Si Facebook es el aula de la nostalgia de los ex compañeros del secundario, la sala de partos y el pelotero de la familia-tipo feliz, y si Twitter es la vidriera de la intrascendencia y la autorreferencialidad, Instagram se resguarda  a la sombra de lo que todavía responde a cierto gusto por la belleza, la vanidad y la ostentación. Al margen de la torpeza a la que induce la competencia al operar con texto, y con el plus de hacer sentir a todos los usuarios fotógrafos profesionales, la red social de las imágenes instantáneas interviene sobre nuestra mirada en son de paz. Instagram puede leerse, entre otras formas, como si fuera un viejo álbum familiar, con un claro sentido de testimonio, en el cual las fotos dejan de ser “solo fotos” para convertirse, muchas veces, en imágenes. A través de ellas, podemos conocer de cada usuario sus hábitos y costumbres, gustos, círculos de pertenencia, inclinaciones políticas, preferencias vacacionales y romances, con el mero recorrido visual, particularmente sensitivo. Instagram memoriza las capturas de, según statista.com, y hasta septiembre del año 2015, 400 millones de usuarios a nivel mundial, y gestiona una base de datos de más de 16 billones de fotos con un promedio de 4,5 millones de uploads diarios.

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¿Cómo se inserta el logos dentro del universo de la vanidad? ¿Qué lugar ocupa la permanencia de la literatura dentro de una red social construida de instantes?

Estos datos responden a la paradoja enunciada por Jacques Derrida como pulsion d’archive, que describe que el afán de aquello que se archiva es lo más propenso a ser olvidado o destruido. “El archivo siempre trabaja, apriori, contra él mismo”. Instagram se alimenta de nuestros recuerdos y se impone como la red social de la resistencia en más de un sentido, sin dejar de lado su potente aplicación comercial. No es primicia que, como la plataforma mundial más popular que fomenta el idioma de “lo visual”, Instagram sea usada como una herramienta de promoción fundamental por empresas de todas las dimensiones relacionadas a la moda y a la belleza (como Nike, Adidas, H&M, Victoria’s Secret, Mac, Sephora, etc.). Lo que sí resulta inquietante es que, a esta esfera de frivolidad, se le haya sumado el afán por la lectura o, al menos y bien distinto, cierto interés fetichista por los libros. ¿Cómo se inserta el logos dentro del universo de la vanidad? ¿Qué lugar ocupa la permanencia de la literatura dentro de una red social construida de instantes?

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El impacto de la red social de la frivolidad se describe a sí mismo, y pone en discusión cuánto mérito queda en el talento del autor y la calidad de su obra.

En principio, y en manos del usuario correcto, la sola fotografía de la tapa de un libro puede lograr los objetivos con los que el aparato de la industria editorial más tradicional solo puede soñar. Por citar un ejemplo emblemático, la actriz estadounidense Reese Witherspoon instagrameó una foto sosteniendo la primera novela de Jessica Knoll, Luckiest girl alive. Ese mismo día y con su propio título como augurio—, el libro saltó al ranking de los cien más vendidos de Amazon y, al finalizar el verano, el ítem se hizo lugar en la lista de los best sellers del New York Times. El impacto de la red social de la frivolidad se describe a sí mismo, y pone en discusión cuánto mérito queda en el talento del autor y la calidad de su obra, y cuánto en manos de un sistema cuya ingeniería responde a la influenciabilidad del mercado y parámetros adyacentes.

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A través del hashtag bookstagram, se acumulan en los enormes álbumes de Instagram casi 4 millones de fotografías de libros.

Pero los libros no son solo instagrameados por influencers como Reese Witherspoon, Emma Watson, Lena Dunham u Oprah Winfrey. Para el grueso de los usuarios, el libro/objeto es portado casi como un accesorio y la experiencia de la lectura la imagen de la situación en la que se está leyendo puede compararse sin demasiada arbitrariedad a la de un brunch solitario en cualquier bar porteño de moda. A través del hashtag bookstagram, se acumulan en los enormes álbumes de Instagram casi 4 millones de fotografías de libros, fragmentos subrayados, citas, bibliotecas, lomos, artes de tapa, estanterías y selfies de “lectores” que eligen compartir con sus seguidores sus elecciones. Pero ¿son esos libros realmente leídos o son solo puestas en escena que intentan imponer una erótica de la literatura? Las comillas alrededor de la palabra lectores son adjudicadas a esta duda, y en la era donde la verdad es dictada por la verosimilitud, el testimonio en este caso visual se construye como suficiente.

David Kordansky, Jeff Magid, Emily Ratajkowski

¿Qué ocurre cuando esta ronda de “lo intelectual” y “lo aspiracional” se le suma la elite de “lo bello” y “lo sensual”?

Salvo en pequeños reductos, es posible que en la vorágine de información y la masividad low cost de internet cualquier coqueteo con el universo de las letras sea interpretado como snob. ¿Qué ocurre cuando esta ronda de “lo intelectual” y “lo aspiracional” se le suma la elite de “lo bello” y “lo sensual”?  El imaginario conservador visualiza muy por separado los ámbitos de la belleza y el conocimiento, opuestos por un vértice que hoy confluye en espacios visuales como Instagram y que no dejan de generar apreciaciones entre censoras y reaccionarias. En Twitter la plataforma de las ya-nunca-más íntimas miseriases habitual leer el espanto y el repudio que despiertan en los usuarios la selfies sensual de alguien que sostiene un libro de Lorrie Moore, algún ejemplar de Anagrama que descansa sobre las piernas desnudas a la orilla del mar, o las sospecha que levanta la imbatible Emily Ratajkowski al citar con solvencia a John Updike. La ostentación de la belleza y el logos generan en el espectador, celoso de aquello que no es democratizable e incapaz de ver más allá de sus propias limitaciones intelectuales y estéticas, una especie de contaminación cruzada de prejuicios. Síntoma al que hoy  se lo prefiere confundir con machismo, cuando en realidad pertenece a las arcas de la más llana estupidez/////PACO