirse, en la tardanza. Apeándose, por ejemplo, en diferenciar lo mismo de lo mesmo. Insistir hasta que entre: eso que Lamborghini, en 1981, constata —que “No es lo mismo. No es lo mismo hacerle una caída de ojos a un pedazo de hombre en el subte —un… pestañeo… erótico…— que apoyarle, con fe (en el sacramento) la raya del pimpollo, glúteo, en el redoble bulto del bulto. La filosofía tiene demasiado tiempo. Más allá de lo humano escribe, en sus notas, que todo apuro es marca (de la castración)”— y que ya en 1971 había sido sintetizado por Alejandra Pizarnik, otra atenta al trino de las cursivas: “(no es lo mismo decir Buenas noches que decir Buenas noches)”.

No es lo mismo el témpano de la ficción que, prepotente impone, sin sonrojarse, una más cruenta objetividad alucinada que cala hasta los huesos pero carcomiéndolos que la consistencia granítica, marmórea, de lo que es. Pero la filosofía, que tiene demasiado tiempo, gusta de enredarse, como una hierba mala, en silogismos que le sirvan de coraza para no consistir.

“Cuando se ha estado entre las manos… / absolutas de una gran mujer…”, las concesiones aceitosas resbalan dejando un barniz de fraude y neón. “Cuando se ha estado” no hay otro remedio que dejar entrar el vivificante frescor que solo propician las esterilizadas salas de operaciones quirúrgicas, porque esa es la precisión, esa la luz, esa la atmósfera. Esterilizada —acá y ahora, donde las palabras importan— es concebido, dado a luz, traído al mundo, como operación de aborto. A fin de cuentas, “¿no es mejor abortar que ser estéril?”. Pero: no hay pero que valga: cuando no se ha estado uno siempre está al borde de caer en la sabol de los fariseos, “ya definitivamente nacido parido escupido” y “con los brazos y las piernas aplastados contra el cuerpo, al estilo de las momias aztecas”.

Pese a toda esa agua que no deja de correr bajo el puente, se finge ignorar lo que se sabe:que la ficción trama la realidad tosca de una imagen de autor, que hay un Osvaldo Lamborghini escrito por Germán García en Fuego amigo muy distinto al que antaño se confeccionó a medida en el epilogo de El Fiord, uno construido en partes no iguales entre respuesta y estrategia de César Aira que coincide y no coincide con el Lamborghini que —tras diez años de investigación monástica— fabula fabulosamente Ricardo Strafacce en su biografía. Y que la vitalidad del campo cultural se configura y define al priorizar ciertas intervenciones sobre otras.

En fin, el clamor es módico y no apela a ninguna verdad: basta tan solo con no elegir la inocencia////PACO

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