“Usted no lo sabe porque seguro se cree todos los cuentos, toda la mentira que anda dando vuelta, pero yo se lo firmo: lo más hijo de puta que hay en el mundo son los payasos”. Con un humor ácido como arma principal arranca el primero de los siete cuentos de Vía Crucis, la carta de presentación del argentino Mauro De Angelis (1976). En sus historias, De Angelis aborda el amor y la conyugalidad, los celos y los estereotipos, la religión, la exclusión social y la literatura, aunque hay una pregunta que tal vez resume mejor la voluntad de la obra: ¿puede el humor ser un bálsamo, un rescate de la soledad, del frío, del silencio y hasta de la muerte? En principio, la respuesta es afirmativa: en el cuento “Vía Crucis” el autor desacraliza la redención y afirma que no existe salvación posible, con lo cual invita a reírse de esta absurdidad utilizando como escenario un barrio que se convierte en víctima de la trágica actuación de su decadente Jesucristo superstar en un último y violento vía crucis. La violencia y el humor son la fórmula más eficaz también en “Roselindo Juárez, el Desmitificador”. El campo de batalla esta vez se configura con una estrategia distinta: la marginalidad social y la violencia reivindicativa desde la perspectiva de un ex enano de circo devenido en terrorista por culpa del desamor de una mujer y el falso mito de la “L”. “La idea era abrirle el marote a esos giles. Y por eso ninguno de esos chantas podía zafar. Desde el doctor Socolinsky, al que le pinché las ruedas del auto, hasta el más atorrante de los analistas políticos. Todos. Yo no quería más Betinas en este mundo”. La fórmula funciona y a lo largo del relato se suceden las risas, y nuevamente se repite la fórmula: un hincha de fútbol es violentamente desgarrado por la pasión en “Entre hombres” mientras su mujer lo engaña con su ídolo (“… le grité que qué hacía acostado con mi mujer, le grité que tendría que estar concentrado para el partido de mañana. Le grité: es una final, hijo de puta.”). Mismo resultado: más risas.

¿Puede el humor ser un bálsamo, un rescate de la soledad, del frío, del silencio y hasta de la muerte?

No obstante, hay cuentos que no comparten ese resultado. En estos casos, los relatos parecen desprovistos de la dosis previa de acidez e intensidad en las voces de sus narradores, algo derivado del intento de no transgredir, de no atribuirles a los personajes un comportamiento y un vocabulario impropios. La construcción de estos personajes está precisamente delimitada, no juegan con lo absurdo, y por lo tanto, no se exponen a situaciones verdaderamente cómicas. En “Confesiones de un vanguardista”, por ejemplo, la trayectoria de un abogado laborista se transforma involuntariamente en la de un escritor vanguardista de la poesía gauchesca. “El verso más emotivo decía: “Gutiérrez amarilla los plomero churrasco súbito” ¡Oh, placer del lenguaje! ¡Libertad! Leer mi primogénito poema vanguardista me instó a izar velas…”. Una sensación similar se reitera cuando el joven narrador de “Guapo” descubre que el temible y famoso guapo de su barrio es homosexual. “No vi mucho, no pude ver mucho, pero el Pardo lo abrazó y el muchacho lo besó en la boca. Después las cosas se me confunden: vi otros besos, vi que el muchacho se arrodillaba ante el Pardo. Vi algo que nunca había visto”. Si el humor es un recurso válido para soportar lo absurdo de la cotidianidad, el problema es que, por momentos, De Angelis no se decide a emplearlo a fondo. No hay confort posible con el verdadero humor, de lo que se trata es de desnudar los puntos débiles, meter el dedo en sus llagas y apretar bien fuerte. Abyección y autenticidad, como muestra el enano Desmitificador/////PACO