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Por Damián Huergo

Por facebook un amigo me dijo que conseguía un plomero barato. Me mandó un flyer hecho por un nene de primaria o por una esposa analfabeta. Haciéndose el gracioso me dijo que era el único plomero que no se le veía la raya del culo. Era su primo o su cuñado o algún otro familiar que sólo nombraba cuando se le rompía algo. Le mentí. Le dije que lo había solucionado, que tenía agua, que acababa de darme una ducha helada. Además, ese no era el problema.

La primera vez no me di cuenta. Abrí la canilla de la cocina y en lugar de caer agua sucia potabilizada, salió un sonido roto, parecido a los espasmos que suelta una boca en las pausas del llanto. Putee. Iba cinco días sin agua y dos plomeros con presupuestos que excedían mi aguinaldo. Llevé la caja de herramientas y el celular al patio. Busqué en youtube un video que muestre cómo arreglar la bomba. Seguí las instrucciones de un bogotano. El asunto, creía, era el bobinado.

Al rato, volví a girar la canilla. Dentro de los caños creció un crujido similar a un bostezo. Esperé el estallido, el chorro de agua rebotando contra la fórmica. No cayó ni una gota. Del pico, como si fuesen los labios de un gangoso, sólo salió una voz agónica, inentendible. Acerqué la cabeza a la canilla y afiné el oído. Otra vez aquel runrún; un quejido que aspiraba a ser lenguaje. Recién ahí lo noté. Un hombre vivía en las cañerías de mi casa.

Ese día no fui a trabajar. Abrí las canillas del lavadero, del baño, de la cocina y la del patio donde estaba puesta la manguera. Probé en cual se oía más claro. En todas retumbaba un murmullo, como en las viejas spikas cuando costaba enganchar un dial. Me preparé unos mates -con agua mineral- y me senté en un banquito de plástico. Cada treinta minutos, por cronómetro, rotaba de ambiente. Empezaba por el baño y terminaba en el patio. Así hasta que escuché un ruido grave, una voz vernácula, saliendo por la canilla de la cocina. Me arrimé. Primero distinguí el fraseo. Después, quizá, algunas palabras sueltas. Sin embargo, no entendía si me pedía ayuda o que lo dejara tranquilo.

Desde que no tengo agua mi novia no me visita. Mi hermana tampoco. La última vez que la vi fue cuando zamarree a mi sobrino del brazo por tirar jugo en la pileta de la cocina. Del trabajo sólo recibí un telegrama. En el último mes, el timbre de casa sólo lo tocó el sodero. Se sorprendió cuando le pedí seis bidones de 20 litros, necesarios para enjuagar los platos y las ollas sucias. Lo hago en el pasto, igual que con la ropa. Para que no se filtre agua por las cañerías me baño en el club, después de nadar. Es el único momento que salgo. Cuando llego a casa voy directo a la cocina. Agarro la canilla como un micrófono y grito: LLEGUÉ.

Si pasan varios días sin escuchar su voz, me subo al techo y corro la tapa de cemento del tanque de agua. Luego me asomo como si fuese un río seco y me mando adentro. Hay olor a humedad y un cinturón de musgo en el suelo. Cierro la tapa y quedo totalmente a oscuras. Para no golpearme la cabeza me siento en cuclillas. En uno de los bordes está el agujero por donde se conecta el caño que lleva el agua. Ahí suelo dejar galletitas, queso y pan. Al día siguiente, todo desaparece. Como un ciego busco con las manos. Lo encuentro y apoyo la boca, pensando que si hubiera alguien en la casa podría escucharme por la canilla de la cocina////PACO