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1.

¿Quién es Pablo Braun? Mejor, ¿qué es Pablo Braun? El favor del mecenas está presente en los bordes y en el centro de nuestros mejores libros. Desde Cervantes y Góngora, que le dedicaron sin mucha ganancia el Quijote y las Soledades a Don Alonso López de Zúñiga y Sotomayor, duque de Béjar, hasta nuestros días donde el Estado u otras dependencias públicas y semipúblicas avalan y patrocinan las artes, la figura del mecenas fue ampliamente estudiada, frecuentada y parodiada, con esperanza indudable y no pocas veces fatigosa resignación. En esta tradición, Pablo Braun, dueño de la empresa Eterna Cadencia, es hoy uno de los pocos mecenas del mundo del libro local. Poseedor de una enorme librería ubicada en un lugar inmejorable de la ciudad de Buenos Aires, administra también un sello editorial de amplia distribución y organiza el FILBA, Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires, el más importante de la ciudad, que funciona de forma anual y se ha desplegado a otras ciudades de la Argentina y países limítrofes. Luego está el blog-revista de la librería, un espacio representativo de todo el proyecto. Bien plantando en el terreno de la difusión y las redes sociales, el blog-revista puede llegar incluso al periodismo. ¿Lo sobrestimo? Creo que no. Mientras los suplementos culturales de los diarios se presentan atrasados, o directamente en vías de desaparecer, blog.eternacadencia.com.ar funciona como un distribuidor de noticias y novedades constante y dinámico. Aunque no tiene producción propia de peso, ni mucho menos lecturas críticas relevantes, mientras posiciona a los autores de la editorial, esta plataforma compila, reproduce y cataloga prólogos, ficciones, artículos, reseñas y desgrabaciones de las charlas que se dan el bar de la misma librería. ¿Le alcanza con todo esto a Eterna Cadencia para ocupar el centro de nuestro campo intelectual? No arriesgo mucho si digo que buena parte de la intelligentsia porteña frecuenta o frecuentó la librería, visita el blog o participó del FILBA. Así, me pregunto, ¿cómo leer a Braun? ¿Vale el esfuerzo? Los soportes nunca son ingenuos y más allá de los contenidos ellos también transmiten el humus ideológico que fertiliza la literatura nacional. Y si es necesario ir a las condiciones materiales de existencia y ser vulgar citando la agenda y los activos de Pablo Braun, esto es porque son ellos lo que lo constituyen como sujeto público, como actor, editor, curador y gestor. De hecho, la vida de Braun –sus elecciones, sus limitaciones, sus errores y sus aciertos– me resulta más interesante que, por ejemplo, el FILBA. Y, sin entrar en matices, bastante más atractiva que las novelas que publica su editorial.

Pablo Braum Editor Sello Argentino Eternana Cadencia

2.

Para saber quién es Pablo Braun hay que conocer a su familia. Y para conocer a los Braun tal vez sea indispensable leer Los dueños de la tierra de David Viñas. En esa novela Braun es Brun. Copio el principio: “Matar era fácil. Pero no así, no, reflexionó Brun con impaciencia y se pegó unos fustazos en los borceguíes: a él le correspondía esperar ahí, sentado en el fondo del cañadón mientras Gorbea y sus hombres cazaban del otro lado de esa loma.”

Los dueños de la tierra, que es una novela de aventuras, de huelga, de crisis y de trabajo, admite ser leída como una denuncia. Pero, al mismo tiempo, también es la historia de la construcción de una nación. Hasta el más sofisticado panfleto se puede dar vuelta como un guante. Braun. Brun. Bien transcripto o apenas tergiversado, el nombre todavía suena. Viñas lo denuncia, decimos, y así lo corrobora. Él, ellos, los Brun, los Braun, modernizaron el país a sangre y fuego. Lo hicieron productivo. Lo construyeron como se construye una nación. ¿Había otra forma? No soy, no puedo ser, el Osvaldo Bayer que recusa la guerra al indio mientras juzga el pasado con la moral del presente. En el siglo XIX el régimen del capital internacional pedía modernización. Si no ocurría, si una nación no se volvía productiva, otras naciones la colonizaban. Era, entonces, ir hacia adelante o ir hacia atrás. Por otra parte, las comparaciones entre el terrorismo de Estado de fines del siglo XX y la guerra hecha al indio por todos los gobernantes de la Argentina en el siglo XIX, con especial eficiencia en Rosas y Roca, son improcedentes y propias de una izquierda ignorante y tendenciosa. Aprendería mucho el argentino promedio si comprendiera, de una vez, que el mito del buen salvaje es regresivo.

Más cerca en el tiempo, a patriarca productivo y rentable, trazador de la geografía americana, se sabe, lo sigue, casi invariablemente, una estirpe de señoritos inútiles y acomplejados. El padre de Pablo Braun, por ejemplo, se mató en un ruta uruguaya siendo todavía muy joven con, hasta cierto punto, heroica actitud suicida. Paro acá los chismes. Agrego, ya por fuera de la indiscreción, que Pablo, el heredero, envuelto en mil penurias neuróticas, encontró en el dispositivo Eterna Cadencia un poco de sentido, esa laborterapia perdida de la que habla Arlt en el prólogo a Los lanzallamas. Y si a una ascendencia de colonos, asesinos y empresarios exitosos, este Braun le responde con la declamación sostenida del bien común y “la cultura”, su proyecto, consecuentemente, será “democrático”, pudiendo utilizar el vocabulario de “la inclusión.” Se impone aquí, lo vemos, el uso de comillas. Leemos en el sitio de la Fundación FILBA: “La Fundación FILBA pretende alcanzar una presencia en la sociedad que, desde el placer por la literatura, fomente el compromiso democrático de la cultura.” Sociedad, literatura, compromiso democrático, cultura. ¿“Democrático” dijimos? Podría ser. Lo que importa es la “promoción de la lectura”, antiguo slogan que lo permite y habilita todo. Otra cita: “La Fundación Filba es una organización sin fines de lucro cuyo principal objetivo es la promoción de la literatura en sus diversas expresiones.”

Bien, pero por más elástico que sea el concepto de “democracia” su aplicación indiscriminada también lo seca y cuartea. ¿Eterna Cadencia democratiza? Digamos que adscribe al tratamiento filantrópico de corte ONG, intentando así una militancia veteada de intereses particulares de todo tipo. ¿Podríamos pedir otra cosa? Posiblemente los operadores del caso me señalen que Braun invierte desinteresadamente en que nosotros, los lectores, seamos menos burros, y que lo hace con las herramientas de las que dispone. Y sin embargo, ¿cómo leer el poco compromiso de Eterna Cadencia con la crítica contemporánea? No hay en su égida un solo crítico interesante, una sola voz que funcione en ethos y pathos alrededor de la crítica. ¿Es posible que exista ese crítico y yo no lo vea? Como fuere, si existiese, está lejos de transformar el espíritu general positivo, aplacador, dialoguista, que envuelve el proyecto. Lo que se celebra, digamos, es otra cosa. “El amor a los libros.” La poesía, la novela. Y claro que sí, Eterna Cadencia se celebra a sí misma. No hace falta más que señalar cómo, de forma anual, la librería le da el premio del libro del año a un libro de su editorial…

Así las cosas, al principio de todo estaba el aburrimiento, las distracciones y el surmenage, ya enunciados en el famoso reclamo resentido y justo de Los lanzallamas. Para Pablo Braun se trataba de buscar ocupaciones que lo salven de sí mismo, quizás incluso de su nombre y de las posibilidades de su nombre. Dicho esto, cabe preguntarse si a principios del siglo XX habría intentado ser un Güiraldes. Aunque mejor es responder que en los primeros años del XXI se conformó con poner un despacho porteño que se multiplica, mientras juega a ir y venir dentro del mundo intelectual donde siempre conquistó saludos y afecto.

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3.

Hecha la descripción, ¿a quién nos recuerda esta figura? Las diferencias de carácter, espíritu y riqueza entre los mecenas del mundo no logran desdibujar la serie y en nuestra tradición la historia de los Braun, saga de la cual solo puedo dar aquí una visión esquemática, nos reenvía a la extendida influencia de las Ocampo en las letras locales. Muchas son las coincidencias: el vocabulario del dinero, la comodidad, la melancolía, cierta ceguera, cierta arrogancia. Victoria Ocampo pretendía la “modernización” del intelectual porteño. Braun milita la “promoción de la lectura.” El objetivo de los proyectos parece similar. Hay coincidencias: arbitrariedad en las elecciones; un poco de excusable amiguismo; pretensiones comerciales bajas pero por momentos atendidas; notablemente, insisto, poco diálogo crítico. Sobre todo, la posibilidad de digitar lecturas, de producir libros, de instalar temas, agendas e incluso inventar autores. ¿Qué es “la literatura” para Pablo Braun? ¿Qué era “la literatura” para Victoria Ocampo? Difícil escapar del corte de clase al momento de intentar responder estas preguntas. La coartada surge del citado fondo de filantropía que se propone como incuestionable. Y arriba, un repertorio, también muy conocido, de buenas intenciones y la infaltable perplejidad cuando los pobres –de espíritu o materia– no responden acatando.

Sin embargo, las diferencias son muchas, más que las coincidencias. Victoria Ocampo fue una reaccionaria, un mujer de la derecha, una madama estricta. Pablo Braun es un chico grunge que nunca experimentó el placer masoquista de escribir o crear. Y no se habrían entendido. La paridad del dinero imposibilita el diálogo. ¿Cómo hablar sin salirse del embudo por el cual se le susurra al subalterno? Pero tampoco se habrían entendido porque Victoria Ocampo fue una mujer fuerte en un mundo de hombres fuertes, y Braun es un hombre débil en un mundo de mujeres fuertes. Es posible leer una modulación amarga en la voz de Victoria de la cual Braun carece. Ella comprendió muy rápido el lugar que el destino, su apellido, sus imposibilidades y los hombres le habían preparado. Si se rebeló, y lo hizo, fue una rebelión en sordina, o más bien medida, una rebelión picante pero resignada. Eso la dotó de una potencia y una ética de trabajo que ella transformó en marca de estilo. Aunque su recepción y su proyección como escritora nunca termino de configurarse de una manera comunicacional clara, Victoria fue una autora, una lectora que escribía sus lecturas y sus experiencias. Ser la jefa de Sur, ser rica, ser mecenas, la condicionaba. Sus funciones siempre parecían ser otras. Pero si uno logra superar esos velos, encuentra a la crítica de arte, a la narradora, incluso a la activista política, a la articulista que se podía entrevistar con Mussolini o con Chaplin. Braun no tiene nada parecido a eso. A veces da entrevistas y participa en mesas redondas, pero su mayor hazaña intelectual es merodear por las tardes su librería, hablando ocasionalmente con los viandantes que pasan por ahí. Es posible que una de las claves de esta diferencia abismal esté en el snobismo que analiza con inteligencia Pablo Gianera en su libro La música en el grupo Sur, una modernidad inconclusa. (Curiosamente el fino ensayo de Gianera salió por Eterna Cadencia. ¿Lo habrá leído Braun? De haberlo leído, ¿habría comprendido qué parte lo concierne? El sello de Eterna Cadencia también publicó hace poco una nueva traducción de Madame Bovary. Las mismas preguntas son válidas para esa novela.)

El repertorio de gestualidades que une y diferencia a estos dos personajes puede leerse también en su entorno. Sí, la revista Sur tuvo a Borges, a veces imponiéndose, a veces de manera lateral. Pero la lista de colaboradores es larga tanto en rarezas como en aciertos y equívocos. Por su parte, desde que inició sus actividades como mecenas, Braun buscó rodearse de empleados con características definidas –y hasta definitivas– entre los cuales no sería difícil ubicar los autores que publican en su sello. ¿Supo generar con ellos un grupo de pertenencia, una manera de leer y de mirar el mundo? ¿Los sedujo con algún tipo de conducta política? El grupo no está, la mirada política se esconde, aunque, sin forzar tanto las cosas, aparece por default.

Así, Braun primero contrató a Leonora Djament que hizo lo único realmente bueno de Eterna Cadencia: diseñó una colección de ensayo por la cual todos los lectores atentos deberían estar agradecidos. No tuvo el mismo éxito con la colección de ficción y los nuevos narradores, que sostenidos siempre en base a un ligero despilfarro, parecen existir solo a la luz de Eterna Cadencia. (Desde luego, hay excepciones. Pero otras editoriales contemporáneas que disponían de recursos limitados hicieron en este plano muchísimo más. Menciono a Entropía, a Pánico el Pánico, a Milena Caserola, a Nudista, incluso a la mítica Eloisa Cartonera o a la excelente y fenecida Tamarisco. Quizás el catálogo de referencia más claro para evaluar el trabajo de Eterna Cadencia sea el de Mansalva, cuya selección, magnética y compleja, la adelanta por mucho. Cualquier lector atento del campo intelectual porteño comprende esto con rapidez.)

Luego Braun contrató a otra mujer, Patricio Zunini, un empleado de la AFIP que a base de esfuerzo, constancia y buenas maneras condujo el blog-revista de la editorial y logró llegar a dirigir el FILBA. (Estuve una vez en la librería cuando entró después de la apertura de uno de los festivales y fue recibido con un cerrado aplauso de la concurrencia. Yo, desde luego, también aplaudí en franco reconocimiento.) Es fácil entender que Djament y Zunini se recelan, que incluso íntimamente se desprecian. Son diferentes y tributan desde lugares diferentes a Braun. En ese triángulo de saludos ocasionales y amables reuniones de media tarde hay que buscar las bases ideológicas de Eterna Cadencia.

Roberto Arlt decía que un burgués no tenía nada para contar, salvo su dinero. La polisemia castellana permite el juego de palabras. Contar billetes, contar dinero. El chiste conecta pero Arlt lleva agua para su molino. Lo que dice suena simpático, un poco demagógico, y no del todo cierto. A veces a conciencia, a veces sin quererlo, Victoria narró su clase. De Braun, por ahora, no esperamos ese tipo de espectáculo mórbido. Sobre el único libro que publicó Patricio Zunini ya me explayé en esta misma revista. Por Djament habla su catálogo, que funciona reeditando y se hunde en sus apuestas de ficción. También podría representarla un breve ensayo académico sobre Murena, quien fuera parte no tan excéntrica de Sur. La aclaración vale: Djament no es Murena. Y a Patricio Zunini tampoco le da para la burocracia inteligente de un José Bianco.

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4.

Insisto un poco más sobre el tema del dinero, esa opacidad. “Nunca aprendí a ser rico, no dan clases para eso” dijo una vez Stephen King. De forma bastante diferente, quizás el problema con Pablo Braun sea que no admite su lugar de millonario, incluso de clase dominante, aunque no dirigente. Por eso la bohemia, el look descontracturado, si no zaparrastroso. Jauretche daba vuelta el discurso de las hermanas Ocampo y decía que ellas habían sido víctimas de un sistema que las oprimía. ¿Ironía? No muy lejos de eso, la misma Victoria aporta a esa figura cuando cuenta que su familia le impidió dedicarse al arte escénico. Supongo que hoy, ya entrado el siglo XXI, Braun piensa en un millonario y, alarmado, no imagina la figura sensual de Steve Jobs, sino la del Señor Burns. Es un prejuicio. También una notable falta de creatividad. Pero si King, que ideó mundos completos y ofreció las mejores fábulas masivas del siglo XX, no pudo, ¿cómo reclamarle eso mismo a Braun? El objetivo último de la gente rica es que el resentimiento que produce su capital se convierta en amor. Con ese objetivo se abocan a dar, desafían las leyes de la burguesía, salen de los lugares comunes de la productividad, se entregan, un rato, al potlatch ambiguo del arte. Pero siempre pasa lo mismo con el amor. Lo que no cuesta, no vale. Y para lograr amor de buena calidad, hay que ser generoso, y ser generoso implica dar de lo que uno tiene poco, no lo que a uno le sobra. Por algo Lacan señalaba que las princesas no se podían analizar. ¿Cómo desglosar, en este entramado de ambiciones, la “buena onda obligatoria” de Eterna Cadencia? Hay un proyecto estético y social ahí, sí. Pero no está enunciado. Hay que tomarlo del aire, del ambiente que se respira en la librería, en el FILBA, y en sus otras dependencias administrativas. Digamos, al pasar, que en el bar de la librería se puede dudar, siempre con amabilidad, pero no es posible allí decir que “no” con énfasis. Y si Eterna Cadencia se propone lugar de condensación democrática, como tal, mantiene una cuota de marginalidad. ¿Lo marginado es la conflictividad? Todas las instituciones funcionan de una manera similar. El problema central aquí es la idea de “literatura” que sistemáticamente se proyecta y fomenta. Los libros, para Braun, son un paño terso en el cual recostarse y descansar de la extenuante presión tributaria de su clase. Si su editorial publica algunos libros que no cuadran con este modelo –y lo hace, no son muchos, pero ahí están– Braun reacciona de una única forma: no los lee. (Nótese que le niego una carácter dialéctico tanto a él como al entramado de Eterna Cadencia. Y, lo sé, quizás esto sea ya pedir demasiado… Me alcanza, entonces, con ideologizar, o incluso historizar, un proyecto que juega muy bien a las escondidas.) Victoria Ocampo, que subvencionaba la misma defensa del statu quo, se encontró con el peronismo y tuvo que reaccionar. ¿Gozará Braun de un primer peronismo bestial que lo violente y lo saque de su abulia?

Luego, el dinero simplemente lo puede todo. Pero ese “todo” que puede el dinero no es un todo completo cuando se enfrenta al lector. El lector, lea mal o lea bien, presiona lo que lee y llena de baches, de comas, de incómodas singularidades, el campo de experimentación del capitalista pudiente. Digamos, entonces, para dar una solución fácil a un tema difícil, que la lectura puede ser condicionada por el dinero pero no comprada. Sur y Eterna Cadencia son ejemplos complejos de estas tensiones. Y ya puestos de acuerdo en esto, digamos que los libros y los lectores no necesitan de fundaciones ni de difusión de la lectura. No necesitan mesas con jarras de agua en salas vacías. Si a Pablo Braun le interesara la difusión de “la literatura” pondría más libros de descarga gratuita en Internet en formatos cómodos para leer en todos los dispositivos. Y el FILBA tendría un sistema de streaming para difundir lo que se dice en sus mesas. Pero sobre todo contrataría críticos, muchos críticos literarios, para que discutan cuales son los libros que hay que leer y por qué. La función pedagógica de la crítica, tan banalizada, a veces con razón, no tiene lugar en este proyecto. Ahí está el hiato.

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5.

En 1979 le preguntaron a Ricardo Piglia por la revista Sur y respondió que la literatura argentina se había modernizado sola cuando el país entraba al siglo XX. Copio la cita: “(…) es el mercado el que hace circular las novedades europeas y la tarea de difusión (que en el siglo XIX definía en gran medida la tarea de los intelectuales) se democratiza y se hace anónima. Sur se adjudica una función que para entonces ya depende de otras leyes y en este sentido sigue atada a una versión un poco parroquial de la circulación literaria.” La palabras claves aquí son “mercado” y “parroquial.” En una posible actualización de la cita, tendríamos que hablar de la potencia democratizadora de la web, concepto ya algo remanido pero todavía atendible en la medida en que es rechazado.

Del otro lado, hay un breve ensayo que Beatriz Sarlo publicó en Punto de vista en 1983 titulado “La perspectiva americana en los primeros años de Sur.” Ahí Sarlo retoma la discusión y pone en entredicho muchos de los lugares comunes con los que se suele atacar, o incluso denigrar, a la revista y a su directora. El texto comienza así: “Existe un cierto estereotipo acerca de la revista Sur que, al repetirse sin mayores variantes, dice, como todo estereotipo, una verdad parcial e insuficiente.” Sarlo recupera las reflexiones de Sur sobre “lo americano”, y desde allí lee sus carencias y potenciales. Lo hace con criterio, concediéndole unas páginas reivindicatorias a la revista que nadie antes le había dado con esa perspicacia. Así y todo, tiendo a pensar que la apreciación de Piglia es más justa que la inteligente relativización de Sarlo.

Dicho esto, lo que importa es que Sur y Eterna Cadencia, en sus diferencias y en su similitudes, sirven. Si desaparecen perdemos algo más que un centro de producción intelectual. Su aporte a la dinámica del campo me parece innegable, tanto cuando logran como cuando no logran lo que se proponen.(Para poner un contraejemplo, la editorial Planeta podría desaparecer mañana sin afectar en nada a nadie.)Si vuelvo a señalar esa ineficiencia en un decir menos tonto, en la despreocupación de los afectos, en el poder arrebatado que da el dinero entre los intelectuales de un país periférico, si insisto en recortar la poca autocrítica y en señalar el pesado discurso institucional que excluye toda ironía, es porque veo ahí una pedagogía contra la cual es útil reaccionar. Si ellos son ñoños y alelados, y nosotros no, sirven y nos sirven porque marcan un estado de la discusión, son barómetro de pasiones, de aspiraciones, de rendimientos. Los que leemos y escribimos nuestras lecturas no debemos ser idealistas sino pragmáticos, y por eso vale recordar que toda opinión tiene algo de impertinente. No veo por qué debería yo retroceder frente a esa incomodidad. Y Eterna Cadencia me ayuda a situarme en esa carrera.

Sí, hoy que Sur ya es parte del pasado, prefiero leer el proyecto de Pablo Braun. Su inoperancia, sus lujosos caprichos, fortifican un cuarto de la casa literaria contemporánea que visito con esfuerzo y placer. Instalarse ahí sería el error. ¿Por qué? No hay muchas ventanas en ese lugar cerrado. Y tampoco anda bien el wi-fi. Sin embargo, la disposición de los muebles lo obliga a uno a evaluar los cuadros que hay en las paredes, y esa actividad no me resulta necesariamente insatisfactoria. La colección incluye reproducciones de paisajes campestres, los rostros expresionistas y sucios de indios mutilados, versiones sintéticas de un turismo costoso, la perenne genuflexión ante el poder económico motorizada por las dudas y el narcisismo, ingenuidad, mucha ingenuidad, y un poco de tedio. Nada de eso, después de todo, resulta ajeno a los libros.///PACO